Cuentos de Canterbury (2 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Nos acompañaba también un Fraile mendicante, un festivo y alegre distrital de aspecto solemne. No existía en las cuatro Ordenes mendicantes
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nadie que le superase en adulación y chismorreo. Había financiado el matrimonio de muchas jóvenes
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. Era una firme columna de su Orden. Se le tenía en gran consideración y recibía el trato familiar de los hacendados de toda la zona, así como de las señoras ricas de la ciudad. Tenía más poder de absolución que un simple párroco: era licenciado de su Ordene
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. Escuchaba las confesiones con dulzura y absolvía con gusto, si estaba seguro de obtener un buen rancho. La generosidad con una Orden mendicante era, para él, la mejor señal de una buena confesión. Ante la dádiva se vanagloriaba de conocer el arrepentimiento de un hombre. A tanto llega la dureza de corazón, que mucha gente, aun con remordimiento sincero, no puede llorar. Por consiguiente, las oraciones y lágrimas pueden ser sustituidas por la entrega de dinero a los pobres frailes. Llevaba siempre la capucha cargada de cuchillos y agujas para hermosas mujeres.

¡Qué agradable era su voz! Podía cantar y tocar el violín a la perfección y entonaba las baladas como el mejor. Su cuello, blanco como un lirio, escondía la fortaleza de un luchador. Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón mejor que a los leprosos y mendigos. No resultaba adecuado a un hombre de tan distinguida posición alternar con enfermos leprosos ni era conveniente ni lucrativo tratar con semejante puma; pero sí con mercaderes y acomodados. Por esto ofrecía humilde y amablemente sus servicios allí donde podía sacar tajada.

Era el más capacitado de todos y el más efectivo mendicante de su comunidad. Pagaba una cantidad fija por tener el territorio donde mendigaba; ningún miembro de su fratemidad «trabajaba» furtivamente en sus dominios.

Aunque se topara con una viuda sin zapatos, tan persuasivo resultaba su
In Principio
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que siempre obtenía alguna pequeña dádiva antes de partir. Lo que recogía superaba con creces a sus ingresos legales.

En los días en que había que arreglar querellas domésticas era de gran ayuda. Tenía aspecto de maestro o Papa, no el de un monje con hábito raído como de estudiante.

Su capa era doble, redonda como campana recién salida del molde. Tartamudeaba un tanto, con cierto amaneramiento para hacer su inglés más atractivo. Cuando tocaba el arpa y terminaba su canción le brillaban los ojos bajo las cejas como estrellas en noche de helada. Este singular fraile se apellidaba Hubert.

Había también un Mercader de barba partida, de vestido multicolor, montado en silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas. Sobre la cabeza, un sombrero flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos beneficios que obtenía. Deseaba que los mares entre Middleburg y Orwell
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quedaran navegables a cualquier precio.

Era un experto en el cambio de escudos. Este distinguido mercader utilizaba su cerebro en provecho propio. Todos ignoraban que estaba adeudado (tan dignamente ejecutaba sus transacciones y peticiones de crédito). Era un personaje notable, pero, en verdad, no recuerdo su nombre.

También estaba un Erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando lógica
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. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta muy raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco mundano para ejercer un empleo.

Prefería tener en la cabecera de su cama los 20 libros de Aristóteles encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A pesar de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y erudición todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba activamente por las almas de los que le facilitaban dinero para proseguir su formación. Dedicaba la máxima atención y cuidado al estudio.

Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siempre con circunspección, brevedad y concisión, y selecto vocabulario. Sus palabras impulsaban hacia las virtudes morales. Disfrutaba estudiando y enseñando.

No faltaba también un Magistrado
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, prudente y habilidoso, que frecuentaba los porches
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, y era muy conocido, discreto y distinguido; o al menos así lo parecía; sus palabras rezumaban sabiduría. Había actuado como juez en los procesos por real decreto y tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los casos; por su saber y reputación se había hecho acreedor a muchos regalos y vestidos. Nunca compró nadie propiedades por tan poco; los asuntos más embrollados los clarificaba y dejaba libres de carga.

Era el más ocupado de los mortales y, sin embargo, todavía lo parecía más de lo que en realidad lo estaba. Conocía todos los casos legales y decisiones que se habían dictaminado en los procesos desde los tiempos de Guillermo el Conquistador
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. Se sabía las leyes de memoria.

Integraba también el grupo un Terrateniente, de barba blanca como pétalos de margarita. Era de temperamento sanguíneo
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. Por las mañanas le apetecía pan remojado en vino.

