Read Cuentos de Canterbury Online
Authors: Geoffrey Chaucer
Cuando el conde de Panago llegó a Bolonia, la noticia se extendió por todas partes. También llegó a oídos de todo el mundo el que había traído consigo a una nueva marquesa con tal pompa y esplendor, que por toda la Lombardía occidental ningún ser humano había contemplado jamás un espectáculo de mayor magnificencia.
Antes de la llegada del conde, el marqués (que sabía de ella, pues era el que lo había planeado todo) envió unos mensajeros para que le trajesen a la pobre e inocente Griselda; y ella, con el corazón sumiso y el rostro feliz, aunque no anidasen grandes esperanzas en su pecho, acudió [prestamente] a su requerimiento. Se arrodilló ante él y le saludó respetuosamente.
—Griselda —dijo él—, estoy completamente decidido a que esta muchacha con la que voy a contraer matrimonio sea recibida mañana en mi casa como si fuese una reina, y que todo el mundo esté situado y servido de acuerdo a su rango y agasajado con todos los honores que pueda darle. Naturalmente, no dispongo de ninguna mujer capaz de ordenar y disponer las habitaciones como yo quisiera; por ello estaría muy contento si os pudieseis cuidar de ello. Además, estáis familiarizada con todos mis gustos. No os importe el que vuestros vestidos sean andrajosos y feos: la cuestión es que cumpláis con vuestra tarea de la mejor manera posible.
—Mi señor —respondió ella—, no solamente soy feliz de poder hacer lo que deseáis, sino que es también mi deseo serviros y complaceros lo mejor que sepa desde mi humilde puesto, hasta que me caiga rendida; y siempre será así. Pues nunca, en el bienestar o en la aflicción, el alma que se aloja en mi pecho os dejará de amar con la mayor y más verdadera lealtad.
Y, después de decir esto, empezó a poner orden en la casa, preparando las mesas y haciendo las camas. No ahorró esfuerzos, conminando a las camareras que, por amor de Dios, se apresuraran, barriesen y fregasen, mientras que ella, más ocupada que nadie, preparaba el salón del banquete y los aposentos privados.
El conde llegó a media mañana trayendo a los dos nobles niños con él. La gente salió corriendo a ver el costoso espectáculo; y ahora, por primera vez, empezaron a comentar unos con otros que Walter no era ningún tonto. Si quería cambiar de esposa, todavía salía ganando, pues la vieron mucho más bella que Griselda y mucho más joven; el fruto del matrimonio resultaría mejor, y, debido a la alta cuna de la nueva desposada, más aceptable que la otra. Y había que ver la cara tan hermosa que también tenía su hermanito. Ambos cayeron bien a la multitud, y todos alabaron ahora la conducta del marqués.
«¡Qué inconstante es la gente! Siempre veleidosa, siempre infiel, inconstante y variable como una veleta; siempre regocijándose con los últimos rumores. Continuamente creciendo y menguando y siempre llena de chismes y habladurías que no valen ni un ochavo. Se equivoca en sus juicios, y su constancia no resiste el menor embate. El que confie en la gente, en el pueblo, es un idiota a carta cabal.»
Tales eran los comentarios de los ciudadanos más juiciosos mientras la multitud lo miraba todo boquiabierta, feliz de tener una nueva marquesa por la simple novedad que ello constituía.
No diré nada más sobre eso, sino que pasaré a hablar nuevamente de Griselda y de su paciencia y laboriosidad. Griselda se ocupó incansable de todo lo que se refería a la fiesta de la boda. Sin que le afectase en lo más mínimo lo grosero y andrajoso de su vestido, salió alegre a la puerta con los demás a saludar a la nueva marquesa, después de lo cual volvió a sus quehaceres. Recibió a los invitados con tal animosa aptitud, cada uno de acuerdo con su rango, que éstos, lejos de encontrar defectos a su recepción, se preguntaban maravillados cómo una mujer tan pobremente vestida podía ser tan cortés y cumplidora. Todos elogiaron merecidamente su tacto.
