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Authors: Geoffrey Chaucer

Cuentos de Canterbury (17 page)

BOOK: Cuentos de Canterbury
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TERMINA AQUÍ LA SEGUNDA PARTE Y EMPIEZA LA TERCERA.

No había pasado mucho tiempo cuando el rey Alla regresó a su castillo y preguntó por su esposa y su hijo. El corazón del condestable quedó helado, pero con palabras sencillas le contó todas las circunstancias que habéis oído y que he relatado lo mejor que he podido. Mostró al rey la carta con el sello diciéndole:

—Señor, he ejecutado exactamente lo que ordenaste bajo pena de muerte.

El mensajero fue torturado hasta que mencionó todos los lugares en los que había pernoctado y lo confesó todo desde el principio hasta el fin. De este modo, interrogado hábilmente y sacando las oportunas deducciones, llegaron a adivinar el origen del mal. No estoy seguro cómo lo hicieron, pero se descubrió la mano que había escrito aquella carta y todo el veneno que había vertido en ella. Al fin, como podréis leer en cualquier otra parte, Alla ejecutó a su madre en castigo a su traición. Fue así como Donegilda terminó mal. ¡Dios la maldiga!

No hay lengua capaz de relatar la pena que consumió a Álla día y noche, pensando en su mujer e hijo. Pero ahora volvamos a Constanza, quien Jesucristo así lo quiso— navegó a la deriva durante más de cinco años, llena de privaciones e incomodidades, hasta que su barco arribó a tierra firme. Al final, el mar arrojó a Constanza y a su hijo en las inmediaciones de un castillo pagano, cuyo nombre no sé encontrar en mi documentación. ¡Que Dios Todopoderoso, que salvó a la Humanidad, se acuerde de Constanza y su hijo, otra vez en poder de los paganos y una vez más —como pronto sabréis— a punto de morir! Muchos bajaron del castillo a contemplar boquiabiertos a Constanza y el barco. Una noche, el mayordomo del castillo (un felón y un renegado, ¡Dios le maldiga!) fue solo al barco y le dijo a ella que quería ser su amante, tanto si quería como si no.

La infortunada mujer se hallaba en el mayor de los apuros. Su hijo rompió a llorar y ella misma también derramó lágrimas copiosas, pero la Virgen acudió prestamente en su ayuda, pues en la furiosa lucha que tuvo lugar, el malvado perdió el equilibrio y cayó por la borda, recibiendo justo castigo, pues se ahogó en el mar. De esta forma Jesucristo conservó a Constanza sin mancha.

Ved los efectos despreciables de la lascivia, que no sólo debilita la mente, sino que llega a destruir el cuerpo. El resultado de los deseos lujuriosos no es más que la desgracia. ¡A cuántos se ve morir o ser destruidos, no por el acto en sí, sino por la intención de cometer este pecado!

¿Dónde pudo encontrar esta débil mujer las fuerzas para defenderse de ese renegado? A Goliat, con su inmensa estatura, ¿cómo pudo David derribarle?
[159]
. Tan joven y escasamente armado, ¿cómo osó mirar cara a cara a tan temible rostro? Es evidente que sólo por la gracia de Dios. ¿Quién dio a judit el valor y la osadía de degollar a Holofemes en su tienda y así librar del desastre al pueblo elegido? El mismo que dio a Constanza fuerza y vigor.

Su barco atravesó el estrecho que separa Gibraltar de Ceuta, y siguió navegando, a veces hacia Occidente, a veces hacia el Norte, el Sur o el Este, durante largos días, hasta que la Madre de Jesucristo (¡eternamente bendita sea!), en su infalible bondad, quiso que terminaran definitivamente las penalidades de Constanza.