Si Epicuro sostenía que la plenitud de la felicidad consistía en el deleite perfecto, nuestro terrateniente era verdadero hijo suyo. En su casa ejercía la hospitalidad en sumo grado. Era el San Julián
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de su comarca. Su pan y cerveza poseían una calidad exquisita. Su bodega estaba repleta de vinos selectos. La despensa rebosaba de tortas, pescados, carne… Inundaba la casa de alimentos y bebidas con todos los refinamientos que imaginarse puedan y variaba los platos y comidas de acuerdo con las distintas estaciones del año.

Poseía muchas perdices, bien criadas, en pequeñas jaulas, así como peces de agua dulce, brecas y lucios, en un estanque. ¡Ay del cocinero si no condimentaba la salsa fuerte y picante y no estaba preparado para cualquier contingencia! Su comedor siempre se hallaba dispuesto a acoger posibles comensales.

Presidía frecuentemente las sesiones de los jueces de paz y a menudo había sido elegido representante por su condado
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. De su cinto colgaba una pequeña daga y una bolsa blanca cual leche recién ordeñada. Había desempeñado también el cargo de sheriffy de supervisor en el pago de impuestos. En resumen, era un respetabilísimo terrateniente.

Entre los demás se hallaban un Mercero, un Carpintero, un Tejedor, un Teñidor y un Tapicero, todos ataviados con librea uniforme, perteneciente a un gremio poderoso y honorable. Su atuendo era nuevo y recién repasado; sus dagas no terminaban en latón, sino que estaban delicadamente montadas con plata forjada cincelada, haciendo juego con sus cinturones y bolsas
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. Cada uno parecía un auténtico ciudadano de burgo, digno de tener un lugar en el estrado de la casa consistorial y su capacidad y buen juicio, aparte de suficientes posesiones e ingresos, para ostentar el cargo de concejal. Para esto todos ellos contarían con el entusiasta asentimiento de sus esposas —de lo contrario, dichas señoras merecerían total reprobación. Pues resulta muy agradable ser llamada «Doña» y desfilar en primer lugar en las fiestas de la iglesia y que le lleven a una el manto con gran pompa. Habían llevado con ellos, para tal ocasión, a un Cocinero que se quedaba solo cuando hervía pollo con huesos de tuétano, sazonándolo con pimienta y especias. ¡Y lo bien que conocía el sabor de la cerveza de Londres!
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. Sabía asar, freír, hervir, tostar, hacer guisos y repostería. Pero era una verdadera lástima que tuviera una supurante úlcera en la espinilla, o al menos así pensaba yo, pues hacía budín de arroz condimentado con salsa blanca con los ejemplares de pollo más selectos.

Se encontraba, además, en el grupo un Marino que vivía en la parte occidental del país; me imagino que procedía de Dartmouth
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. Cabalgaba lo mejor que podía, montado sobre un caballo de granja y vestía una túnica de basta sarga que le llegaba a las rodillas. Bajo el brazo llevaba una daga colgada de una correa que le rodeaba el cuello. El cálido verano había tostado su piel; era todo un pillastre, capaz de echarse al coleto cualquier cantidad de vino de Burdeos mientras los mercaderes dormían. No tenía escrúpulos de ningún género: si luchaba y vencía, arrojaba a sus prisioneros por la borda y les enviaba a casa por mar, procedieran de donde fuera. Desde Hull a Cartagena
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no había quien le igualara en conocimientos marinos para calcular mareas, corrientes y calibrar los peligros que le rodeaban; o en su experiencia de puertos, navegación y cambios de la Luna. Era un aventurero intrépido y astuto; su barba había recibido el azote de muchas tormentas y galemas. Conocía todos los puertos existentes entre Gottland (Suecia) y el cabo Finisterre y todas las ensenadas
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de Bretaña y España. Su barco se llamaba
Magdalena
.

Nos acompañaba un Doctor en Medicina. No tenía rival en cuestiones de medicina y cirugía, pues poseía buenos fundamentos en astrología. Estos conocimientos le permitían elegir la hora más conveniente para administrar remedios a sus pacientes; y tenía gran destreza en calcular el momento más propicio para fabricar talismanes para sus clientes
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. Sabía diagnosticar toda suerte de enfermedades y decir qué organo o cuál de los cuatro humores —el caliente, el frío, el húmedo o el seco— era el culpable de la dolencia. Era un médico modelo. Tan pronto como descubría el origen de la perturbación, daba allí mismo al enfermo la medicina correspondiente, pues tenía sus farmacéuticos a mano para suministrarle drogas y jarabes. De este modo cada uno actuaba en beneficio del otro —su asociación no era reciente. El Doctor estaba muy versado en los autores antiguos de la clase médica
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: Esculapio, Dioscóndes, Rufo, Hall, Galeno, Serapio, Rhazes, Avicena, Averroes, Damasceno, Constantino, Bernardo, Gaddesden y Gilbert. Era moderado para su propia dieta: no contenía nada superfluo, sino sólo lo que era nutritivo y digestivo. Raramente se le veía con la Biblia en las manos. Vestía ropajes de color rojo sangre y azul grisáceo, forrados de seda y tafetán; sin embargo, no era ningún manirroto, sino que ahorraba todo lo que ganaba gracias a la peste
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. En la medicina, el oro es un gran reconstituyente; y por eso le tenía un afecto especial.

