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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (6 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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Se despertó una docena de veces de su agitado sueño, o al menos eso le pareció, y antes de que despuntase la aurora su moral había alcanzado el nivel más bajo. Tenía frío y se sentía mal y entumecido, como si no hubiese dormido bien durante muchos días, y no habría costado mucho convencerle para que abandonase la empresa. Estaba dispuesto, incluso de buen grado, a afrontar el peligro por amor; pero el lumbago era una cosa diferente.

Cuando llegó el nuevo día, pronto olvidó las incomodidades de la noche. Allí, en los montes, el aire era fresco y tenía un sabor a sal traído por el viento que subía desde el mar. Había rocío en todas partes, sobre cada brizna de hierba, pero pronto desaparecería sin dejar rastro bajo los rayos del sol naciente. Era buena cosa estar vivo, mejor aún ser joven, y mucho mejor estar enamorado.

Llegaron a la carretera poco después de iniciar la marcha. Brant no la había visto antes porque estaba más abajo, en la vertiente que daba al mar, y había esperado encontrarla en la cresta. Había sido soberbiamente construida y los milenios apenas la habían afectado. La Naturaleza había tratado en vano de borrarla; sólo lo había conseguido de tanto en tanto, enterrando unos pocos metros bajo una ligera capa de tierra; pero entonces sus servidores se habían vuelto contra ella, y el viento y la lluvia la habían limpiado una vez más. En una gran franja continua cerca de la orilla del mar, durante más de mil quinientos kilómetros, la carretera seguía enlazando las ciudades que el hombre había amado en su infancia.

Era una de las grandes carreteras del mundo. En tiempos lejanos no había sido más que una senda por la que algunas tribus salvajes habían bajado hasta el mar para hacer trueques con astutos mercaderes de ojos brillantes, venidos de tierras lejanas. Después había tenido nuevos dueños, más exigentes; los soldados de un poderoso imperio habían dado forma y ensanchado aquel sendero entre los montes con tanta habilidad que la carretera no había cambiado a lo largo de milenios. La habían pavimentado con piedras, de manera que sus ejércitos podían trasladarse más rápidamente que ningún otro que el mundo hubiese conocido, y sus legiones habían avanzado como rayos a lo largo de la carretera bajo las órdenes de la ciudad cuyo nombre llevaban. Siglos más tarde, aquella ciudad los había llamado a casa en una situación de apuro, y la carretera había permanecido tranquila durante quinientos años.

Pero vendrían otras guerras; bajo banderas de la media luna, los ejércitos del Profeta marcharían hacia el oeste para adentrarse en tierras cristianas. Y siglos más tarde, la oleada del último y más grande de los conflictos rompería aquí, al enfrentarse monstruos de acero en el desierto y llover la muerte desde el cielo.

Todo había desaparecido: los centuriones, los paladines, las divisiones acorazadas e incluso el desierto. Pero la carretera, la más duradera de todas las creaciones del hombre, había permanecido. Durante muchos siglos había llevado su carga, y ahora no había más tráfico en sus mil quinientos kilómetros de longitud que un muchacho y una yegua.

Brant siguió la carretera durante tres días, sin perder nunca de vista el mar. Se había ido acostumbrando a las pequeñas molestias de la vida nómada, y ni siquiera las noches le resultaban insoportables. El tiempo había sido perfecto, con días largos y templados y noches suaves, pero la buena racha estaba tocando a su fin.

En la tarde del cuarto día calculó que estaba a menos de ocho kilómetros de Shastar. La carretera se alejaba ahora de la costa para salvar una gran punta de tierra que se adentraba en el mar. Más allá estaba la abrigada bahía a lo largo de cuya costa había sido construida la ciudad. Al desviarse de las tierras altas, la carretera giraba hacia el norte en una gran curva y descendía a Shastar desde las colinas.

Al anochecer resultó evidente que Brant no podría alcanzar su meta aquel día. El tiempo estaba empeorando, y espesas y amenazadoras nubes se habían acumulado rápidamente desde el oeste. Ahora el joven estaba subiendo, pues la carretera se elevaba despacio para cruzar la última cresta, y la tempestad estaba a punto de estallar. Habría acampado para pasar la noche si hubiese podido encontrar un lugar resguardado, pero el monte que atravesaba era liso, y nada podía hacer salvo seguir adelante. Al frente y a lo lejos, en la cresta misma de la montaña, algo bajo y oscuro recortaba su silueta contra el cielo amenazador. La esperanza de encontrar allí abrigo le impulsó hacia delante; Sunbeam, con la cabeza gacha contra el viento, caminaba rítmicamente a su lado, con igual determinación.

Estaban todavía a un kilómetro y medio de la cima cuando empezó a llover, primero a goterones y después a ráfagas cegadoras. Era imposible ver a más de unos pasos de distancia, incluso cuando podían abrir los ojos contra la molesta lluvia. Brant estaba ya tan empapado que por más agua que siguiera cayendo ya no podría aumentar su incomodidad; había alcanzado un estado en el que el continuo chaparrón casi le producía un placer masoquista. Pero el esfuerzo físico de luchar contra la tempestad lo estaba agotando rápidamente.

