Cuentos de Canterbury (27 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Tenía que llevársela a Bolonia, a la casa de la hermana del marqués (que en aquellos tiempos era condesa de Panico), explicarle las circunstancias y pedirle que hiciese todo lo que pudiese para educar a la niña como convenía a su noble condición; pero le pedía encarecidamente que bajo ningún concepto revelase a nadie su identidad.

El oficial se fue y cumplió su cometido. Pero volvamos ahora con el marqués. Éste se hallaba alerta, preguntándose si podría percibir algún cambio en el comportamiento de su esposa hacia él o descubrirlo por alguna palabra de ella. Pero jamás la encontró sino fuera amable e inmutable como siempre. Desde todos los puntos de vista, ella seguía estando tan animada y siendo tan sumisa y dispuesta a servirle y amarle como antes. Nunca profirió ella palabra sobre su hijita. La desgracia no la había cambiado en lo más mínimo, ni jamás hizo mención de su nombre bajo circunstancia alguna.

TERMINA LA TERCERA PARTE Y EMPIEZA LA CUARTA.

Estando así las cosas pasaron cuatro años y quedó nuevamente preñada; pero esta vez Dios quiso que pariese un hermoso varón para Walter. Cuando se lo dijo al padre, no sólo él, sino todo el país, se regocijaron con el niño, dando gracias al Señor y alabándole. Pero un día, cuando el niño tenía ya dos años y la nodriza le había destetado ya, el marqués tuvo el capricho de probar a su esposa todavía más si era posible. Sin embargo, ¡qué inútil ponerla a prueba otra vez! Pero es que los hombres casados no conocen límite cuando encuentran a una mujer paciente.

—Mi querida esposa —dijo el marqués—. Como ya sabéis, mi pueblo ha tomado muy mal nuestro matrimonio, y ahora, especialmente desde que nació nuestro hijo, peor que nunca. Sus murmuraciones taladran mi corazón; tan crueles son los rumores que me llegan a los oídos, que mi espíritu está casi quebrantado. Ahora andan diciendo esto: «Cuando Walter se vaya, la familia de Janícula tendrá que sucederle y convertirse en nuestra dueña, no tenemos otra elección.» No cabe duda de que esto es lo que se dice por ahí, y yo tengo que tener en cuenta las murmuraciones de esta clase, pues aunque no lo dicen claramente ante mí, realmente tales ideas me asustan. Querría vivir en paz, si me dejan, y, por consiguiente, estoy dispuesto a librarme de mi hijo en secreto, de igual modo como me libré de su hermana aquella noche. Os lo advierto para que no os pongáis fuera de vos repentinamente por la pena. Tened paciencia en esto, os lo pido encarecidamente.

—He dicho y siempre diré —replicó ella— que, en verdad, no deseo nada sino complaceros a vos; no siento pena en absoluto, aunque maten a mi hija y a mi hijo (por orden vuestra, claro). No he tenido otra participación en mis dos hijos que primero el embarazo y luego la pena. Vos sois nuestro dueño; haced lo que queráis con lo que es vuestro; no me pidáis consejo, pues del mismo modo que dejé todas mis ropas en casa cuando vine hacia vos por primera vez, del mismo modo dejé mi voluntad y mi libertad allí y acepté vuestros atavíos. Por consiguiente, os pido que hagáis lo que deseéis, y yo obedeceré en lo que os plazca. Por cierto, que si yo pudiese anticiparme a vuestros deseos y los supiese antes de que me dijeseis cuál es vuestro capricho, no dejaría de ejecutarlo. Pero ahora que sé lo que queréis y lo que deseáis que se cumpla, seré constante y firme en todo lo que queréis. Y si supiese que mi muerte os tenía que dar tranquilidad, entonces, para complaceros, gustosamente moriría. La muerte no es nada en comparación con nuestro amor.