Entre nosotros se hallaba una digna Comadre que procedía de las cercanías de la ciudad cle Bath
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; por desgracia, era un poco sorda. Tejiendo telas llegaba a superar incluso a los famosos tejedores de Ypres y Gante. Ninguna mujer de su parroquia osaba adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se atrevía, se enojaba hasta perder los estribos. Sus pañuelos eran del más fino lienzo; y me atrevo a decir que el que llevaba los domingos sobre la cabeza pesaba diez libras. Sus medias eran del más hermoso color escarlata y las llevaba tensas; calzaba relucientes zapatos nuevos; su rostro era bello; su expresión, altanera, y su talante, gracioso. Toda su vida había sido una mujer respetable. Se había casado consecutivamente por la Iglesia con cinco maridos, sin contar sus varios amores de juventud, de los que no es preciso hablar ahora. Había visitado Jerusalén tres veces y cruzado muchísimos ríos del extranjero; había estado en Roma, en Boulogne, en la catedral de Santiago de Compostela y en Colonia
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, por lo que sabía muchísimo de viajes. Por cierto que tenía los dientes separados
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. Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino y cubría su cabeza con una toca y un sombrero que más parecía un escudo o coraza. Una falda exterior cubría sus anchas caderas, mientras que en sus talones llevaba un par de puntiagudas espuelas. Cuando tenía compañía, reía con sonoras carcajadas. Sin duda conocía todos los remedios para el amor, pues en ese juego había sido maestra.

Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, Párroco de una ciudad, pobre en dinero, pero rico en santas obras y pensamientos. Era, además, hombre culto, un erudito que predicaba la verdad del Evangelio de Jesucristo y enseñaba con devoción a sus feligreses. De carácter apacible y bonachón, buen trabajador y paciente en la adversidad —pues había estado sometido con frecuencia a duras pruebas—, se sentía reacio a excomulgar
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a los que dejaban de pagar el diezmo. A decir verdad, solía repartir entre los pobres de su parroquia lo que le habían dado los ricos, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las arreglaba para vivir con muy poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas casas y muy distantes entre sí, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio le impedían ir a pie, con la vara en la mano, a visitar a sus feligreses más alejados, tanto si eran de alta alcurnia como de baja condición. A su grey le daba el hermoso ejemplo de practicar, luego predicar. Era un precepto que había sacado del Evangelio, al que añadía este proverbio: «Si el oro puede oxidarse, ¿qué es lo que hará el hierro?» Pues si el cura en el que confiamos está corrompido, nadie debe maravillarse de que el hombre corriente se corrompa también. ¡Que tomen nota los sacerdotes! ¿No es una vergüenza que el pastor se halle cubierto de estiércol mientras sus ovejas están limpias?

Al sacerdote corresponde dar ejemplo a su rebaño con una vida pura y sin mácula. Él no era de los que recogían su beneficio y dejaban a las ovejas revolcándose en el fango mientras coman a la catedral de San Pablo en Londres en pos de una vida fácil, como una chantría, en la que, les pagaran para cantar misas por el alma de los difuntos, o una capellanía en uno de los gremios, sino de los que permanecían en casa vigilantes sobre su rebaño para que el lobo no le hiciese daño. Era un pastor de ovejas, no un sacerdote mercenano
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. Pero, a pesar de su virtud, no despreciaba al pecador. Su forma de hablar no era ni distante ni severa; al revés, se mostraba considerado y benigno al impartir sus enseñanzas. Se esforzaba en ganar adeptos para el cielo mediante el ejemplo de una vida modélica. Sin embargo, si alguien —sin importarle su rango— se empeñaba en ser obstinado, jamás dudaba en propinarle una severa amonestación. Me atrevería a decir que no existe en parte alguna mejor sacerdote. Nunca buscaba ser objeto de ceremonias o de especial deferencia, y su conciencia no era excesivamente escrupulosa. Enseñaba, es verdad, el Evangelio de Jesucristo y sus doce Apóstoles; pero él era el primero en cumplirlo al pie de la letra.

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