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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (23 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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—¡Mientes! —gritó ella—. Por mi salvación que hasta la fecha no he sido jamás citada a comparecer ante un tribunal en toda mi vida, ni como esposa ni como viuda. Mi cuerpo ha sido siempre fiel. ¡Que el negro diablo te lleve, a ti y a mi vestido!

Cuando el diablo la oyó maldecir de rodillas con tal vehemencia, le dijo:

Vamos, vamos, buena madre Mabel, asientes de verdad lo que dices?

—Que el diablo se lo lleve antes de morir, con el vestido y con todo, si no muda de parecer —dijo ella.

—No es probable, vieja carcamal —exclamó el alguacil—. No tengo intenciones de arrepentirme de nada por tu causa. Antes te arrancaría la blusa y todos los vestidos.

—Vamos, tómalo con calma, hermano —dijo el diablo—. Tu cuerpo y este vestido son míos por derecho; esta noche vendrás conmigo al infierno, donde aprenderás más secretos nuestros que cualquier doctor en teología.

Y diciendo esto, le agarró fuertemente y, en cuerpo y alma, se fue con el diablo a ocupar el lugar destinado a los alguaciles.

¡Ojalá Dios, que ha hecho a la especie humana a su imagen y semejanza, nos guíe y proteja a todos y a cada uno y permita que los alguaciles se vuelvan buenas personas!

Damas y caballeros —continuó el fraile—: si este alguacil aquí presente me diese tiempo, os habría contado, basándome en las enseñanzas de Jesucristo, San Pablo, San Juan y muchos otros maestros nuestros, unos tormentos tan horrorosos que llenarían de terror vuestros corazones. Aunque no haya lengua que los pueda describir, así pasase mil años explicándoos las torturas que se practican en aquella maldita casa del infierno. Pero, para evitar ir a aquel maldito lugar, recemos y oremos pidiendo la gracia de Jesús, para que nos guarde del tentador Satanás.

Escuchad este proverbio y reflexionad: «El león está siempre al acecho para matar al inocente si puede.» Mantened alerta vuestros corazones para resistir al diablo, que siempre lleva la intención de convertiros en su esclavo. A él no se le permite probaros por encima de vuestra fuerza, pues Jesucristo será vuestro campeón y vuestro caballero. Recemos para que éstos den pruebas de arrepentimiento de sus malas obras, antes de que el diablo los cace.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL FRAILE.

Prólogo del alguacil

El alguacil se puso en pie sobre los estribos de su montura, ciego de rabia contra el fraile, estremeciéndose de ira como una hoja de álamo temblón. —Caballeros —dijo él—, solamente les pido un favor: ahora que acaban de escuchar las mentiras de este fraile hipócrita, les ruego que me permitan contarles un cuento. El fraile alardea de que lo sabe todo sobre el infierno, y Dios sabe que no hay que maravillarse por ello, pues hay poco que escoger entre frailes y diablos. ¡Rediez! Creo que habréis escuchado con demasiada frecuencia la historia de aquel fraile que tuvo una visión de que su alma era arrebatada hacia el infierno; y cuando el ángel le llevó a mostrarle todos los tormentos, no vio un solo fraile en todo el lugar, aunque vio muchísima otra gente que lo pasaba muy mal. Por lo que el fraile le dijo al ángel:

—Decidme, señor: ¿acaso los frailes poseen tanta gracia que ninguno llega aquí?

Al revés —dijo el ángel—. Hay millones de ellos. Y se lo llevó abajo a visitar a Satanás.

—Como ves, Satanás tiene un rabo mayor que la vela principal de una carraca —afirmó él.

—¡Eh, tu Satanás! Levanta tu rabo y muéstranos tu culo: deja ver al fraile dónde anidan los frailes en el infierno.

Al instante, como enjambre de abejas de una colmena, se dispersó un tropel de veinte mil frailes del culo del demonio y zumbaron por todo el infierno antes de regresar lo más rápido que pudieron, deslizándose cada uno de ellos en las profundidades del culo del demonio.

