Cuentos de Canterbury (37 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Pero no bien hubo comentado esto rompió a llorar. Luego añadió:

—Mientras haya aliento en ti, te prohibo, bajo pena de muerte, que hables con nadie de este asunto yo soportaré mi aflicción lo mejor que sepa, y no des muestras de tristeza, no sea que la gente adivine o sospeche que algo pasa.

Entonces mandó venir a un escudero y a una criada. —Id con Dorígena —dijo él— y llevadla enseguida a donde ella desee ir.

Ellos se despidieron y partieron, pero sin saber la causa o el porqué ella iba allí. El no quiso comunicar a nadie la intención que llevaba.

Muchos de vosotros pensaréis quizá que fue estúpido poniendo a su mujer en una situación tan peligrosa como ésa, pero escuchad la historia antes de que lloréis por ella. Puede haber salido mejor librada de lo que pensáis; juzgad vosotros mismos cuando hayáis oído el relato.

Aurelio, el escudero que tan enamorado estaba de Dorígena, la encontró casualmente en medio de la calle más concurrida de la ciudad mientras ella se preparaba para dirigirse directamente al jardín donde había efectuado su promesa. Él también se dirigió al jardín, pues mantenía vigilancia y sabía cuándo ella se ausentaba de su casa para dirigirse a alguna parte. Pero sucedió que, fuese por casualidad o debido a la Providencia, se encontraron. El la saludó alegremente y le preguntó hacia dónde se dirigía. Y ella replicó, casi como si estuviera loca:

—Al jardín tal y como me dijo mi esposo, para mantener mi promesa. ¡Ay de mí! ¡Pobre de mí!

Al oír esto, Aurelio empezó a asombrarse y en su corazón sintió una gran compasión por ella y por su pena, así como por Arveragus, el noble caballero que le había pedido que ella cumpliese su promesa, pues no podía tolerar ni soportar que su esposa quebrantase la palabra dada. Esto tocó su corazón hasta tal punto que, considerándolo todo, creyó que era mejor negarse el placer de cometer un acto tan malvado Y ruin ante tan generosa magnanimidad. Por lo que dijo esas pocas palabras:

—Señora, decid a vuestro marido Arveragus que habiendo yo visto su gran magnanimidad hacia vos y habiendo visto también vuestra desazón y sabiendo que él preferiría ver su deshonor —lo que sería mil veces de lamentar— antes que contemplar cómo vos quebrantáis la palabra que me disteis, que más prefiero sufrir eterno tormento que romper el amor que vosotros dos os profesáis. Señora, os devuelvo la palabra y os relevo de todo compromiso hacia mí que hubieseis pronunciado desde que nacisteis. Os doy mi palabra de que nunca os reprocharé no haber cumplido promesa alguna. Aquí me despido de la mejor y más fiel mujer que he conocido en toda mi vida.

¡Que todas las mujeres vayan con cuidado al prometer algo! Por lo menos que se acuerden de Dorígena. No hay duda de que un escudero puede comportarse con tanta nobleza como un caballero. Arrodillada, ella le dio las gracias y se fue hacia su casa, donde al llegar le contó a su esposo todo lo que os he relatado.

Os aseguro que estuvo complacido de tal forma, que me resulta imposible describirlo. ¿Por qué debo alargar el cuento? Arveragus y su esposa, Dorígena, vivieron en perfecta felicidad hasta el fin de sus días. Nunca más hubo diferencias entre ellos, ni entonces ni más tarde. Él la cuidó y la mimó como a una reina y ella le fue fiel por siempre jamás. Y esto es todo lo que, sobre esos dos, sabréis de mí.

Habiendo perdido todo su capital, Aurelio empezó a maldecir el día que había nacido.

