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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (10 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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Cada vez que se plantaba en el último escalón, agarrando el saco para las conchas con una mano y el cable de seguridad con la otra, acudía a su mente la misma idea.

Estaba dejando el mundo que conocía; pero ¿era para una hora... o para siempre?

Abajo, en el fondo del mar, estaban las riquezas y la muerte, y uno no podía estar seguro de cuál de las dos cosas le esperaba allí. Lo más probable es que fuera un día más de trabajo pesado y sin incidentes, como lo eran la mayoría de los días de la vida monótona del pescador de perlas. Pero Tibor había visto morir a uno de sus compañeros al enredarse el tubo del aire en la hélice del
Arafura
. Y había sido testigo de la agonía de otro, víctima de la enfermedad de los buzos. En el mar, nada era nunca seguro o cierto. Uno se arriesgaba con los ojos abiertos.

Y si perdía, de nada servían las lamentaciones.

Se apartó de la escalera, y el mundo del sol y el cielo dejó de existir. Debido al peso del casco, tuvo que agitar frenéticamente los pies para mantener el cuerpo vertical. Sólo podía distinguir una niebla azul y amorfa al hundirse hacia el fondo. Esperó que Blanco no tirase demasiado pronto del cable de seguridad. Tragando saliva y bufando, trató de despejar los oídos al aumentar la presión. El derecho se «destapó» con bastante rapidez, pero un dolor punzante, insoportable, aumentó rápidamente en el izquierdo, que lo molestaba desde hacía varios días. Metió la mano debajo del casco, se tapó la nariz y sopló con toda su fuerza.

Hubo una brusca y silenciosa explosión dentro de su cabeza y el dolor cesó al instante. Ya no tendría más dificultades en esta inmersión.

Tibor tocó el fondo antes de verlo.

Su visión hacia abajo era muy limitada pues no podía inclinarse sin correr el riesgo de que se inundase el casco. Podía ver a su alrededor, pero no inmediatamente debajo de él. Lo que contempló era tranquilizador en su monotonía: un llano cenagoso y ligeramente ondulado que se difuminaba a unos tres metros de distancia. A un metro a su izquierda, un pececillo mordisqueaba un trozo de coral del tamaño y la forma de un abanico. Esto era todo. Aquí no había belleza ni era un lugar de ensueño submarino. Pero había dinero. Y eso era lo que importaba.

El cable de seguridad dio un ligero tirón al empezar a derivar en la dirección del viento, moviéndose de lado sobre el sector, y Tibor empezó a avanzar con el paso saltarín y lento que le imponía la ingravidez y la resistencia del agua. Como buzo número dos, trabajaba desde la proa. En medio estaba Stephen, todavía algo inexperto, y a popa Billy, el primer buzo. Los tres hombres raras veces se veían cuando estaban trabajando; cada uno tenía su propio territorio que explorar, mientras el
Arafura
se deslizaba en silencio a favor del viento. Sólo en los extremos de los zigzags que trazaban, a veces se veían de refilón como vagas sombras entre niebla.

Se necesitaba práctica para distinguir las conchas debajo del camuflaje de algas y hierbas, pero con frecuencia los moluscos se delataban ellos mismos. Cuando sentían las vibraciones del hombre que se acercaba, se cerraban de golpe, y entonces se producía un fugaz destello nacarado en la penumbra. Sin embargo, incluso éstas escapaban a veces pues el barco en movimiento podía arrastrar al pescador antes de que pudiese agarrar su presa. En los primeros días de aprendizaje, a Tibor se le habían escapado bastantes ostras grandes, cualquiera de las cuales podía haber contenido una perla fabulosa. O así se lo había imaginado, antes de que se extinguiese para él el atractivo de la profesión y se percatase de que aquellas perlas resultaban tan raras que era mejor olvidarse de ellas.

La perla más valiosa que había pescado se había vendido por veinte libras, y las conchas que recogía en una buena mañana valían más. Si la industria hubiese dependido de las perlas y no del nácar, habría quebrado hacía años.

No había sentido del tiempo en este mundo de niebla. Uno caminaba debajo de la embarcación móvil e invisible, con el zumbido del compresor de aire golpeándole los oídos, y la verde neblina moviéndose delante de los ojos. A largos intervalos se descubría una concha, se la arrancaba del fondo del mar y se metía en la bolsa. Si uno tenía suerte, podía recoger un par de docenas en una sola inmersión. Pero también era posible que no encontrase ninguna.

Uno estaba alerta ante el peligro, pero éste no le preocupaba. Los verdaderos riesgos eran accidentes sencillos y nada espectaculares, como que se enredasen el tubo del aire o el cable de seguridad, no los tiburones, los grandes peces ni los pulpos. Los tiburones huían al descubrir burbujas de aire, y en todas las horas de inmersión, Tibor sólo había visto un pulpo de medio metro de diámetro. En cuanto a los peces gigantescos, bueno, había que tomarlos en serio porque se podían tragar de golpe a un buzo si estaban hambrientos. Pero no era probable encontrarlos en esta llanura desolada. No había cuevas de coral donde pudiesen establecer sus hogares.

