Cuentos de Canterbury (19 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Y una vez dijiste que yo era como una gata, a la que si se le chamusca la piel, permanece en casa, pero en cuanto su pelaje es bonito y elegante no se queda ni medio día dentro, sino que lo primero que hace por la mañana es salir a lucirlo y a maullar como si estuviese en celo. Lo que quieres decir, imbécil mío, es que si yo quiero parecer elegante es solamente porque quiero escaparme y exhibir mis harapos.

¿De qué te sirve espiarme? Incluso si rogase a Argos
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que me guardase lo mejor que supiese con sus cien ojos, te aseguro que no lograría guardarme a menos que yo lo desease; se lo haría ante sus narices, así te lo debo confesar.

Tú también me dices que hay tres cosas que perturban toda la tierra y que nadie puede soportar la cuarta. ¡Oh, mi querido imbécil! ¡Que Jesús te acorte la vida! Y pensar que vas por ahí pregonando que una mujer odiosa es una de estas desgracias. ¿Es que no tienes otras comparaciones para emplearlas en tus parábolas que el colocar en ellas a una esposa infortunada?

Y luego vas y comparas el amor de una mujer con el infierno, con una tierra seca y yerma y con nafta ardiendo; cuanto más arde, más dispuesta está a consumir todo lo combustible. Del mismo modo que los gusanos destrozan un árbol, una esposa puede destruir a su marido. Todos los que están encadenados a una mujer lo saben. ¡Esto es lo que decís!

Como podéis ver, señoras y caballeros, así es cómo hice creer a mis ancianos esposos, fuera de toda duda, de que tales eran mis palabras cuando estaban bebidos; todo eran mentiras, pero logré que mi sobrina y Jankin corroborasen cuanto decía. ¡Oh, Dios! ¡Cuántos trastornos y penas les causé! Y ellos —¡pobrecitos!— eran del todo inocentes. Yo, como un caballo, les mordía e inmediatamente relinchaba para que me acariciasen. Yo solía reñirles, incluso cuando no tenía razón; o me hubiesen matado si no lo hubiese hecho. Cuando lleváis harina a moler, el que primero llega al molino es el primero que se sirve; pues bien, yo era la primera en empezar con mis reproches y así detenía la pelea. Ellos estaban más que contentos de encontrar una rápida excusa por cosas de las que jamás en su vida habían sido culpables.

Yo solía acusar a mi esposo de mujeriego, cuando la verdad es que estaba ya tan enfermo que apenas si se sostenía de pie; sin embargo, aquello le producía un cosquilleo en el corazón, pues pensaba que así le demostraba cuánto le quería. Cuando yo salía por las noches le juraba que era para ir a espiar a las chicas con las que se había acostado, lo que me daba coartada para mucha diversión.

Este ingenio femenino se nos da ya al nacer. Dios nos ha otorgado que, por naturaleza, todas las mujeres tengamos lágrimas, mentiras y capacidad de liar las cosas. De una cosa sí alardeo: al final siempre ganaba a mis esposos de todos modos, sea por la fuerza, picardía o por cualquiera otro remedio, como el de estarles gruñendo constantemente. En donde especialmente se les terminaba la suerte era en la cama; allí era donde solía reñirle y acabar con su diversión. Cuando yo notaba que se me acercaba el brazo de mi marido, no me quedaba ni un momento en cama, hasta que había pagado su propio rescate; entonces le permitía jugar conmigo; y, por consiguiente, este cuento va dirigido a todos los hombres. Yo siempre propago que todo tiene un precio. ¿Quién puede atraer a un halcón a su casa con las manos vacías? Para conseguir lo que yo quería, solía tolerar toda su lascivia e incluso simular que tenía ganas de ella, aunque, la verdad sea dicha, nunca me ha gustado el tocino viejo. Esto era, realmente, lo que me volvía gruñona.

Ciertamente no era tacaña en mis gruñidos; incluso cuando estábamos en la mesa les devolvía cada uno de sus «favores» con una regañina, os lo aseguro.