—¡Ay de mí! —decía—. Ojalá no hubiese prometido a aquel astrólogo mil libras de peso de oro fino. ¿Qué haré? Por lo que veo, estoy completamente arruinado; tendré que vender mi herencia y ponerme a mendigar. No puedo vivir más aquí y perjudicar a todos los míos en esta ciudad, salvo que le pueda convencer de que me tenga cierta indulgencia. Sin embargo, trataré de convencerle de que acepte un pago anual a plazo fijo y le agradeceré su gran amabilidad. Y no le fallaré: cumpliré mi promesa.

Con el corazón encogido se fue al arcón donde guardaba su tesoro y llevó oro por un valor aproximado de quinientas libras al astrólogo rogándole que tuviese la generosidad de darle tiempo para pagarle el resto.

—Maestro —le dijo—, puedo alardear de que jamás he faltado a mi palabra hasta la fecha. Mi deuda con vos será pagada pase lo que pase, aunque tenga que ir a mendigar por ahí, sin nada más que mi chaqueta. Pero si me concedéis —con garantía— un respiro de dos o tres años, entonces podré hacerlo; de otro modo tendré que vender mi herencia; no digo más.

—¿Acaso no he cumplido mi trato con vos? —repuso el astrólogo con semblante serio al oír estas palabras.

—Si, por cierto. Bien y fielmente —añadió el escudero.

—¿Y no habéis disfrutado de vuestra dama como deseabais?

—No —contestó él—. No. Y suspiró tristemente.

—¿Por qué no? Decidme la razón si podéis.

Entonces Aurelio empezó su relato y se lo contó todo, como ya me habéis oído contarlo, por lo que no hace falta volverlo a repetir.

Habló así:

Arveragus, en su magnanimidad, antes hubiese muerto de pena y vergüenza que permitir que su mujer faltase a su palabra dada.

También le contó lo afligida que estaba Dorígena, cuán mal le sabía ser una esposa infiel, tanto que hubiera preferido morir allí mismo; que ella le había dado aquella palabra con toda la inocencia, no habiendo sabido jamás de ilusiones mágicas.

—Esto hizo que me compadeciera tanto de ella —continuó Aurelio—, que, con la misma largueza con que él me la envió, con la misma largueza se la devolví. Esto es todo. No tengo más que decir.

Amigo mío —replicó el filósofo—, cada uno de vosotros ha actuado con nobleza respecto al otro. Vos sois un escudero; él, un caballero. Pero que Dios no permita que un estudioso (como yo) deje de portarse tan noblemente como cada uno de vosotros. ¡No temáis! Os perdono, señor, vuestras mil libras como si ahora empezarais a existir y jamás hubieseis puesto los ojos sobre mí. Señor, no tomaré ni un penique de vos ni por mis mañas ni por mi trabajo. Vos ya pagasteis generosamente mi estancia [aquí]. Ya es suficiente. Adiós. Id con Dios.

Y montó en su caballo y partió.

Ahora, caballeros, quisiera preguntaros: ¿cuál de ellos os parece el más generoso de todos? Decídmelo antes de proseguir nuestro viaje. Yo ya no digo más. El cuento ha terminado.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL TERRATENIENTE.

SECCIÓN SEXTA
El cuento del doctor en medicina
[285]

Según Tito Livio, hubo una vez un caballero de gran honor y distinción, rico en amigos y muy acaudalado. El caballero tuvo de su esposa una única hija. Esta hermosa muchacha sobrepasaba a todas las demás en la perfección de su belleza, pues la Naturaleza la había moldeado con un cuidado especial como para pavonearse diciendo: «Mirad. Así es cómo yo, la Naturaleza, puede dar forma y color a una criatura viviente cuando me lo propongo. ¿Quién puede imitarme? Ni Pigmalión, aunque esculpiese, pintase, forjase y martillease eternamente, y me atrevo a decir que si Apeles y Zeuxis
[286]
se atreviesen a intentar falsificarme, trabajarían en vano martilleando, forjando, pintando y esculpiendo. Pues nada menos que el Creador fue el que me nombró su Vicario General para dar forma y color a las criaturas terrenas exactamente como me plazca. Todas las cosas, tanto en luna menguante como en luna creciente, están a mi cuidado. No pido nada por mi trabajo, pues mi Maestro y yo estamos totalmente de acuerdo. Yo la hice para el culto de mi Maestro, del mismo modo que hago a mis otras criaturas en la forma y el color que sean.»