Por consiguiente, la impresión no habría sido tan fuerte si este ambiente gris y uniforme no le hubiese dado una sensación de seguridad.

Estaba caminando con regularidad hacia una pared de niebla inalcanzable que se retiraba tan de prisa como se acercaba él. Y entonces, sin previo aviso, una particular pesadilla tomó cuerpo encima de él.

II

Tibor odiaba las arañas, y había cierta criatura en el mar que parecía deliberadamente resuelta a aprovecharse de aquella fobia. Él no había visto ninguna y su mente había eludido siempre la idea de semejante encuentro, pero sabía que el cangrejo araña japonés puede medir tres metros y medio desde las patas de un lado a las del otro. El hecho de que fuese inofensivo no le importaba en absoluto. Un cangrejo araña grande como un hombre no tenía derecho a la existencia.

En cuanto vio aparecer aquella jaula de miembros flacos en la masa gris de las aguas, Tibor empezó a chillar con terror incontrolable. No recordaba haber tirado del cable de seguridad, pero Blanco reaccionó con la percepción instantánea del ayudante ideal. Resonando todavía sus gritos en el casco, Tibor sintió que lo arrancaban del fondo del mar y lo subían hacia la luz, el aire... y la cordura.

Mientras ascendía, comprendió lo absurdo de su miedo y recuperó algo de su dominio. Pero cuando Blanco le quitó el casco, aún temblaba violentamente y tardó algún tiempo en poder hablar.

—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó Nick—. ¿Es que todos queréis terminar el trabajo antes de la hora?

Entonces Tibor se dio cuenta de que no había sido el primero en subir. Stephen estaba sentado en mitad del barco, fumando un cigarrillo, y al parecer totalmente despreocupado. Un ayudante izaba al buzo de popa, que se preguntaría sin duda qué había sucedido, ya que el
Arafura
se había detenido y todas las operaciones se habían suspendido hasta que se resolviese la cuestión.

—Hay una especie de embarcación hundida ahí abajo —dijo Tibor—. Tropecé con ella. Lo único que pude ver fue un montón de cuerdas y de palos.

Para su gran contrariedad, el recuerdo hizo que empezase a temblar de nuevo.

—No veo por qué eso te provocó el tembleque —gruñó Nick.

Tampoco podía comprenderlo Tibor, sobre la cubierta bañada por el sol.

Era imposible explicar cómo podía una forma inofensiva, vista a través de una niebla, llenar completamente la mente de terror.

—Casi me enredé con aquello —mintió—. Blanco tiró de mí con el tiempo justo.

—¡Hum! —murmuró Nick, no muy convencido—. En todo caso, no es un barco. —Señaló hacia el buzo que estaba en mitad de la embarcación—. Steve tropezó con un montón de cuerdas y de tela, dice que como un nailon grueso. Parece una especie de paracaídas. —El viejo griego miró disgustado la mojada colilla de su puro y la arrojó por encima de la borda—. En cuanto haya subido Billy, iremos a echar un vistazo. Puede que valga algo; recordad lo que le ocurrió a Jo Chambers.

Tibor lo recordaba; la historia era famosa a lo largo del Great Barrier Reef. Jo había sido un pescador solitario que, en los últimos meses de la guerra, había descubierto un BC-3 en aguas poco profundas a pocos kilómetros de la costa de Queensland. Después de prodigios de recuperación sin ayuda de nadie, se había abierto paso en el fuselaje y empezado a descargar cajas de herramientas perfectamente protegidas con envolturas impermeables.

Durante un tiempo había realizado un fructífero negocio de importaciones, pero cuando la policía dio con él, reveló de mala gana la identidad de su proveedor. Los «polis» australianos pueden ser muy persuasivos.

Y fue entonces, después de semanas y semanas de fatigoso trabajo debajo del agua, cuando Jo descubrió lo que había estado transportando el DC-3 además de las herramientas que, por valor de unos pocos miles de dólares, había estado vendiendo a los garajes y talleres del continente.

Las grandes cajas de madera que no se había decidido a abrir contenían la paga de una semana de las fuerzas del Pacífico.

Aquí no habría tanta suerte, pensó Tibor al saltar de nuevo al agua. Pero el avión (o lo que fuese) podía contener instrumentos valiosos y tal vez habría una recompensa para quien los descubriese. Además, estaba en deuda consigo mismo. Quería ver exactamente qué era lo que le había causado semejante susto.

Diez minutos más tarde supo que no era ningún avión. Tenía otra forma y era mucho más pequeño; sólo unos seis metros de largo y la mitad de ancho. El estrecho objeto tenía escotillas de acceso y pequeñas portillas a través de las cuales atisbaban el mundo unos instrumentos desconocidos. Daba la impresión de estar desarmado, aunque un extremo parecía haber sido fundido por un terrible calor. Del otro brotaba una maraña de antenas, todas ellas rotas o torcidas por el choque contra el agua. Incluso ahora tenían un increíble parecido con las patas de un insecto gigante.

