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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (24 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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Incluso después de todos estos años, me gusta observar a Saturno naciente, y esta noche casi está en el pleno.

El hombre que cribaba el mar

(
The Man Who Ploughed the Sea
, 1957)

Como Los próximos inquilinos, esta narración la escribí expresamente para Cuentos de la taberna del Ciervo Blanco y en la misma época y el mismo lugar (Miami, 1954), cuando todavía estaba bajo la influencia de mi primer contacto con el mundo de los arrecifes de coral. Más tarde, aquel mismo año, partiría para el más imponente de todos: El Great Barrier Reef, en Australia.

Quisiera dedicar este cuento a mis viejos amigos de Florida, y en especial a la familia de mi anfitrión, submarinista con escafandra autónoma, el difunto doctor George Grisinger.

A pesar del tiempo transcurrido, muchos de los temas de este relato son increíblemente actuales; hace pocos años me sorprendió leer en un periódico científico la descripción de un aparato transportado en barco... para extraer uranio del agua del mar. Envié una copia del cuento a los inventores y me disculpé por haber usurpado su patente.

Este cuento debería leerse en relación con En mares de oro, que trata del mismo tema. Pero ha habido una hazaña ulterior: el descubrimiento de las chimeneas geotérmicas en mitad del océano, donde brota del fondo del mar agua sobrecalentada y cargada de minerales. Este es el sitio donde hay que buscar metales valiosos, no en el océano abierto.

Hay oro en aquellas chimeneas...

L
as aventuras de Harry Purvis tienen una especie de lógica loca que convence por su propia inverosimilitud. Al surgir estas complicadas pero bien ensambladas historias, uno se pierde en una especie de perplejo asombro. Seguramente, dirán ustedes, nadie tendría la caradura de inventar todo eso: tales absurdos sólo ocurren en la vida real, no en las obras de ficción. Y así se desarman las críticas o al menos se mitigan hasta que Drew grita «¡Por favor, caballeros, es la hora!», y nos lanza al frío y duro mundo.

Consideren, por ejemplo, la inverosímil cadena de sucesos que envolvieron a Harry en la siguiente aventura. Si hubiese querido inventar todo el asunto, sin duda habría podido hacerlo con mucha más sencillez. Desde el punto de vista artístico, no había la menor necesidad de empezar en Boston para concertar una cita frente a la costa de Florida...

Al parecer, ha pasado mucho tiempo en Estados Unidos donde tiene tantos amigos como en Inglaterra. A veces los trae al «Ciervo Blanco» y a veces ellos se marchan por sus propios medios. Sin embargo, a menudo sucumben a la ilusión de que la cerveza tibia es también inocua. (Soy injusto con Drew: su cerveza no es tibia, y si insisten ustedes, les dará, sin cobrarles ninguna cantidad extra, un cubito de hielo tan grande como un sello de correos.)

Como ya he indicado, esta saga particular de Harry empezó en Boston, Massachusetts. Estaba como invitado en la casa de un famoso abogado de Nueva Inglaterra cuando una mañana su anfitrión le dijo con el tono despreocupado que suelen emplear los americanos:

—Vayamos a mi casa de Florida. Tengo ganas de tomar un poco el sol.

—Muy bien —contestó Harry, que nunca había estado en Florida.

Treinta minutos más tarde se encontró, para su gran sorpresa, viajando hacia el sur en un Jaguar sedán rojo a toda velocidad.

El viaje en sí fue épico y digno de una narración completa. Desde Boston hasta Miami hay nada menos que 2.508 kilómetros, una cifra que según Harry ha quedado grabada para siempre en su corazón. Cubrieron la distancia en treinta horas, acompañados con frecuencia del sonido decreciente de sirenas de los coches de la policía que se iban quedando atrás. De vez en cuando, consideraciones tácticas les inducían a realizar maniobras evasivas y desviarse por carreteras secundarias. La radio del Jaguar estaba sintonizada con todas las frecuencias de la policía, de manera que siempre estaban sobre aviso si pretendían interceptarlos. En un par de ocasiones llegaron con el tiempo justo a la frontera de un Estado, y Harry no pudo dejar de preguntarse qué habrían pensado los clientes de su anfitrión si hubiesen conocido la fuerza del impulso psicológico que lo apartaba de ellos. También se preguntó si llegaría a ver Florida o si continuarían a esta velocidad por la US 1 hasta que fuesen a parar al mar en Cayo Oeste.