Pero dejemos un rato a Constanza y pasemos a hablar del emperador. Por cartas procedentes de Siria se enteró de la masacre de los cristianos y del deshonor causado por aquella serpiente oculta en la hierba (quiero decir aquella malvada sultana que había hecho matar a todos y cada uno de los comensales del banquete). Debido a ello, el emperador mandó a su senador con un gran número de otros señores, espléndidamente equipados, para tomar cumplida venganza de los sirios. Durante muchos días quemaron, mataron y causaron enormes destrozos, pero al final pusieron rumbo a su patria y, según cuentan, navegaban en estilo principesco en su victorioso retorno a Roma cuando se encontraron con el barco que iba a la deriva con la pobre Constanza a bordo. El senador no tenía idea alguna de quién era o de cómo había llegado a tal estado, ni Constanza, por su vida, confesaría a nadie ni su rango ni su condición.

Se la llevó a Roma y puso a Constanza y a su hijito al cuidado de su mujer, con lo que pasaron a vivir con el senador. Así fue cómo Nuestra Señora libró a Constanza (como a muchos otros) del infortunio. Allí estaba destinada a vivir largo tiempo ocupada siempre en hacer buenas obras y, aunque la esposa del senador era su tía, no supo reconocer a Constanza. Pero no me vaya a entretener en eso y dejaré a Constanza al cuidado del senador, mientras vuelvo a referirme al rey Alla que está todavía penando por su mujer.

Para abreviar esta larga historia diré que un día el rey Alla sintió tal remordimiento por haber matado a su madre, que fue a Roma a someterse a la penitencia que el Papa quisiera imponerle y a pedir el perdón de Jesucristo por el mal que había hecho. Los correos que se adelantaron al séquito difundieron la noticia (que pronto se extendió por toda la ciudad de Roma) de que el rey Alla venía de peregrinaje. Al enterarse de ello, el senador, como solía, cabalgó a su encuentro con muchas personas de su familia, tanto para causarle impresión por su magnificencia como para mostrar sus respetos a un rey. El noble senador y el rey Alla intercambiaron cortesías y se obsequiaron mutuamente con gran hospitalidad. Un día o dos más tarde sucedió que el senador asistió a un banquete ofrecido por el rey. Si no estoy equivocado, el hijo de Constanza se hallaba entre los reunidos.

Algunos dicen que el senador llevó al niño al banquete a petición de Constanza. Todos estos detalles escapan a mi conocimiento, pero la cuestión es que estaba presente. La verdad es que era el deseo de su madre que el niño estuviera en presencia de Alla y viese la cara del rey durante la cena. Al ver al niño, el rey se sorprendió maravillado y, más tarde, preguntó al senador:

—¿Quién es aquel hermoso niño que está allí?

—Por Dios y por San Juan, que no tengo la menor idea —repuso el senador—. Tiene una madre, pero, que yo sepa, no tiene padre.

Y en pocas palabras contó a Alla cómo había sido hallado el niño.

—Y Dios sabe —prosiguió el senador— que de todas las mujeres terrenales, casadas o vírgenes, nunca vi o supe de alguna que fuera más virtuosa en toda mi vida. Me atrevería a asegurar que antes preferiría que un cuchillo le atravesara el pecho que ser una pecadora. No existe hombre que pudiera incitarla a cometer pecado.

Ahora bien, este niño era lo más parecido a Constanza que se puede imaginar. El rostro de Constanza estaba grabado en la memoria de Alla y empezó a preguntarse si, por alguna afortunada casualidad, la madre del niño podía ser su esposa. Suspirando en secreto se fue de la mesa lo más deprisa que pudo. «Dios mío —pensó—, estoy imaginando cosas; según toda lógica, mi mujer debe de hallarse en el fondo del mar.» Pero un momento más tarde, se contestó a sí mismo:

—¿Cómo sé que Jesucristo no ha podido traer a mi esposa hasta aquí, a través del mar, del mismo modo que Él la llevó a mi propio país desde donde vino?

Y por la tarde, Alla fue a la casa del senador para ver si esta milagrosa coincidencia podía ser cierta. El senador le hizo todos los honores y envió a buscar a Constanza a toda prisa. Cuando ella comprendió el motivo por el que la mandaban a buscar, podéis comprender fácilmente que no tuvo humor de bailar, pues realmente apenas si podía sostenerse en pie.