Tibor no era tonto. Enseguida sospechó lo que era aquello.

Sólo subsistía un problema, y lo resolvió con facilidad. Aunque borradas en parte por el calor, aún había palabras legibles grabadas en algunas escotillas. Los caracteres eran cirílicos, y Tibor conocía el ruso lo bastante como para captar referencias a materiales electrónicos y sistemas de presurización.

«Así que han perdido un Sputnik», se dijo, satisfecho. Podía imaginar lo sucedido. Aquella cosa había descendido demasiado aprisa y a un lugar equivocado. En uno de los extremos había restos de flotadores; se habían reventado con el impacto y el vehículo se había hundido como una piedra.

La tripulación del
Arafura
tendría que disculparse con Joey. No había estado bebiendo. Lo que había visto arder en el cielo seguramente sería el cohete portador, que se había separado de su carga y caído sin control en la atmósfera de la Tierra.

Tibor permaneció durante mucho rato en el fondo del mar, con las rodillas dobladas a la manera típica del buzo, mientras observaba aquella criatura del espacio atrapada ahora en el elemento extraño. Su mente estaba llena de planes a medio elaborar, pero ninguno de ellos estaba todavía claro.

Ya no le importaba el dinero del salvamento. La perspectiva de la venganza era mucho más importante.

Aquí estaba una de las creaciones de las que más se enorgullecía la tecnología soviética, y Szabo Tibor, oriundo de Budapest, era el único hombre del mundo que lo sabía.

Tenía que haber alguna manera de aprovechar la situación, de producir daño al país y a la causa que ahora odiaba con tan ardiente intensidad. Aún no se había entretenido en analizar el verdadero motivo de este odio. Aquí, en este mundo solitario de mar y cielo, de vaporosos manglares y deslumbrantes bancos de coral, no había nada que le recordase el pasado. Sin embargo, no podía librarse de él. Algunas veces despertaban los demonios de su mente y tenía accesos de rabia o un deseo cruel y desenfrenado de destrucción. Hasta ahora había tenido suerte; no había matado a nadie. Pero algún día...

Un inquieto tirón de Blanco interrumpió sus sueños de venganza.

Dio una señal tranquilizadora a su ayudante e inició un examen más atento de la cápsula. ¿Cuánto pesaba? ¿Podía ser izada fácilmente? Debía descubrir muchas cosas, antes de trazar algún plan definitivo.

Se apoyó en la pared de metal ondulado y empujó cautelosamente. Percibió un claro movimiento, al oscilar la cápsula sobre el fondo marino. Tal vez podría ser levantada, incluso con las pocas poleas de que disponía el
Arafura
. Probablemente era más ligera de lo que parecía.

Tibor apretó el casco contra la sección plana de la cápsula y escuchó con atención.

Había tenido cierta esperanza de oír algún ruido mecánico, como el zumbido de motores eléctricos. Pero el silencio era absoluto. Golpeó el metal con el mango de su cuchillo, tratando de calcular su grosor y de localizar cualquier punto débil. Su tercer intento dio resultado, pero no fue lo que esperaba.

La cápsula le respondió con un furioso y desesperado repiqueteo.

Hasta este momento a Tibor no se le había ocurrido pensar que pudiese haber alguien en el interior. La cápsula le había parecido demasiado pequeña.

Entonces se dio cuenta de que había estado pensando en términos de aviación convencional. Allí había espacio suficiente para un pequeño camarote a presión en el que un abnegado astronauta podría pasar unas pocas horas encogido.

Así como un calidoscopio puede cambiar completamente su dibujo en un solo movimiento, así los planes medio elaborados en la mente de Tibor se disolvieron y cristalizaron después en una nueva forma. Se humedeció los labios con la lengua detrás del grueso cristal del casco. Si Nick hubiese podido verlo, ahora se habría preguntado, como había hecho ya algunas veces, si su buzo número dos estaba completamente cuerdo. Todas sus ideas de una venganza remota e impersonal contra algo tan abstracto como una nación o una máquina se alejaron de su mente.

Ahora sería una cuestión de hombre a hombre.

III

—Te has tomado tiempo, ¿no? —dijo Nick—. ¿Qué has descubierto?

—Es ruso —dijo Tibor—. Algún tipo de Sputnik. Si lo atamos con una cuerda creo que podremos levantarlo del fondo. Pero es demasiado pesado para subirlo a bordo.

Nick dio una chupada a su eterno puro, con expresión reflexiva. El jefe estaba preocupado por una cuestión que no se le había ocurrido a Tibor. Si se realizaba alguna operación de salvamento allí, todos sabrían el sitio donde había estado el
Arafura
. Cuando llegase la noticia a Thursday Island, su banco de ostras particular sería limpiado en un santiamén.

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