Que Dios me perdone, pero si tuviese que hacer mi voluntad y testamento aquí y ahora, os aseguro que no habría palabra de regañina que les debiese, que no les fuese totalmente pagada. Me las arreglé siempre con tal inteligencia, que ellos descubrieron que lo mejor era dejarlo correr, pues de lo contrario nunca hubiésemos tenido descanso. Ya podía él poner cara de león enfurecido, que no se salía con la suya. Yo le decía entonces: «Querido, mira a Wilkin, nuestro cordero. ¡Qué dócil es! Acércate, cariño, que quiero darte un beso en la mejilla. Tú también debes ser más dócil y paciente y tener una conciencia dulce y escrupulosa, ya que siempre estás sermoneando sobre la paciencia de Job. Ten siempre mucha paciencia; practica lo que predicas, pues si no lo haces, te enseñaré cuánto mejor es que la paz reine con tu mujer y paz en casa. Es innegable que uno de los dos tiene que someterse, y, como sea que el hombre es más razonable que la mujer, debes ser tú el que ceda. ¿Qué es lo que te hace protestar y lamentar tanto? ¿Es que sólo quieres que mi coño sea únicamente para ti? Pues bien, ¡tómalo y disfruta! ¡Por San Pedro! Hay que ver cuánto lo quieres. ¿No ves que si pusiese en venta mi "sexo" podría ir vestida como una princesa, pero que lo guardo para ti? El cielo sabe que eres tú quien tiene culpa. Yo me limito a decirte la verdad.» Así es como nuestras discusiones solían discurir.

Ahora os hablaré de mi cuarto esposo.

Mi cuarto marido era un calavera, es decir, tenía una amante; y yo era joven y muy apasionada y turbulenta, fuerte, obstinada y festiva como una cotorra. En cuanto había bebido un vaso de vino dulce, bueno, un laúd me hacía bailar y cantar como un ruiseñor. Aquel asqueroso rufián, Metelio
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, el cerdo que mató a su mujer de una paliza sólo porque bebía vino, no me hubiese disuadido a mí de beber si hubiese sido su esposa. Además, el beber vino me lleva a pensar en Venus, por lo que, por la misma razón que el frío engendra granizo, un rabo goloso encaja con una boca laminera. Llenad a una mujer de vino y se queda sin defensas, como muchos lujuriosos seductores saben por experiencia
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.

¡Ay, Jesucristo, Dios mío! Cuando lo recuerdo todo y me acuerdo de mi juventud y alegría, el cosquilleo me llega a lo más hondo del corazón. Hasta la fecha hace bien a mi corazón el recordar el empuje de mi juventud. Pero la edad, ¡ay!, que todo lo estropea, me ha despojado de mi belleza y de mi auge. ¡Adiós! ¡Que se vayan y el diablo cargue con ellos! ¿Qué puedo decir? He vendido toda la harina y ahora deberé vender el salvado lo mejor posible. Pero incluso intentaré pasármelo lo mejor que pueda. Ahora os contaré de mi cuarto esposo.

Os decía que mi corazón se irritaba de que se deleitase con cualquier otra mujer, pero ¡por Dios y por San Judoco
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, quedó bien servido! Le fabriqué una cruz de la misma madera. Pero no vergonzosamente para mi cuerpo, aunque trataba a los hombres en tal forma que le tenía en ascuas, lleno de rabia y de celos. ¡Por Dios que fui su purgatorio en la tierra! Ahora debe de estar en el paraíso, pues Dios sabe que el zapato llegó a dolerle muchísimo. Nadie, excepto Dios y él, sabe cuán penosamente y de cuántas formas le atormenté. Falleció cuando regresé de Jerusalén y ahora yace enterrado en el presbiterio bajo la peana de la cruz; aunque su tumba no se parece en nada a aquel sepulcro elaborado de Darío, tan exquisitamente trabajado por Apeles. Hubiese sido un derroche darle tan rica sepultura. ¡Que Dios le acompañe y dé reposo a su alma! Ahora yace en su tumba y en su ataúd.