Cuando [todos estuvieron dentro] cerró con su rabo el orificio y se quedó quieto. Como el fraile había ya visto suficiente acerca de los tormentos que se dan en aquel lugar, Dios, en su infinita bondad, devolvió su alma al cuerpo y el fraile despertó. Sin embargo, incluso entonces tembló de terror, pues no se podía sacar de la cabeza cuál era el hogar natural de toda su tribu: las posaderas del demonio. Que Dios os proteja, salvo a este maldito fraile. Y así termino mi prólogo.

El cuento del alguacil
[214]

Señoras y caballeros: creo que hay en Yorkshire una región pantanosa llamada Holderness, donde había una vez un fraile que iba por ahí predicando, y también mendigando, desde luego.

Sucedió un día que este fraile había predicado en una iglesia según su estilo habitual. En su sermón exhortó especialmente a la gente a que, sobre todo, pagase misas por los muertos y que, para mayor gloria de Dios, diesen todo lo necesario para la construcción de conventos en donde se celebran oficios divinos, en vez de malgastar el dinero en banalidades o darlo a quien no lo necesita, como, por ejemplo, a los clérigos beneficiarios, quienes, ¡Dios sea loado!, pueden vivir en la comodidad y en la abundancia.

Las misas por los difuntos —decía él— rescatan las almas de vuestros amigos, tanto viejos como jóvenes, del purgatorio. De veras, aunque se celebren con celeridad: que no piense nadie que un fraile es frívolo y amante de los placeres porque solamente cante una misa diaria. ¡Oh, librad enseguida esas pobres almas! ¡Qué cosa tan terrible asarse y arder, desgarrados en garfios para la carne, y escupidos como si fueran leznas! ¡Apresuraos, apresuraos, por amor a Jesucristo! Y cuando él hubo tocado todos los puntos, el fraile dio la bendición y prosiguió su camino.

Cuando los fieles le hubieron dado lo que creían adecuado, partió sin aguardar un minuto más. Él siguió escudriñando por las casas, arremangado con su bolsa y su bácula con pomo de cuerno mendigando harina, queso o un poco de grano. Su compañero llevaba una vara de la que colgaba un cuerno, un par de tabletas de marfil
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para escribir y un stylus elegantemente pulido, con el que anotaba los nombres de todos los que daban algo, como si quisiera garantizarles que rezarían por ellos. «Dadnos una media de trigo, o de malta, o de cebada, o simplemente un bollo o un poco de queso, o lo que sea (no somos nosotros a quienes nos toca elegir); medio penique o un penique para misas; o dadnos un poco de vuestra carne en gelatina si es que tenéis; un pedazo de vuestra manta, dulce señora, amadísima hermana —¡mirad!, estoy escribiendo vuestro nombre—; tocino, carne, lo que encontréis.»

Un robusto muchacho que servía a los huéspedes en su hostal, siempre iba tras ellos llevando un saco a sus espaldas, en donde metían todos los donativos. Una vez fuera, borraban los nombres que acababan de escribir en las tabletas; lo único que les daba el fraile eran fábulas y faramalla.

—¡Aquí mientes tú, alguacil! —exclamó el fraile.

—Por la Santa Madre de Jesucristo, ¡callad! —gritó nuestro anfitrión—. Seguid con vuestra historia y no os dejéis nada en el tintero.

—Confiad en mí, que así lo haré.

Así que siguió de casa en casa hasta que llegó a una en la que solía ser mejor agasajado que en cualquier otra de las demás. El dueño de la casa, propietario de la finca, yacía enfermo, acostado sobre un camastro.

—El Señor esté contigo. Buenos días, amigo Tomás —dijo el fraile con voz suave y cortés—. ¡Que Dios os recompense, Tomás! ¡Cuántas veces en tiempos felices he estado en este banco; cuántas comidas espléndidas he comido aquí!