Al darse cuenta de la constancia de su esposa, el marqués sintió verguenza y bajó los ojos. Quedó pasmado de lo que ella podía aguantar con tanta entereza. Entonces se fue, con una resuelta expresión en el rostro, aunque en su fuero interno estallaba de felicidad.

Su temible secuaz se llevó a su hermoso hijito de la misma forma en que se había apoderado de su hija, o incluso con mayor crueldad si cabe. Sin embargo, ella no mostró señal de pena —tanta era su paciencia—, pero besó también a su hijo y lo persignó, pidiendo únicamente a aquel sujeto que, si podía, lo enterrase en la tierra para preservar a sus tiernas y delicadas extremidades de las aves y de las bestias de presa. Pero no obtuvo respuesta de ninguna clase. El hombre se marchó como si aquello no significase nada para él; pero llevó con todo cuidado al niño a Bolonia.

Cuanto más pensaba sobre el asunto, más se maravillaba el marqués por su paciencia y, si no hubiese estado seguro de cuánto amaba a sus hijos, hubiese sospechado de que ella pasaba por todo aquello por astucia, malicia o dureza de corazón. Pero sabía perfectamente que, después de él, a quienes ella amaba más era a sus hijos.

Ahora preguntaré a las damas presentes si no consideran que todas estas pruebas no eran ya suficientes. ¿Qué más podría idear este implacable marido para comprobar la fidelidad y constancia hacia alguien tan inexorable como él? Pero hay un tipo de personas que una vez han decidido tomar determinada senda, no pueden ya resistir, sino que se atienen a su propósito primitivo, como un mártir atado a la estaca del suplicio. Tal era el caso del marqués, que persistía en poner a su mujer a prueba según su propósito inicial.

Estaba siempre atento a cualquier palabra o gesto que delatase que ella había cambiado algo con respecto a él. Pero no pudo detectar variación alguna: continuó con el mismo talante y comportamiento de siempre; incluso, con los años, se volvió, si fuera posible, todavía más fiel y devota si cabe.

Al final pareció como si entre los dos hubiese una única voluntad, pues fuese lo que fuese el deseo de Walter, se convertía también en el de ella, hasta que, gracias al Cielo, todo llegó a su fin. Ella demostró cómo, a pesar de todas las tribulaciones, una esposa no debe tener otros deseos propios que los de su esposo.

Ahora bien, corrían historias escandalosas acerca de Walter por todas partes: que si por haberse casado con una pobre, en la crueldad de su corazón había mandado perversa y secretamente asesinar a sus dos hijos. Tal era el hablar de las gentes. Y no es de extrañar, pues no llegó ninguna palabra a los oídos del pueblo de que no hubiesen sido asesinados.

Por ello, sucedió que si hasta entonces había sido amado mucho por su pueblo, el oprobio de su mala fama hizo que llegasen a odiarle. No obstante, él no cejó en sus crueles propósitos por ningún motivo. Su mente estaba totalmente ocupada en seguir poniendo a prueba a su mujer.

Cuando su hija cumplió doce años de edad, envió su mensajero a la corte de Roma (a la que astutamente había mantenido informada de sus intenciones) y les dio instrucciones para que falsificasen los documentos que fuesen necesarios para su inhumano proyecto. Dichos documentos debían decir que el Papa, para calmar la opinión de su pueblo, le pedía que, si quería, se casase nuevamente. Realmente llegó a solicitarles que falsificasen bulas papales que dijesen que tenía permiso, por dispensa pontificia, de repudiar a su primera mujer, para que la disensión y mala voluntad entre él y su pueblo desapareciesen. Así decía la bula, que se publicó en su totalidad.

Como era de esperar, la gente se lo creyó a pies juntillas. Pero cuando la noticia llegó a Griselda, tengo entendido que su corazón se llenó de pena. Sin embargo, con la firmeza acostumbrada, ella resolvió —¡pobre infeliz!— soportar las adversidades de la fortuna, siempre procurando el placer de aquel al que había entregado alma y corazón, como su verdadero solaz terrenal.