Os hablaré, acto seguido, de mi quinto marido. Ruego a Dios que no deje que su alma vaya al infierno. Y, sin embargo, para mí fue el peor sinvergüenza; lo noto en cada una de mis costillas y lo notaré hasta el día en que muera. Pero en la cama era alegre y animado; especialmente me adulaba cuando deseaba poseerme. Aunque me hubiese pegado en todos los huesos del cuerpo, sabía reconquistar mi amor en un instante. Creo que le amaba precisamente porque era parco en su amor hacia mí. Nosotras las mujeres tenemos ideas raras al respecto y no os miento. Todo lo que nos cuesta de conseguir, nos pasamos el día entero pidiéndolo y llorando por ello. Prohibidnos una cosa y, acto seguido, ya estamos deseándola; perseguidnos y salimos huyendo. No solemos estar dispuestas a exponer todo lo que tenemos en venta; mucha gente en el mercado hace subir el precio de la mercancía; si éste es demasiado bajo, la gente cree —como sabe muy bien toda mujer juiciosa— que no vale nada.

Mi quinto esposo —¡que Dios bendiga su alma!—, al que tomé por amor y no por dinero, fue en cierta época un estudioso de Oxford, pero dejó la Facultad y se alojó en casa de mi mejor amiga, que vivía en nuestra ciudad. ¡Que Dios la bendiga! Se llamaba Alison. ¡Vive Dios, conocía mi corazón y mis pensamientos secretos mucho mejor que el cura de mi parroquia! Todo se lo confiaba. Si mi esposo hubiera orinado en una pared, pues iba y se lo contaba. Si hubiese hecho algo mi esposo que hubiera podido costarle la vida, se lo habría contado a ella, a otra buena mujer y a mi sobrina también, pues la tenía en mucha estima. Les he contado todos y cada uno de los secretos de mi esposo. Dios sabe que lo hacía con bastante frecuencia y que, a menudo, tuvo mi marido que ruborizarse hasta las orejas y hasta avergonzarse mientras se culpaba a sí mismo por haberme contado sus secretos más íntimos.

Sucedió, pues, que una cuaresma (yo siempre visitaba a mi amiga, pues me gustaba divertirme y salir a pasear por ahí en marzo, abril y mayo, yendo de casa en casa para oír chismes diferentes), Jankin, el estudioso, mi amiga Alison y yo salimos de excursión al campo. Mi marido estuvo en Londres toda aquella cuaresma y tuve más tiempo libre para divertirme y ver y ser vista por la gente alegre. ¿Cómo podía saber dónde o en qué lugar cambiaría mi suerte? Por ello, iba a festivales nocturnos, procesiones, peregrinajes, bodas y a ver estas funciones teatrales sobre milagros. También escuchaba sermones, vestida en mis alegres ropajes de color escarlata.

Creedme: ninguna polilla, gusano o insecto tuvo la oportunidad de zampárselos. ¿Por qué? Pues porque los usaba constantemente. Ahora os diré qué me sucedió. Como decía, íbamos andando por el campo este estudioso y yo, y tan bien nos aveníamos, que yo empecé a pensar en el futuro y dije que si fuese viuda me casaría con él. Ciertamente —no hablo por pretensión—, nunca me faltó la previsión en cuestión de matrimonio y en otros asuntos. El corazón de un ratón que solamente posee una guarida no vale un puerro, pues si ésta falla, todo se ha terminado.

Le hice creer que me había hechizado (mi madre me enseñó este truco). También le dije que soñaba con él durante toda la noche y que en el sueño él intentaba matarme allí donde yacía y que la cama estaba empapada de sangre. A pesar de ello, esperaba que él me diese suerte, pues la sangre significa oro, o así me lo habían contado. Y todo eran mentiras. No soñaba nada que se le pareciese. Pero en esto como en muchas otras cosas yo seguía, como de costumbre, las enseñanzas de mi madre.

Pero ahora veamos: ¿qué iba yo a decir? ¡Ajá! Ya lo tengo. Había perdido el hilo.