Entretanto, ella nunca cesaba en sus sinceras alabanzas a la muchacha y a su hermano, que le salían de su corazón rebosante de amabilidad y espontaneidad. Nadie pudo haberles alabado más. Pero al fin, cuando los nobles entraron para ocupar su sitio en el festín, el marqués mandó venir a Griselda, que estaba atareada en el salón. Con tono zumbón preguntó a Griselda:
—¿Qué opinas de la belleza de mi esposa?
—La encuentro muy bella, señor —replicó ella—. Creedme, jamás vi muchacha más hermosa. ¡Qué Dios le conceda felicidad! Espero que Él os envíe felicidad a ambos por el resto de vuestras vidas. Una sola cosa os pido —permitidme que os lo advierta—: no hagáis con esta dulce muchacha lo que habéis hecho con otras: repudiarlas. Ella ha sido criada y educada con mayor delicadeza, y no creo que pudiese soportar las penalidades tan bien como otra que hubiese sido criada en la pobreza.
Cuando Walter vio ahora su paciencia, su animosa compostura que no contenía ni un ápice de malicia, sin dejar de ser siempre firme como un valladar y carente de resentimientos a pesar de la frecuencia con que él la había atormentado, el obstinado marqués sintió compasión en su corazón por la inquebrantable constancia de su esposa y exclamó:
—¡Queridísima Griselda! Con esto ya tengo suficiente. No temas ni sufras más. He puesto a prueba vuestra fidelidad y la bondad de vuestro corazón, tanto en la riqueza como en la pobreza, hasta donde jamás mujer alguna fue probada. Amadísima esposa, estoy seguro de vuestra constancia.
Luego, tomándola entre sus brazos, la besó. Ella estaba tan sorprendida que no se dio cuenta ni entendió lo que se le decía; era como si, de repente, la hubiesen arrancado del sueño. Pero, al final, volvió en sí de su estupefacción.
—Griselda —dijo él—, por Jesucristo que murió por nosotros, vos sois mi esposa. No tengo otra espesa ni jamás tendré otra. Tan cierto como que Dios salvará mi alma. Esta es vuestra hija, esa cine habéis pensado que era mi nueva esposa; y este muchacho será seguramente mi heredero, como siempre he querido que lo fuera. El es realmente el hijo de vuestras entrañas. Les tuve escondidos en Bolonia; recuperadlos, pues ahora no podréis decir que habéis perdido a ninguno de vuestros dos hijos.
»En cuanto a esta gente que pueda decir que obré por malicia o por crueldad, que tomen buena nota de que lo hice para probar la fidelidad de una esposa. ¿Cómo podía Dios permitir que matase a mis propios hijos? Mi intención fue tenerlos escondidos hasta que estuviese seguro de vuestra resolución y fuerza de voluntad.
Cuando ella oyó esto cayó al suelo desmayada, con el corazón destrozado de alegría. Cuando se recobró llamó a sus dos hijos para que se le acercasen y los estrechó entre sus brazos, llorando patéticamente y besándolos tiernamente como cualquier madre, su rostro y sus cabellos bañados en saladas lágrimas. ¡Qué emocionante resultó verla desvanecerse y oírle decir con débil voz!:
—Mil veces gracias, mi señor, por haber salvado a mis dos hijos. No me importa ya morirme aquí y ahora, con tal que me améis y tenga vuestro favor. ¿Qué importa ya la muerte o que mi alma me abandone? ¡Oh, hijos míos! ¡Oh, hijitos de mi alma! Vuestra apenada madre siempre pensó que habíais sido devorados por crueles perros o por bestias horribles, pero Dios en su bondad y vuestro buen padre os han conservado sanos y salvos.