Espantó al gato para que saliese del banco, y, dejando su bastón, su sombrero y su bolsa, se aposentó cómodamente. (Su compañero se había ido a la ciudad con el muchacho de servicio, con el fin de hospedarse en el hostal y pernoctar allí.) —Querido maestro —dijo el enfermo—, ¿cómo os han ido las cosas desde principios de marzo? Llevo más de dos semanas sin veras.

—Dios sabe que he estado trabajando duro —repuso él—. He estado rezando mis mejores oraciones para vuestra salvación y la de nuestros demás amigos. ¡Que Dios les bendiga! Hoy he estado en vuestra iglesia a oír misa y he predicado un sermón, lo mejor que he sabido con mis modestas fuerzas; no he seguido a la letra el texto de las Sagradas Escrituras, que me imagino encontraréis demasiado dificil.

Ese es el motivo por el cual tengo que interpretarla para todos vosotros. Ciertamente que la interpretación es algo espléndido. «La letra mata»
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, como decimos los eruditos. Les enseñé a ser caritativos y a gastar su dinero juiciosamente. Y vi a vuestra buena señora allí. Por cierto, ¿dónde está?

—Supongo que está fuera, en el jardín —dijo el hombre—. Ahora vendrá.

—¡Ah, maestro! Bien venido seáis. ¡Por San Juan! —exclamó su mujer—, ¿estáis bien?

El fraile se levantó galantemente y, poniéndose en pie, le dio un fuerte abrazo y la besó dulcemente, gorjeando con sus labios como un gorrión.

—¡Nunca mejor, señora! Vuestro servidor en todo. ¡Alabado sea Dios, que os dio alma y vida! ¡Que Dios me perdone, pero no vi hoy en la iglesia a mujer más hermosa que vos!

—Bueno, que Dios corrija mis defectos —dijo ella—. De todas formas, sed muy bien venido. ¡De veras!

—Un millar de gracias, señora; siempre lo he sido. Pero si tuviese la indulgencia de perdonarme —no os vayáis, os lo ruego—, tengo que mantener una pequeña charla con Tomás. Estos curas son tan negligentes y lentos en cuanto se refiere al examen delicado de la conciencia en el confesionario… Pero la predicación es mi fuerte, así como el estudio de las palabras de San Pedro y San Pablo. Yo voy por ahí pescando almas cristianas para dar a Jesucristo su justo merecimiento; no pienso en nada más que propagar su Evangelio.

—Entonces, si no os importa, querido señor —replicó ella—, dadle un verdadero rapapolvo, pues por la Santísima Trinidad que es tan gruñón como un oso, aunque tiene todo lo que pueda querer. Aunque le cubro cada noche y le mantengo caliente y le pongo el brazo o la pierna encima, no para de gruñir como un cerdo en nuestra pocilga. Esta es toda la diversión que consigo de él; no hay forma de complacerle.

—¡Oh, Tomás,
je vous dis
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, Tomás, Tomás! Eso es el diablo haciendo de las suyas; esto debe arreglarse. La cólera es una de las cosas que prohibe el Todopoderoso; tendré que deciros unas palabras sobre el tema.

—Bien, señor —contestó la mujer—; antes de que me vaya, ¿qué os gustaría comer? Precisamente voy a preocuparme de ello.

—Bueno, señora —dijo él—, os aseguro que una comida sencilla con vos sería suficiente; pero si pudiese comer un pequeño hígado de pollo y la rebanada más delgada de vuestro tierno pan, y después de eso —sólo que no quiero que tengáis que matar a ningún animal por mi causa, espero— la cabeza de un puerco asada… Necesito muy poco para sostenerme, pues mi espíritu se alimenta de la Biblia. Este pobre cuerpo mío está tan habituado a la vigilancia y a la contemplación, que mi estómago está siendo destruido. Querida señora, quiero que no interpretéis mal el que me confie a vos con tanta franqueza, ¡por el Señor!

