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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (4 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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Una de las cosas que ella le había dicho todavía le estaba atormentando. ¿Qué era lo que él le había regalado a Yradne? No tenía nada, salvo sus pinturas, y lo cierto es que no eran muy buenas. Ella no había mostrado el menor interés cuando él le había ofrecido algunas de las mejores; le había costado mucho explicarle que no era pintor de retratos, y que no se atrevía a pintar el suyo. Ella nunca había comprendido aquello, y a él le había resultado muy difícil no herir sus sentimientos. A Brant le gustaba inspirarse en la Naturaleza, pero nunca copiaba lo que veía. Cuando terminaba uno de sus cuadros (cosa que sólo ocurría en ocasiones), a menudo el título era la única manera de saber lo que representaba.

Todavía resonaba a su alrededor la música de baile, pero él ya había perdido todo interés; no podía soportar el ver a otra gente divirtiéndose. Decidió alejarse de la muchedumbre, y el único lugar tranquilo en que se le ocurrió pensar fue la orilla del río, al final de la brillante alfombra de musgo recién plantado que discurría a través del bosque.

Se sentó cerca del agua y se puso a arrojar ramitas a la corriente y a observar cómo se las llevaba el río.

De vez en cuando pasaba gente solitaria pero generalmente iban en parejas y no se fijaban en él. Brant los miraba con envidia y pensaba que sus asuntos no marchaban bien.

Pensó que casi sería mejor que Yradne se decidiese por Jon; así se acabaría su angustia. Pero ella no daba la menor señal de preferir a uno de los dos. Tal vez se estaba divirtiendo a sus expensas, como sostenían algunos, sobre todo el viejo Johan, aunque también era probable que fuese incapaz de elegir. Brant pensó malhumorado que era preciso que uno de los dos hiciese algo realmente espectacular que el otro no pudiese superar.

—¡Hola! —dijo una vocecita a sus espaldas.

Se volvió y miró por encima del hombro. Una niña de unos ocho años lo estaba observando, con la cabeza ligeramente inclinada a un lado, como un gorrión curioso.

—¡Hola! —respondió él, sin entusiasmo—. ¿Por qué no estás donde el baile?

—¿Y tú por qué no bailas? —replicó la niña con viveza.

—Estoy cansado —dijo Brant, confiando en que fuese una excusa adecuada—. No deberías andas sola por ahí. Podrías perderte.

—Ya me he perdido —repuso ella, satisfecha, sentándose a su lado—. Pero me gusta.

Brant se preguntó de qué pueblo habría venido; era una criatura muy linda, pero aún lo sería más con menos chocolate en la cara. Por lo visto había puesto fin a su soledad.

Ella lo miró, con esa fijeza desconcertante que raras veces sobrevive a la infancia, tal vez por fortuna.

—¡Ya sé lo que te pasa! —exclamó de pronto.

—¿De veras? —preguntó Brant, con cortés escepticismo.

—¡Estás enamorado!

Brant dejó caer la ramita que estaba a punto de arrojar al río y se volvió para observar a su inquisidora. Esta lo miraba con tan solemne compasión que la morbosa lástima que sentía de sí mismo se transformó al instante en una estruendosa carcajada. La niña pareció muy ofendida y él se dominó rápidamente.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó con una gran seriedad.

—He leído todo sobre esto —respondió ella solemnemente—. Y una vez vi una película en la que había un hombre que bajaba al río y se sentaba en la orilla, como tú, y de pronto se arrojaba al agua. Después sonaba una música muy bonita.

Brant miró reflexivamente a la precoz criatura y se alegró de que no perteneciese a su comunidad.

—Siento no poder poner la música —se excusó gravemente—, pero en todo caso el río no es lo bastante profundo.

—Más lejos sí lo es —replicó ella, solícita—. Aquí es un río pequeño; no crece hasta que sale de los bosques. Lo vi desde la aeronave.

—¿Y qué ocurre después? —preguntó Brant, contento de que la conversación hubiese tomado un rumbo más inocuo—. Supongo que desemboca en el mar, ¿no?

Ella hizo un gesto vulgar de disgusto.

—¡Claro que no, tonto! Todos los ríos de este lado de los montes van a parar al Gran Lago. Ya sé que es tan grande como un mar, pero el verdadero mar está al otro lado de los montes.

Brant había aprendido muy poco sobre los detalles geográficos de su nuevo país, pero se dio cuenta de que la niña estaba en lo cierto. El océano estaba a menos de treinta kilómetros al norte, pero separado de ellos por una cadena de montes bajos. A ciento cincuenta kilómetros tierra adentro estaba el Gran Lago, que daba vida a tierras que habían sido desiertos antes de que los ingenieros geólogos diesen nueva forma a este continente.

La niña precoz estaba haciendo un mapa con ramitas y explicando pacientemente esta materia a un discípulo bastante obtuso.

—Nosotros estamos aquí —señaló—, y aquí están el río y los montes, y el lago está junto a tu pie. El mar se encuentra aquí... y ahora te diré un secreto.

—¿Qué secreto?