Para no alargar la historia, diré que el marqués escribió una carta especial para llevar a cabo sus planes y la envió secretamente a Bolonia. Solicitó formalmente al conde de Panago (que se había casado con su hermana) para que, públicamente, trajese a casa a sus dos hijos con una escolta de honor. Una cosa exigió escrupulosamente, y fue que si se le preguntaba al conde de quién eran aquellos hijos no lo dijese a nadie, pero que, en cambio, divulgase que la niña iba a desposarse con el marqués de Saluzzo.

El conde cumplió lo que le pidió, y el día previsto se puso en marcha, camino de Saluzzo, con un gran séquito de nobles bien pertrechados para dar escolta a la doncella y a su joven hermano, que cabalgaba a su lado. La muchacha en ciernes iba ataviada para la boda y cubierta de deslumbrantes joyas, mientras que su hermanito, de siete años, iba brillantemente vestido a su propio estilo. Así cabalgaron día a día camino de Saluzzo en medio de gran suntuosidad y regocijo.

Entretanto, el marqués, para poder estar absolutamente convencido de que seguía siendo tan constante como siempre, buscó el modo de hacer sufrir la máxima prueba a su esposa con su acostumbrada crueldad. Un día, durante una audiencia pública, se dirigió a ella en voz alta:

—Realmente, Griselda, ha sido bastante agradable tenerte por esposa, más por vuestra fidelidad y obediencia que por vuestra riqueza y linaje. Pero cuando pienso en ello, cada vez me convenzo más de que cuanto más elevada es la posición de uno, tanto mayor es su sujeción al servicio. Un labrador tiene más libertad en darse gusto que yo mismo, pues mi pueblo me fuerza con su diario clamor a que tome otra esposa. Y además debo deciros que el Papa ha otorgado su consentimiento para ello con el fin de impedir que hubiera disensiones y mala voluntad entre el pueblo. Por cierto que os diré esto: mi nueva esposa está en camino hacia aquí. Preparaos para dejar este lugar sin dilación. En cuanto a la dote que vos me trajisteis, como favor especial os permitiré que os la llevéis con vos. Volved a la casa de vuestro padre. Nadie puede tener suerte siempre. Seguid mi consejo y soportad los embates de la fortuna con ecuanimidad.

Le respondió ella, sin embargo, con fortaleza:

—Señor, supe y siempre he sabido que nadie puede en modo alguno comparar vuestro esplendor con mi pobreza. Esto es innegable. Nunca me consideré digna de ser vuestra esposa en modo alguno. No, ni tan sólo vuestra doncella de cámara. Y en esta casa de la que me hicisteis dueña pongo a Dios por testigo (que Él dé consuelo a mi espíritu) que nunca pensé que era la señora sino la humilde criada de vuestra señoría, por encima de todas las demás criaturas terrenales, y lo seguiré siendo mientras dure mi vida. Os doy gracias a vos y al Cielo, al que rezo que os recompense, por el tiempo que me habéis honrado con vuestra generosidad y me habéis exaltado hasta un puesto del que no soy digna. No diré nada más. Volveré a mi padre gustosamente y viviré con él por el resto de mi vida. Y allí donde me crié de niña, viviré y moriré como viuda, limpia de cuerpo y de alma y de todas las cosas. Pues como os entregué mi virginidad y soy, sin duda, vuestra fiel esposa, Dios impida que la esposa de un príncipe tan grande tome como esposo o compañero a otro hombre.

»En cuanto a vuestra nueva esposa, que Dios en su gracia os conceda alegría y prosperidad, pues gustosamente le cederé mi sitio en el que he sido tan feliz. Ahora, mi señor, ya que os place que yo, cuyo corazón estuvo en vos, me vaya, iré a donde gustéis.