Esto es lo que me pareció que la Naturaleza me decía.

La muchacha en quien la Naturaleza tanto se complació tenía catorce años de edad, y así como ella pinta al lirio de color blanco y a la rosa la hace roja, del mismo modo pintó las hermosas extremidades de esta bella criatura con estos colores en los lugares adecuados, antes de que ella naciese; y Febo tiñó sus gruesas trenzas del color de sus rayos. Pero si su belleza era perfecta, era ella mil veces más virtuosa y no carecía de ninguna cualidad de las que elogia el discemimiento. Era casta de cuerpo y alma, por lo que su virginidad florecía plenamente en humildad, abstinencia, paciencia, templanza y modestia en el vestir y en el comportamiento. Podía decirse que era tan sabia como Palas; sin embargo, sus respuestas eran siempre circunspectas y su conversación sencilla y femenina, pues no utilizaba circunloquios para parecer culta. Cuando hablaba, jamás se daba importancia; todo lo que decía proclamaba su virtud y buena crianza. Era tímida, con timidez de doncella; su corazón era firme y siempre estaba ocupada para mantenerse apartada del ocio y de la holganza. Baco, el dios de los borrachos, no ejercía ningún dominio sobre su boca, pues el vino y la juventud aumentan la lujuria, como el aceite y la grasa arrojados sobre el fuego.

Movida únicamente por su natural bondad, frecuentemente simulaba estar enferma para evitar hallarse en lugares donde se cometían tonterías, como en fiestas, verbenas y bailes, en donde la ocasión de flirtear es grande. Tales cosas, como sabéis, abren demasiado los ojos de los niños y les torna precoces. Este ha sido siempre el mayor peligro, pues una muchacha pronto se halla versada en osadías cuando pasa a convertirse en mujer.

No os ofendáis por mis palabras vosotras, damas de mediana edad que tenéis a vuestro cargo a las hijas de personas de calidad; recordad que os las han puesto a vuestro cuidado por una de dos razones: o porque vosotras mismas habéis sabido guardar vuestra propia castidad, o bien porque fuisteis frágiles y caísteis y, por consiguiente, conocéis muy bien el juego y, por ende, habéis abandonado para siempre el mal camino. Por tanto, por Dios, procurad instruirlas, sin cesar, en la virtud. Un ladrón de venados que ha jurado abandonar su vieja profesión resulta mejor guarda jurado que nadie. Guardad, pues, muy bien a vuestras pupilas, pues si queréis, podéis, y procurad no entregaros a ninguna clase de vicio para no resultar condenadas por vuestra malvada connivencia. Prestad mucha atención a lo que voy a decir: de todas las traiciones, la más pestilente y más condenable es la traición a la inocencia.

Vosotros, padres y madres, si tenéis uno o más hijos, recordad que la responsabilidad de su vigilancia es vuestra, mientras están bajo vuestro cuidado. Atended pues, si por culpa de vuestros ejemplos o por vuestra negligencia en corregirles sucumben, me atrevo a asegurar que lo pagaréis muy caro. Muchos carneros y ovejas han sido destrozados por el lobo, por ser su pastor descuidado y perezoso. Pero un ejemplo es más que suficiente por ahora, debo volver a mi relato.

La muchacha cuya historia voy a contar era su propia salvaguarda y no necesitaba institutriz, pues en la vida que llevaba, otras podían leer como en un libro las palabras y acciones que más convienen a una doncella virtuosa. Tan buena y prudente era, que la fama de su belleza y su extraordinaria bondad se extendieron por todas partes, hasta que por todo el país todos los amantes de la virtud cantaban sus elogios (con la única excepción de la Envidia, que se apena con la felicidad de los demás y celebra alegremente sus penas y desgracias). Este ejemplo es de San Agustín.