Es igual, cuando mi cuarto esposo yacía en su túmulo, lloré y aparenté estar de duelo, como deben hacer las esposas —es la costumbre— y cubrí mi rostro con un pañuelo. Pero como ya estaba provista de amante, os prometo que lloré muy poco.

Al día siguiente mi esposo fue llevado a la iglesia, seguido por un cortejo de vecinos que vinieron a rendirle sus últimos respetos. Uno de ellos era Jankin, el estudioso. Que Dios me perdone, pero, cuando le vi caminar detrás del féretro, pensé: «¡Qué hermosos par de piernas y pies!» Y todo mi corazón se me fue tras él. Creo que él tenía unos veinte años, y yo, para decir la verdad, ya contaba cuarenta. Pero, sin embargo, todavía sentía deseos lascivos. Yo tenía los dientes separados, pero me sentaba bien; llevaba la marca de nacimiento de santa Venus. Que Dios me perdone, pero era una chica alegre, bonita y rica, joven y divertida; verdaderamente, según habían dicho mis esposos, tenía el mejor «eso»
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que se pueda imaginar. Ciertamente Venus influye sobre mis sentimientos; Marte, en mi valor. Venus me dio el deseo y la lujuria; Marte, mi descarada osadía. Tauro estaba en ascendiente cuando nací y Marte se hallaba en él.

¡Ay, ay!, que el amor deba ser pecado… Siempre seguí mis inclinaciones, guiada por las estrellas, las cuales hicieron que jamás pudiese negar mi cámara de Venus a cualquier mozo que la quisiese. Sin embargo, en mi rostro tengo la marca de Marte y también en otro lugar íntimo. Tan cierto como Dios es mi salvación: nunca utilicé el comedimiento en el amor; siempre seguí en cambio mis apetitos, ya fuese el hombre moreno o rubio, alto o bajo. Mientras él me gustase, no prestaba atención ni a la pobreza ni a su rango.

¿Qué se puede decir más? Bueno, a finales de aquel mes, este guapo estudioso, el garboso Jankin, se había casado conmigo con toda la debida ceremonia, y yo le di todas las tierras y rentas que me habían sido dadas anteriormente. ¡Con cuánta amargura me arrepentí luego de ello! Él no me dejaba hacer nada de lo que quería. ¡Por Dios! Una vez, por haberle arrancado una hoja de un libro suyo, me dio tal bofetada en la oreja que me quedé sorda de golpe. Yo era tozuda como una leona y tenía una lengua muy peleona y solía ir de casa en casa —como había hecho antes—, aunque él asegurase que no debía hacerlo. Debido a ello él me sermoneaba y me relataba historias de la vieja Roma, de cómo un tal Simplicio Galo
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dejó a su mujer y la repudió para siempre, únicamente porque la había visto un día asomarse por la puerta sin llevar el sombrero puesto. También me hablaba de otro fulano, romano también, que había abandonado a su mujer porque ella había asistido a los juegos de verano sin que él lo supiese. Y luego cogía la Biblia y leía aquel proverbio del Eclesiástico
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que prohibe a los hombres, inequívoca y absolutamente, el que permitan a sus esposas vagar por ahí. Luego, no temáis, siempre me salía con la cuarteta:

El que construye una casa de madera de sauce,

o cabalga en un caballo ciego por los barbechos,

o deja a su esposa correr tras los halos de los santos,

merece realmente ser colgado de la horca.

Pero no le servía de nada: no prestaba la más mínima atención a sus proverbios o a su estrofa. Tampoco me dejaría reformar por él. No aguanto al hombre que me señala mis defectos ni tampoco, Dios lo sabe, a que otros los proclamen, excepto a mí misma. Mi actitud le hacía enfurecer y hervir de rabia hacia mí, pero yo no cedía un ápice en ningún punto.

Y ahora, por Santo Tomás, os explicaré la verdadera historia de por qué arranqué una página de su libro y por qué eso hizo que me diese tan fuerte que me dejó sorda.

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