Pareció que pasaban siglos antes de que la carretera se nivelase y él se diera cuenta de que había llegado a la cima. Aguzó la mirada en la penumbra y pudo distinguir, no muy lejos, una gran forma oscura que al principio confundió con un edificio. Aunque estaba en ruinas, le ofrecería un refugio contra la tormenta.

La lluvia empezó a amainar cuando se acercó a aquella cosa. En lo alto, las nubes se estaban aclarando y dejaban pasar la última y pálida luz del ocaso. Era suficiente para que Brant pudiese ver que lo que había delante de él no era en modo alguno un edificio sino un gran animal de piedra, sentado sobre la cima y mirando hacia el mar. No tenía tiempo de examinarlo con más atención, pero levantó presurosamente la tienda a su amparo, fuera del alcance del viento que seguía rugiendo sobre su cabeza.

Era noche cerrada cuando se hubo secado y preparado una comida. Descansó un rato en su abrigado y pequeño oasis, en aquel estado de feliz agotamiento que se experimenta después de un duro y triunfal esfuerzo. Entonces se levantó, cogió una antorcha y salió a la noche.

La tormenta se había llevado las nubes y la noche resplandecía de estrellas. En el oeste descendía una fina luna creciente, siguiendo las pisadas del sol. Hacia el norte, Brant percibió —aunque sin saber cómo— la presencia del mar insomne. Shastar estaba allá, abajo, en la oscuridad, atacada continuamente por las olas; pero por más que aguzaba la vista, no conseguía ver absolutamente nada.

Caminó junto a los flancos de la gran estatua, examinando la obra de piedra a la luz de la antorcha. Era lisa y sin junturas ni fisuras y, aunque el tiempo la había manchado y descolorido, no había señales de desgaste. Era imposible calcular su antigüedad; podía ser más vieja que Shastar o haber sido construida pocos siglos antes. No había manera de saberlo.

La dura luz blancoazulada de la antorcha parpadeó a lo largo de los mojados y brillantes flancos del monstruo y acabó fijándose en la cara grande y tranquila, y en los ojos vacíos. Se habría podido decir que era un rostro humano, pero, resultaba difícil encontrar palabras para definirlo. Ni varón ni hembra; a primera vista parecía totalmente indiferente a las pasiones de la humanidad; entonces Brant pudo ver que las tormentas de milenios habían dejado la huella de su paso. Innumerables gotas de lluvia habían golpeado aquellas mejillas adamantinas hasta borrar las manchas de lágrimas olímpicas, lágrimas, tal vez, por la ciudad cuyos nacimiento y muerte parecían igualmente remotos.

Brant estaba tan cansado que cuando se despertó el sol estaba ya muy alto. Permaneció tumbado un momento bajo la media luz que se filtraba en la tienda, recobrando sus sentidos y recordando dónde estaba. Después se puso en pie y salió pestañeando a la luz del día, protegiéndose los ojos de su brillo cegador.

La Esfinge parecía más pequeña que de noche, aunque era bastante imponente. Brant vio por primera vez que era de un rico y añejo color dorado, un color que no tenía ninguna piedra natural. Esto le hizo pensar, como ya había imaginado, que no pertenecía a ninguna cultura prehistórica. Había sido construida por la ciencia con alguna substancia sintética enormemente resistente, y Brant calculó que su creación se habría producido en la mitad del tiempo que mediaba entre él y el fabuloso original que la había inspirado.

Poco a poco, con algún temor a lo que podía descubrir, volvió la espalda a la Esfinge y miró hacia el norte. El monte descendía a sus pies y la carretera se deslizaba por la larga cuesta como impaciente por llegar al mar, y allí, donde terminaba aquélla, estaba Shastar.

Captaba la luz del sol y la reflejaba hacia él, teñida con todos los colores de los sueños de sus artífices. Los grandes edificios que flanqueaban las amplias calles parecían no haber sido afectados por el tiempo; la ancha cinta de mármol que contenía el mar permanecía indemne; los parques y jardines, aunque llenos de maleza, aún no se habían convertido en junglas. La ciudad seguía la curva de la bahía durante unos tres kilómetros, y se adentraba en tierra la mitad de esta distancia; en relación con otras del pasado, era una ciudad realmente muy pequeña. Pero a Brant le pareció enorme; un laberinto de calles y de plazas más intrincado de lo que habría podido soñar. Entonces empezó a darse cuenta de la simetría de su planificación, empezó a distinguir las vías principales y a comprender la habilidad con que sus artífices habían evitado tanto la monotonía como la extravagancia.