De repente, y en aquel mismo instante, resbaló hasta el suelo abrazada tan fuertemente a sus dos hijos, que costó grandes esfuerzos rescatarlos de su primer abrazo. Las lágrimas se deslizaban por los rostros contritos de los presentes, que apenas si resistían seguir en aquel aposento.
Walter la consoló hasta que su profundísima pena remitió. Cuando se recuperó de su desmayo, ella sintió verguenza; pero todo el mundo la mimó hasta que recobró su compostura.
Entonces, Walter la trató con cariñosa solicitud hasta que daba gozo ver la felicidad que reinaba entre ambos, ahora que estaban juntos nuevamente. Cuando las damas tuvieron ocasión la llevaron a su aposento y la despojaron de sus bastas ropas y la vistieron con una resplandeciente túnica dorada y le colocaron sobre la cabeza una corona en la que había montadas varias piedras preciosas. Luego la condujeron hasta el salón del banquete, donde le rindieron los debidos honores. Y así terminó felizmente este día conmovedor, pues todos los presentes, hombres y mujeres, lo celebraron en grande y pasaron toda la jornada con alegría y regocijo hasta que las estrellas empezaron a brillar en el firmamento. A todos los presentes les pareció que este banquete era más suntuoso y magnífico que las celebraciones de los esponsales.
Ambos vivieron prósperamente en paz y armonía durante largos años. Su hija contrajo unas buenas nupcias, pues se casó con uno de los príncipes más nobles de toda Italia. Walter mandó que el padre de su esposa viniese a vivir con ellos en la corte en pacífico retiro, hasta que su alma abandonó su cuerpo terrenal. Cuando a Walter le llegó la hora, su hijo le sucedió en paz y tranquilidad. También tuvo suerte en su matrimonio, aunque no hizo sufrir ninguna prueba severa a su esposa. El mundo no es tan duro como antes. Esto es cierto.
Ahora escuchad lo que el Petrarca tiene que decir al respecto:
«Este cuento no ha sido contado para que las esposas imiten la mansedumbre de Griselda; sería más de lo que podrían soportar aunque quisiesen. Debe servir más bien para que todos, sea cual sea su condición, permanezcan tan constantes como Griselda en la adversidad.»
Esa es la razón por la que el Petrarca contó este cuento, que compuso en el más elevado de los estilos. Pues si una mujer fuese tan paciente hacia un simple mortal, con cuánta mayor razón deberíamos aceptar sin una queja todo lo que Dios nos envía. Resulta completamente razonable que Él ponga a prueba a todos los que Él mismo ha creado. Sin embargo, como dice Santiago en su Epístola, nunca probará hasta tal extremo a los que Él ha redimido. Sin duda está siempre probándonos. Por nuestro propio bien siempre permite que seamos atormentados de diversas formas por el cruel látigo de la adversidad, no porque quiera estar seguro de nuestra fuerza de voluntad, pues está plenamente enterado de todas nuestras debilidades desde antes de nuestro nacimiento. Lo que dispone siempre es para nuestro bien. Entonces, vivamos en la virtud y en la fortaleza. Pero, antes de que me vaya, permitidme, señores, que diga unas palabras. Actualmente sería dificil encontrar tres Griseldas, o incluso sólo dos, en toda la ciudad. El oro que ellas representan está actualmente adulterado con latón, que si actualmente se pusiera a prueba el metal de la moneda (aunque parece ser buena), con más probabilidad se rompería en dos pedazos antes que si se doblase.
Así que, en honor de la Comadre de Bath (quiera Dios mantenerla a ella y a todo su sexo en el puesto de mando o las cosas irían demasiado mal), les cantaré una canción que espero les anime, pues me siento en forma. Descansemos pues de [hablar de] los asuntos serios. Ahora escuchad mi canción. Ahí va:
EPÍLOGO DE CHAUCER.
Griselda murió, también su paciencia.
están más muertos que un clavo de ataúd;
advierto a todos los maridos en audiencia
que no asalten en alud
de sus mujeres la paciencia, esperando encontrar
una Griselda; de seguro que quebrantan su testuz.