»En cuanto a vuestra oferta de devolverme la dote que yo aporté, estoy lejos de olvidar cuál fue; nada espléndido: solamente mis pobres harapos; sería dificil para mí el encontrarlos ahora. ¡Oh, Dios bendito! ¡Cuán noble y amable me parecisteis en aspecto y palabra el día en que nos casamos! Sin embargo, se dice y es verdad —al menos yo en mi caso así lo creo, puesto que ha resultado cierto— que «el amor cambia cuando envejece». Pero os aseguro, mi señor, que ni las penalidades ni la muerte harán que me arrepienta de palabra o de obra de haberos dado todo mi corazón.

»Mi señor, vos sabéis que me despojasteis de mis miserables harapos en la casa de mi padre y que, generosamente, me vestisteis con ropas magníficas. Es evidente que lo único que os traje fue mi fidelidad, mi desnudez y mi virginidad. Aquí, pues, hoy os devuelvo mis ropas y también mi anillo de boda, para siempre más. Os puedo asegurar que el resto de vuestras joyas están en vuestro aposento. Desnuda llegué de casa de mi padre y desnuda debo regresar a ella. Gustosamente me someteré a todos vuestros deseos, pero espero que no tengáis intención de que salga de vuestro palacio totalmente en cueros.

»Vos no podéis permitir una cosa tan deshonrosa como que el vientre que guardó vuestros hijos quede al natural y a la vista de todos y de todo el pueblo cuando me vaya. Os ruego encarecidamente que no me hagáis caminar despojada como un gusano por el camino. Mi amado señor, recordad que fui vuestra esposa, aunque indigna, y que, por consiguiente, la doncellez que os traje y que ahora no puedo llevar me autorice a que me concedáis volver con un sayo como el que solía llevar, con el que ocultar el vientre de la que una vez fue vuestra esposa. Y para que no os enojéis, mi señor, aquí me despido de vos.

—Guardad el sayo que lleváis —dijo él— y lleváoslo con vos.

Sin embargo, a él le costó pronunciar estas palabras por piedad y remordimiento, pero le volvió la espalda. Ella se despojó allí mismo delante del pueblo y partió con su sayo hacia la casa de su padre, con la cabeza desnuda y con los pies descalzos. El pueblo la siguió llorando, y mientras caminaban maldecían a la diosa Fortuna; pero ella mantuvo a sus ojos secos de lágrimas y en todo el trecho no profirió ni una sola palabra.

Su padre pronto se enteró de la noticia. Maldijo el día y la hora en que nació. Sin duda este pobre anciano siempre había sentido cierta aprensión sobre el casamiento de su hija. Desde el mismo principio sospechó que una vez que el príncipe hubiese satisfecho su apetito sexual, sentiría haber desprestigiado su rango por haber elegido tan bajo, y que entonces se libraría de ella lo antes posible.

El clamor de la gente le anunció su proximidad y se apresuró a salir al encuentro de su hija. Llorando amargamente la cubrió con su viejo abrigo como mejor supo, pero no pudo envolverla porque la tela era corta y muchísimo más vieja y desgastada de lo que ya estaba el día de la boda.

Así, pues, esta flor de esposa paciente residió algún tiempo con su padre. Nunca demostró ni con la palabra ni con la mirada, ni en público ni en privado, que se le hubiese causado daño alguno; su rostro no delataba tampoco en lo más mínimo que recordase o echase de menos su elevada posición perdida. Tampoco esto podía maravillar o sorprender a nadie, pues cuando era marquesa siempre se había distinguido por una actitud carente de pretensiones. No sentía especial predilección por los manjares delicados ni tenía un espíritu amante de los placeres; al contrario, estaba llena de amabilidad paciente, era discreta, sin pretensiones, siempre honorable y, con respecto a su esposo, constante y sumisa. La gente habla de Job y, muy especialmente, de su humildad; cuando les entra en gana, los eruditos suelen ser bastante elocuentes al respecto —particularmente de la humildad en los hombres—, pero aunque aquéllos dedican pocos elogios a la mujer, la verdad es que ningún hombre jamás llega a ser ni la mitad de humilde y fiel que una mujer; y si no es así, ahora me entero.

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