—¡Nunca lo adivinarías!

—Supongo que no.

Ella bajó la voz, en un murmullo confidencial.

—Si vas a lo largo de la costa, que no está muy lejos de aquí, llegarás a Shastar.

Brant quiso parecer que estaba impresionado, pero no lo consiguió.

—¡No creo que nunca hayas oído hablar de ella! —gritó la niña, profundamente disgustada.

—Lo siento —replicó Brant—. Supongo que era una ciudad, y algo leí sobre ella en alguna parte. Pero, mira, hubo tantas ciudades, como Cartago, Chicago, Babilonia y Berlín, que es imposible recordarlas todas. Y además, todas desaparecieron.

—Pero Shastar no. Todavía está allí.

—Bueno, algunas de las últimas que construyeron aún se conservan, más o menos, y la gente va a menudo a visitarlas. A unos ochocientos kilómetros de mi antiguo pueblo hubo una ciudad muy grande llamada...

—Shastar no es una ciudad vieja cualquiera —le interrumpió la niña, con aire misterioso—. Mi abuelo me habló de ella; estuvo allí. No se ha estropeado nada, y está llena de cosas maravillosas que no hay en ningún otro sitio.

Brant sonrió para sus adentros. Las ciudades desiertas de la Tierra habían dado origen a leyendas durante muchísimos siglos. Debía hacer cuatro o cinco mil años que Shastar había sido abandonada. Si sus edificios estaban todavía en pie, cosa desde luego muy posible, sin duda haría siglos que habría sido despojada de todo lo que hubiese en ella de valioso. El abuelo habría estado inventando bonitos cuentos de hadas para distraer a la pequeña. A Brant le resultó simpático.

La niña siguió hablando, sin reparar en su escepticismo. Brant prestó poca atención a sus palabras, intercalando un cortés «sí» o un «imagínate» cuando lo requería la ocasión. De pronto, se hizo el silencio.

Él levantó la cabeza y vio que la niña estaba mirando fijamente, y con no poca contrariedad, hacia la avenida flanqueada de árboles que dominaba el panorama.

—Adiós —se despidió bruscamente—. Tengo que esconderme en otra parte; viene mi hermana.

Y se marchó con la misma rapidez con que había llegado. Brant pensó que su familia debía de perder mucho tiempo buscándola; pero a él le había hecho un favor librándolo de su tristeza.

Pocas horas después se dio cuenta de que la niña había hecho mucho más.

Simón estaba apoyado en la jamba de la puerta, viendo pasar la gente, cuando Brant acudió en su busca. Por lo general, la gente apretaba un poco el paso al cruzar por delante de la puerta de Simón, pues era de una locuacidad inagotable y, cuando atrapaba a una víctima, ésta tardaba una hora o más en escapar. Era muy extraño que alguien cayese voluntariamente en sus garras, como ahora estaba sucediendo con Brant.

Lo malo de Simón era que tenía una inteligencia privilegiada, pero era demasiado perezoso para utilizarla. Tal vez habría sido más afortunado si hubiese nacido en una era de mayor energía, pues todo lo que había podido hacer en Chaldis era aguzar su ingenio a expensas de otras personas, lo cual le había dado más fama que popularidad. Pero resultaba indispensable, pues era un almacén de conocimientos, la mayoría de ellos totalmente exactos.

—Simón —dijo Brant, sin el menor preámbulo—, quiero aprender un poco sobre este país. Los mapas no me dicen gran cosa; son demasiado nuevos. ¿Cómo era esto antiguamente?

Simón se rascó la poblada cabeza.

—No creo que fuese muy diferente de como es ahora. ¿A qué antigüedad te refieres?

—A los tiempos en que había ciudades.

—Desde luego, no había tantos árboles. Probablemente ésta era una región agrícola, donde se producían alimentos. ¿Viste aquella máquina de labranza que extrajeron cuando se construyó el anfiteatro? Debía ser muy antigua; ni siquiera era eléctrica.

—Sí que la vi —dijo Brant con impaciencia—. Pero habíame de las ciudades que había por aquí. Según el mapa, había una llamada Shastar a unos cientos de kilómetros al oeste, junto a la costa. ¿Sabes algo sobre ella?

—Shastar... —repitió Simón, tratando de ganar tiempo—. Un lugar muy interesante; creo que incluso tengo por ahí una fotografía de ella. Espera un momento; voy a ver si la encuentro.

Desapareció en el interior de la casa y durante casi cinco minutos llevó a cabo una exhaustiva búsqueda en su biblioteca, aunque un hombre de la era de los libros difícilmente lo habría deducido de sus acciones. Todos los registros que poseía Chaldis estaban encerrados en una caja de metal de un metro de lado; ésta contenía, encerrado a perpetuidad en diseños subatómicos, el equivalente de mil millones de volúmenes en letra impresa. Casi todos los conocimientos de la humanidad y la totalidad de la literatura superviviente, estaban ocultos allí.