Os aseguro que no existen muchas personas a las que cuente estas cosas.

—¡Oh, señor! —afirmó ella—, solamente unas palabras con vos antes de que me vaya. En estas dos semanas, casi enseguida de que os hubieseis marchado de la ciudad, mi hijo murió.

—Vi su muerte en una revelación mientras me hallaba en nuestro dormitorio en casa —repuso el fraile—. Como que Dios es mi juez, me atreveré a deciros que en mi visión le vi entrar en el cielo a la media hora de haber pasado a mejor vida. Igual que lo hicieron nuestro sacristán y nuestro enfermero, que llevan cincuenta años siendo fieles frailes: acaban de celebrar su jubileo (¡Dios sea alabado por sus muchas bondades!), y ahora pueden caminar sin compañía cuando salen del convento. Y yo me levanté, del mismo modo que lo hizo el resto del convento, sin ningún ruido ni repicar de campanas; las lágrimas resbalaban por mis mejillas, y solamente cantamos el Tedéum —con la salvedad de que yo le ofrecí una oración a Jesucristo en acción de gracias por su revelación—. Creedme, querido señor y querida señora: nuestras oraciones tienen mayor afectividad que las de los laicos —aunque sean reyes—, y vemos mayor cantidad de secretos de Jesucristo. Nosotros vivimos en la pobreza y la abstinencia, mientras que la gente ordinaria vive bien y gasta enormes sumas en alimentos, bebidas y placeres impuros. Nosotros despreciamos todos los placeres que da el mundo.

»Dives y Lázaro
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llevaron vidas distintas, y, como resultado, obtuvieron distintas recompensas. El que reza debe ayunar y mantenerse puro: ceba el alma, pero mantén el cuerpo magro. Nosotros hacemos lo que dijo el apóstol: alimentos y vestidos son más que suficientes, por pobres que sean
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. El ayuno y la pureza de nosotros, los frailes, hacen que Jesucristo acepte nuestras oraciones.

»Recordad que Moisés ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches antes de que el Todopoderoso le hablase en la montaña del Sinaí
[220]
. Fue con la panza vacía, después de haber ayunado varios días, como recibió la Ley escrita por el dedo de Dios. Como sabéis muy bien, Elías
[221]
ayunó y meditó sobre el monte Horeb mucho antes de que hablase con Dios, el salvador de nuestras almas. Aarón
[222]
, que tenía el templo a su cargo, así como todos los demás sacerdotes, nunca quiso beber, bajo ningún concepto: nada que emborrachase cuando tenía que acudir al templo para efectuar sus celebraciones y rezar por la gente. Al revés, meditaban y ban allí en total abstinencia para no perecer. ¡Tomad buena nota de lo que digo! A menos que los que rezan por la gente estén sobrios (fijaos bien en lo que digo). Pero ¡basta! Ya he dicho suficiente.

»La Biblia nos enseña que Nuestro Señor Jesucristo nos puso el ejemplo de ayunar y rezar. Por consiguiente, nosotros, los mendicantes, nosotros, simples frailes, estamos casados con la pobreza, la continencia, la caridad, la humildad y la frugalidad; [estamos condenados] a ser perseguidos por ser justos y honrados; y atados a las lágrimas, a la compasión y a la pureza. Por ello, con todos nuestros festines en la mesa, podéis ver que nuestras oraciones —me refiero a nosotros, los mendicantes— resultan más aceptables para el Todopoderoso que las vuestras. Si no me equivoco, fue la gula la que causó la expulsión del hombre del Paraíso. En el Paraíso, con toda seguridad, era casto.

»Ahora, escuchad, Tomás, lo que voy a deciros. No puedo afirmar que tenga un texto que lo refrende, pero se ve claro por los comentarios que Nuestro Señor Jesucristo se refería especialmente a los frailes cuando dijo: "Bienaventurados los pobres de espíritu"

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