Un día la muchacha fue a la ciudad con su amada madre, como suelen hacer las muchachas jóvenes, para efectuar una visita al templo. Sucedió que en aquella ciudad vivía por aquel entonces un juez, gobernador del distrito. Casualmente su mirada se detuvo en la muchacha, que pasaba por delante de donde él estaba, y se fijó en ella. Inmediatamente quedó tan impresionado por su belleza, que su corazón le dio un vuelco y sus pensamientos tomaron una nueva dirección. Dijo para sí:

—Esta chica debe ser mía, no importa cómo.

Entonces el diablo penetró en su corazón en un santiamén y le mostró cómo podría conquistar a la muchacha para sí mediante una estratagema.

Supo desde el principio que ni la fuerza ni el soborno podrían serle de ayuda, pues ella tenía amigos poderosos; además, si ella había vivido una vida sin tacha durante tanto tiempo, sabía perfectamente bien que nunca podría conseguirla induciéndole al pecado con su cuerpo. Por lo que después de deliberar consigo mismo durante bastante tiempo, envió a buscar a uno de sus parásitos que vivía en la ciudad y sabía que era un tipo muy osado y astuto. Luego, en estricta confidencia, este juez contó al hombre su propósito, haciéndole jurar que nunca lo repetiría a nadie bajo pena de ser decapitado. Cuando el tipo dio su asentimiento al perverso plan, el juez, encantado, le prodigó gracias, halagos y le entregó ricos y costosos presentes.

Una vez que su ingenioso ardid —que pronto os explicaré— para satisfacer su lascivia había sido acordado hasta el menor pequeño detalle, este tipo, que se llamaba Claudio, volvió a casa. Y el nada honrado juez, Apio (tal era su nombre, pues esto no se trata de una leyenda, sino de una anécdota histórica conocidísima: no hay duda de que esto es cierto en lo esencial), rápidamente se puso a trabajar para efectuar todo lo necesario a fin de acelerar la consumación de su deseo.

Por ello, según el relato, pocos días después, mientras el disoluto juez se hallaba juzgando diversos casos, aquel pérfido tipo corrió hacia él y le dijo:

—Os suplico, señoría, hagáis justicia en esta pequeña localidad por la que elevo una queja contra Virginio; si él dice que no es verdad, lo demostraré y presentaré fidedignos testigos que confirmen la veracidad de mi petición.

—No puedo dar un juicio definitivo sobre esto en su ausencia —le replicó el juez—. Que lo manden comparecer ante mí y escucharé vuestro caso con mucho gusto. Tú tendrás plena justicia y no se cometerá injusticia.

Virginio se presentó para averiguar la decisión del juez, y la villana petición le fue leída inmediatamente. En esencia venía a decir esto:

«A Su Excelencia, Apio. Señoría: Vuestro humilde criado Claudio se presenta para afirmar que el caballero llamado Virginio retiene contra la ley, la equidad y mi expreso deseo, a mi criada y legítima esclava, que me fue robada de mi casa una noche, cuando todavía era de tiema edad. Puedo presentar pruebas, Señoría, para demostrar esto a vuestra satisfacción. Ella no es su hija, diga él lo que diga. Por consiguiente, os ruego, mi señor juez, que me entreguéis a mi esclava, por favor.» Esta era, en esencia, su solicitud.

Virginio se quedó atónito mirando al individuo, pero antes de que pudiese dar su propia versión o demostrar, por su palabra de caballero o por el testimonio de muchos testigos, que todo lo que su adversario decía era falso, el infame juez rechazó de plano esperar más o incluso escuchar una sola palabra de Virginio y emitió el siguiente veredicto:

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