Pero no se trataba de un simple almacén pasivo de sabiduría, porque tenía un bibliotecario. Cuando Simón le indicó lo que quería a la infatigable máquina, comenzó la busca gradual a través de una red casi infinita de circuitos. Sólo tardó una fracción de segundo en encontrar la información que necesitaba, pues le había dado el nombre y la fecha aproximada. Simón se relajó entonces, al proyectarse en su cerebro las imágenes mentales bajo una ligerísima autohipnosis. El conocimiento permanecería en su poder sólo durante unas pocas horas (suficientes para su fin) y después se extinguiría. Simón no deseaba llenar su bien organizada mente de cosas insubstanciales, y para él toda la historia del auge y la caída de las grandes ciudades era una digresión histórica sin especial importancia. Era un episodio interesante, aunque lamentable, y pertenecía a un pasado que se había desvanecido de un modo irrevocable.

Brant estaba esperando pacientemente, cuando de pronto apareció Simón con su pinta de sabio.

—No he podido encontrar ninguna foto —dijo—. Mi esposa ha debido de hacer limpieza otra vez. Pero te diré lo que puedo recordar de Shastar. —Brant se sentó lo más cómodamente posible: seguramente estaría un rato allí—. Shastar fue una de las últimas grandes ciudades que construyó el hombre. Recordarás que las ciudades surgieron en un período muy avanzado de la cultura humana, hace sólo unos doce mil años. Crecieron en número
e
importancia durante varios milenios; algunas llegaron a tener millones de habitantes. Resulta difícil de imaginar lo que sería vivir en tales lugares: desiertos de acero y de piedra, sin una brizna de hierba en muchos kilómetros. Pero eran necesarias, antes de que se perfeccionasen los transportes y las comunicaciones, pues unas personas tenían que vivir cerca de otras para realizar las intrincadas operaciones comerciales e industriales de las que dependían sus vidas.

»Las ciudades realmente grandes empezaron a desaparecer cuando el transporte aéreo se hizo universal. La amenaza de un ataque en aquellos días bárbaros y lejanos también contribuyó a dispersarlas. Pero durante mucho tiempo...

—He estudiado la Historia de aquel período —lo interrumpió Brant, no con demasiada sinceridad—. Sé todo lo de...

—...Durante mucho tiempo hubo aún muchas pequeñas ciudades que se mantuvieron juntas gracias a lazos culturales más que comerciales. Contaban con poblaciones de varios miles de habitantes y duraron siglos después de haber muerto las gigantes. Por esto Oxford, Princeton y Heidelberg aún significan algo para nosotros, mientras que de otras ciudades más grandes sólo quedan los nombres. Pero incluso éstas estaban condenadas a desaparecer cuando el invento del integrador hizo posible que cualquier comunidad, por pequeña que fuese, fabricase sin esfuerzo todo lo necesario para una vida civilizada.

»Shastar fue construida cuando las ciudades ya no eran técnicamente necesarias, pero antes de que la gente se diese cuenta de que la cultura de las ciudades estaba tocando a su fin. Parece que fue una concienzuda obra de arte, concebida y diseñada como un conjunto, y que los que vivieron allí eran sobre todo artistas. Pero no duró mucho; acabó matándola el éxodo.

Simón guardó silencio de pronto, como si estuviera meditando sobre aquellos siglos tumultuosos en que había quedado abierto el camino a las estrellas y el mundo se había partido en dos. A lo largo de aquel camino se había ido la flor de la raza, dejando al resto detrás, y a partir de entonces parecía que la Historia había llegado a su fin en la Tierra. Durante mil años o más, los exiliados habían regresado algunas veces al sistema solar, ansiosos de hablar de soles extraños, de planetas lejanos y del gran imperio que se implantaría un día en la galaxia. Pero hay abismos que ni siquiera las naves más rápidas podrán cruzar jamás, y uno de estos abismos se estaba abriendo ahora entre la Tierra y sus hijos errantes. Cada vez tenían menos en común; cada vez eran menos las naves que volvían, hasta que al fin pasaron generaciones entre las visitas procedentes del exterior. Simón no había oído hablar de ningún caso desde hacía casi trescientos años.

Era raro que hubiese que incitar a Simón para que siguiese hablando, pero Brant tuvo que hacerlo:

—De todos modos, me interesa más la ciudad en sí que su historia. ¿Crees que todavía está en pie?

—A esto iba —dijo Simón, despertando sobresaltado de su ensoñación—. Claro que lo está; en aquellos tiempos construían bien. Pero ¿por qué te interesa tanto? ¿Te has apasionado de repente por la arqueología? Aunque me parece que ya lo sé.

Brant sabía perfectamente que era inútil tratar de ocultar algo a un entrometido profesional como Simón.

—Esperaba —explicó a la defensiva— que aún hubiese allí cosas dignas de ser encontradas, incluso después de tanto tiempo.

—Tal vez —repuso Simón, en tono de duda—. Un día la iré a visitar. Está como quien dice a nuestra puerta. Pero, ¿cómo vas a ir tú? No creo que el pueblo te preste una aeronave. Y no puedes ir andando. Por lo menos tardarías una semana.

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