Cuando Alla vio a su mujer la saludó con cortesía, pero inmediatamente se derrumbó. Pues desde el primer momento que la vio, supo quién era realmente. Por su parte, a ella la pena la dejó clavada en el suelo y sin poder hablar, su corazón se le había parado de tanto dolor, pues recordó su crueldad. Dos veces se desmayó ante sus ojos, mientras él lloraba y trataba de explicarle entre sollozos:

—Que Dios y todos sus santos gloriosos se apiaden de mi alma —dijo—, pues tan inocente soy del daño que te han hecho como el que le han hecho a Mauricio, mi hijo, cuyo rostro es tu viva imagen; si no es así, que el diablo me lleve.

Las lágrimas y la angustia de ambos no se aplacaron pronto, pues sus tristes corazones tardaron todavía mucho en encontrar alivio. Rompía el alma verles llorar, pues sus lágrimas aumentaban su pena. Debo en este momento pediros que me disculpéis de mi tarea, pues he pasado todo el día describiendo su aflicción y ya estoy cansado de describir estas escenas tan melancólicas. Pero cuando al final se supo la verdad, que Alla era completamente inocente de todos los sufrimientos de ella, supongo que se debieron de besar cien veces al menos. Y entre ellos hubo una felicidad tal como no ha visto criatura alguna desde que empezó el mundo, excepto la alegría eterna.

Ella rogó a su esposo, muy humildemente, que, como compensación a sus largos y dolorosos sufrimientos, enviara una invitación especial a su padre, rogándole que le concediese el altísimo honor de venir a cenar a su casa. También le pidió que por ningún motivo dijese una palabra a su padre sobre ella.

Hay quienes aseguran que fue el niño Mauricio el que entregó el mensaje al emperador. Pero yo supongo que Alla no fue tan insensato como para enviar a un niño a una persona de tan soberano honor como el emperador, la gloria de la Cristiandad. Parece mejor suponer que fue él mismo en persona. El emperador tuvo la cortesía de consentir en ir a cenar, como se le pedía. Y he leído que miró fijamente al niño y pensó en su hija. Cuando Alla volvió a su alojamiento, dispuso todo lo necesario para preparar el banquete.

Llegado el día, Alla y su esposa se ataviaron y salieron alegremente a recibir al emperador. Fue entonces cuando Constanza vio a su padre en la calle. Ella se apeó del caballo y se arrojó a sus pies exclamando:

—Padre, ¿es que has olvidado a tu tierno retoño? Soy tu hija Constanza, a quien enviaste a Siria hace mucho tiempo. Pues soy yo, la que fue enviada a navegar y condenada a perecer. Ahora, querido padre, te pido una gracia: no me vuelvas a enviar a país pagano y agradece a éste, mi marido, la amabilidad que ha tenido conmigo.

¿Quién se ve capaz de describir la alegría que embargaba a los tres al reunirse? Pero debo terminar ya mi relato; el día ya casi termina y no quiero ocasionar ningún retraso. Esta gente feliz se sentó al banquete donde les dejaremos alegres y divertidos, mil veces más felices de lo que yo pueda decir.

Su hijo Mauricio, más adelante, fue hecho emperador por el Papa. Llevó una vida cristiana y aportó mucha gloria a la Iglesia. Pero dejaré esta historia colgada, pues mi relato trata únicamente de Constanza. La vida de Mauricio la podéis encontrar en las viejas historias romanas. Yo la he olvidado.

El rey Alla escogió el momento oportuno y regresó a Inglaterra por el camino más rápido, llevándose consigo a su dulce y santa esposa Constanza. Allí vivieron en paz y felicidad. Ahora bien, yo os aseguro que la felicidad terrena dura sólo breve tiempo; cambia como la marea, pasando de la noche al día.