Vosotras, esposas de alta cuna, famosas por la prudencia.
Si dejaseis que la humildad clavara
vuestras lenguas, o bien a los estudiosos evidencia
dieseis, para que aquí os contara
un cuento más increíble que el de Griselda, de presencia tan cara.
¡Vigilad que Chichevache no fuese y os devorara!
Imitad a Eco, cuya propia voz no silencia,
su actitud es de antífona;
no os volváis insensatos de tanta inocencia.
Poned los pies al suelo, tomad el control
y fijad esta lección en vuestra conciencia;
bien general para todos brillará como el sol.
Vosotras, superesposas, alzaos en propia defensa.
Cada una es grande y fuerte como un camello.
¿Cómo permitís que un hombre os haga ofensa?
Y vosotras, esposas menores, aunque flojas en batalla,
sed feroces como tigres o diablos.
La brama fuerte, como el viento en los molinos, no falla.
¿Por qué debéis temer, o hacerles reverencia?
Pues si vuestro marido se cubre de malla,
las cortantes flechas de vuestra elocuencia
traspasarán su pectoral coraza y su dura pantalla.
Seguid mi consejo, sed celosas; no perdáis las agallas,
y le acobardará vuestra presencia.
Si sois bellas y hermosas, cuando otros estén presentes,
mostrad vuestras galas y belleza.
Si fueseis feas, utilizad la largueza
para ganar amigos y estar en su mente.
Sed alegres y ligeras como el viento de Oriente,
y dejad para él que se queje, preocupe, llore y lamente.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL ERUDITO.
Esto de llorar, quejarme, lamentarme y tener molestias de día y de noche es algo que conozco muy bien, como lo saben otros muchos hombres casados —dijo el mercader—, o, por lo menos, así lo creo, ya que es lo que me ocurre; lo sé muy bien. Tengo una esposa, la peor que podáis imaginar; si estuviese casada con el diablo, podría jurarlo: le superaría.
»Pero ¿de qué sirve daros ejemplos de su terrible genio?; ella es una arpía completa. Existe una gran y profunda diferencia entre la gran paciencia de Griselda y el rencor y los deseos de venganza que anidan en mi mujer. ¡Y un cuerno volvería yo a caer en la trampa si ahora fuese libre! Nosotros, los hombres casados, vivimos siempre angustiados y afligidos. ¡Probadlo si no, y veréis que os digo la verdad, por Santo Tomás de la India!
[236]
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»Este mal es de la mayoría, no digo de todos, Dios me perdone. ¡Ah, buen maese anfitrión!, creedme, no llevo casado más de dos meses; sin embargo, creo que ningán solterón de toda la vida pudiese empezar a relataros algo tan penoso como lo que podría yo contar aquí referido a la maldad de mi mujer. No, ni aunque me arrancaseis el corazón.
—Bueno, Dios os bendiga, mi querido mercader —dijo nuestro anfitrión—; ya que sabéis tanto del asunto, os pido encarecidamente que nos contéis algo de ello.
—Con mucho gusto —repuso él—, pero mi corazón está demasiado compungido para seguir hablando de mi propia aflicción.
Hace tiempo, en Lombardía vivía un noble caballero, nacido en Pavía, con gran prosperidad. Había permanecido soltero durante sesenta años, solazando su cuerpo con las mujeres que le gustaban, como suelen hacerlo estos insensatos mundanos. Ahora, sea por un acceso de piedad o de chochez —no sé decir cuál—, al pasar de los sesenta, a dicho caballero le entraron unas ganas irreprimibles de contraer matrimonio y se pasaba todos los días y todas las noches buscando a la mujer de sus sueños. Rezó a Dios para que le permitiese catar las delicias de la vida que consiguen marido y mujer cuando viven unidos por el sagrado vínculo con el que Dios unió a hombre y mujer.