Durante mucho rato permaneció inmóvil en la cima del monte, mirando únicamente la maravilla que se extendía ante sus ojos. Estaba solo en aquel escenario; era una figura diminuta, perdida y humilde ante los logros de hombres más grandes. El sentimiento de la historia, la visión de la larga cuesta por la que había subido trabajosamente el hombre durante un millón de años o tal vez más, era casi abrumador. En aquel momento tuvo la impresión de que, desde la cima de aquel monte, estaba contemplando el Tiempo más que el Espacio, y que en sus oídos murmuraban los vientos de la eternidad al soplar hacia el pasado.

Sunbeam parecía muy nerviosa al acercarse a las afueras de la ciudad. Nunca había visto nada parecido, y Brant no pudo evitar compartir su inquietud. Por muy poca imaginación que uno tenga, hay algo de siniestro en los edificios que han estado abandonados durante siglos, y los de Shastar lo habían estado durante casi cinco mil años.

La carretera discurría recta como una flecha entre dos altas columnas de metal blanco; al igual que la Esfinge, habían perdido el lustre pero no estaban gastadas. Brant y Sunbeam pasaron al pie de aquellos muros guardianes y se encontraron delante de un edificio largo y bajo que sin duda había servido de lugar de recepción de los visitantes de la ciudad.

Desde lejos podía parecer que Shastar había sido abandonada ayer, pero ahora Brant pudo ver mil señales de desolación y abandono. Las piedras de colores de los edificios estaban manchadas con la pátina del tiempo; las ventanas vacías como ojos de calaveras, con algún que otro trozo de cristal milagrosamente conservado de vez en cuando.

Brant ató a Sunbeam en el exterior del primer edificio y se dirigió a la entrada caminando sobre el polvo y los cascotes. No había puerta, si es que la había habido alguna vez, y pasó por debajo del arco abovedado a un salón que parecía discurrir a lo largo de toda la estructura. A intervalos regulares, había aberturas a otras cámaras, y delante mismo de él, una ancha escalera subía a la única plante superior.

Tardó casi una hora en explorar el edificio, y cuando salió de él estaba enormemente deprimido. Su cuidadosa búsqueda no le había revelado nada. Todas las habitaciones, grandes y pequeñas, estaban completamente vacías; se había sentido como una hormiga arrastrándose sobre los huesos de un esqueleto.

Pero fuera, a la luz del sol, recobró un poco el ánimo. Este edificio probablemente había sido una especie de oficina administrativa y sólo habría contenido archivos y máquinas de información: en cualquier otra parte de la ciudad, las cosas podían ser diferentes. Aun así, la magnitud de la búsqueda le aterrorizaba.

Se dirigió poco a poco al barrio marítimo, caminando lleno de asombro por las anchas avenidas y admirando las altas fachadas a ambos lados. Cerca del centro de la ciudad tropezó con uno de sus muchos parques. Estaba casi todo él cubierto de hierbajos y de matorrales, pero aún había extensas zonas de césped, y decidió dejar a Sunbeam allí mientras continuaba su exploración. No era probable que se alejase demasiado teniendo tanta comida.

Se estaba tan tranquilo en el parque que durante un rato Brant se resistió a abandonarlo y a sumergirse de nuevo en la desolación de la ciudad. Aquí había plantas diferentes de todas las que él había visto, descendientes silvestres de aquellas que habían cultivado hacía siglos los moradores de Shastar. Y mientras estaba allí entre altas hierbas y flores desconocidas, oyó por primera vez en el silencio de la mañana un sonido que siempre asociaría con Shastar. Procedía del mar y, aunque no lo había oído en su vida, le causó una dolorosa impresión. Las gaviotas solitarias aún seguían gritando tristemente sobre las olas.

Era evidente que necesitaría muchos días para efectuar un examen superficial de la ciudad, y lo primero que tenía que hacer era encontrar un lugar donde alojarse. Pasó varias horas buscando el barrio residencial antes de percatarse de que había algo muy peculiar en Shastar. Todos los edificios en los que entraba estaban destinados al trabajo, a las diversiones o a otros fines similares; pero ninguno de ellos había sido diseñado para vivir en él. Poco a poco comprendió lo que ocurría. Al familiarizarse con la estructura de la ciudad, observó que en casi todos los cruces de calles había unos edificios bajos, de una sola planta y de forma casi idéntica. Eran circulares u ovalados y tenían muchas aberturas en todas direcciones. Cuando cruzó una de ellas se encontró delante de una serie de rejas metálicas, cada una de las cuales tenía un indicador con luces verticales a un lado. Y así conoció dónde habían vivido los habitantes de Shastar.

Al principio, la idea de viviendas subterráneas le pareció absolutamente repugnante. Después rechazó este prejuicio y se dio cuenta de que era algo tan sensato como inevitable. No había necesidad de atestar la superficie y bloquear la luz del sol con edificios encaminados a satisfacer los procesos simplemente mecánicos de dormir y comer. Al relegar todas estas cosas bajo tierra, los moradores de Shastar habían podido construir una ciudad digna y espaciosa, y sin embargo, tan pequeña que se podía ir de una punta a otra de ella en una hora.

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