¿Quién ha vivido un solo día en completa felicidad, sin verse sacudido por la conciencia, la ira, el deseo, la envidia, el orgullo, la pasión, el daño o por alguna especie de temor? Únicamente lo menciono para poner de relieve que la felicidad de Alla con Constanza sólo duró una temporada en alegría y satisfacción plenas pues la muerte, que elige a sus víctimas entre los poderosos y los humildes, se llevó al rey Alla de este mundo al cabo de un año aproximadamente. Constanza sintió un gran desconsuelo —¡que Dios la bendiga!—, y luego se encaminó a Roma, donde esta santa criatura encontró a sus amigos en perfecta salud. Sus aventuras habían terminado. Cuando estuvo frente a su padre, cayó de rodillas al suelo llorando tiernas lágrimas, pero con el corazón lleno de felicidad, dando alabanza a Dios cien mil veces. Vivieron padre e hija virtuosamente, dando muchas limosnas, y no se separaron ya más hasta que la muerte lo hizo.

Ahora, adiós; mi relato ha terminado. ¡Que Jesucristo, que tiene poder para enviar alegría después de las penas, nos mantenga en gracia de Dios y nos guarde a todos los que estamos aquí! Así sea.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MAGISTRADO.

Epílogo

El hospedero se incorporó sobre los estribos y exclamó:

—Hombres de Dios, escuchad todos. Éste ha sido un relato provechoso y adecuado. Señor cura, por los huesos de Cristo, contadnos algo, mientras seguimos nuestro camino. Vosotros los estudiosos estáis llenos de saber, que resulta beneficioso y agradable a Dios.

El cura le contestó:

—¡Dios Santo! ¿Por qué este hombre blasfema de este modo tan pecaminoso?

El anfitrión le replicó:

—¿Estás aquí, Jenkin? Olfateo un Lolardo en el viento. Escuchadme, hombre de Dios, no os escapéis, por la Pasión de Cristo. Prédica tenemos. Este Lolardo quiere sermoneamos. El marino exclamó:

—De ninguna manera. Éste no predicará. No nos cansará con sus explicaciones sobre el Evangelio. Aquí todos creemos en Dios. Empezaré con relatos heréticos y a sembrar cizaña entre nuestro limpio trigo. Por tanto, hospedero, te aviso de antemano: este insignificante menda tiene cuento que contar. Os haré campanas tan alegres que despertaré a toda la concurrencia. No trataré sobre temas filosóficos, ni médicos ni términos legales. En mi buche encontraréis muy poco latín.

SECCIÓN TERCERA
Prólogo de la comadre de Bath
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Si no existiera libro alguno que tratase del tema
[161]
, mi expenencia personal me daría perfecto derecho a hablar de las penas del matrimonio; pues, señoras y caballeros, desde mis doce años —¡loado sea Dios sempiterno! me he casado ya cinco veces por la Iglesia (si se me hubiera permitido casarme con tanta frecuencia). Cada uno de mis maridos fue una persona de categoría dentro de su propia esfera.

Ciertamente, no hace mucho me dijeron que como Jesucristo sólo asistió a una boda una vez, en Caná de Galilea, con tal precedente Él me demostró que yo no debería haber contraído matrimonio más de una vez. Tened también en cuenta las duras palabras que Jesús, Dios y Hombre, pronunció en cierta ocasión junto a un pozo al reprochar a la mujer de Samaria: «Tú has tenido cinco maridos, y aquel con el que ahora vives no es tu mando»
[162]

En verdad, ésas fueron sus palabras, pero se me escapa el significado que Él quiso dar a semejante afirmación. Me limito a preguntar lo siguiente: ¿Por qué el quinto hombre no era el marido de la samaritana? ¿Cuántos podía tener ella en matrimonio? En toda mi vida no he oído jamás que se concretase la cantidad. La gente puede suponer e interpretar lo que quiera; todo lo que yo sé con certeza es que Dios nos mandó crecer y multiplicarnos
[163]
: un texto excelente que entiendo a la perfección. Y sé también muy bien que Él afirmó que mi marido debería dejar padre y madre y tomarme
[164]
. Pero sin hacer mención alguna de la cantidad, de bigamia o de octogamia; por tanto, ¿por qué la gente debe hablar de ello como si fuese algo malo?

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