Por fin se detuvieron a cien kilómetros al sur de Miami, frente a los Cayos, esa larga y fina línea de islas próximas al extremo meridional de Florida. El Jaguar salió de pronto de la carretera y rodó por un tosco camino abierto en los manglares. El camino terminaba en un ancho claro de la orilla del mar, donde había un muelle, un yate de diez metros, una piscina y una moderna casa ranchera.

Era un pequeño pero magnífico refugio, y Harry calculó que debía haber costado unos cien mil dólares.

No vio gran cosa del lugar hasta el día siguiente, pues se fue directamente a la cama. Después de lo que pareció un tiempo demasiado corto, lo despertó un ruido parecido al de una sala de calderas en plena actividad. Se duchó y vistió con movimientos torpes. Cuando salió de su habitación casi había recobrado su estado normal. Parecía que no había nadie en la casa, por lo que salió al exterior para observar el lugar.

Ya se había acostumbrado a no sorprenderse por nada, de manera que apenas arqueó las cejas cuando vio que su anfitrión estaba en el muelle, arreglando el timón de un pequeño submarino, evidentemente de confección casera. La pequeña embarcación tenía unos seis metros de eslora y una torreta con grandes ventanas de observación, y llevaba pintado en la proa el nombre de
Pámpano
.

Después de pensarlo un poco, Harry no vio que hubiera nada realmente extraño en todo aquello. Unos cinco millones de visitantes acuden todos los años a Florida, la mayoría de ellos resueltos a navegar o sumergirse en el mar. Su anfitrión era uno de esos hombres lo bastante rico como para entregarse a lo grande a su afición.

Harry miró el
Pámpano
durante un rato, y entonces se le ocurrió una idea inquietante.

—George —dijo—, supongo que no esperarás que yo me sumerja en esa cosa, ¿verdad?

—Claro que sí —respondió George, dando un golpe final al timón—. ¿Qué te preocupa? He ido muchísimas veces en él y es tan seguro como una casa. No nos sumergiremos a más de seis metros.

—Hay ocasiones —replicó Harry— en que dos metros de agua me parecen más que suficientes. ¿No te he hablado de mi claustrofobia? Siempre me ataca más en esta época del año.

—¡Tonterías! —exclamó George—. Te olvidarás de todo cuando estemos en el arrecife. —Se echó atrás y contempló su obra. Después prosiguió, con un suspiro de satisfacción—: Ahora parece que está perfectamente. Vamos a desayunar.

Durante los treinta minutos siguientes, Harry aprendió mucho sobre el
Pámpano
. George lo había diseñado y construido él mismo, y el pequeño pero poderoso Diesel podía imprimirle una velocidad de cinco nudos cuando estaba totalmente sumergido.

Tanto los ocupantes como el motor respiraban por un esnórquel, por lo que no había que preocuparse de motores eléctricos ni de un suministro independiente de aire. La longitud del esnórquel limitaba la inmersión a ocho metros, pero esto no era un gran inconveniente en aquellas aguas poco profundas.

—Le he aplicado muchas ideas nuevas —dijo George, entusiasmado—. Por ejemplo, aquellas ventanillas; fíjate en su tamaño. Tienes una visión perfecta y son completamente seguras. Empleo el viejo principio de la escafandra autónoma para mantener el aire dentro del
Pámpano
a idéntica presión a la del agua en el exterior, de manera que no existe tensión sobre el casco ni las portillas.

—¿Y qué ocurre —preguntó Harry—, si te quedas pegado al fondo?

—Naturalmente, abro la puerta y salgo. Hay un par de escafandras autónomas en la cabina y un bote salvavidas con una radio impermeable: de manera que siempre podemos pedir ayuda si nos hallamos en dificultades. No temas, he pensado en todo.

—Ya es algo... —murmuró Harry.

Pero pensó que después del viaje desde Boston su vida estaba sin duda asegurada: el mar era probablemente un lugar más seguro que la US 1 con George al volante.

Aprendió bien el funcionamiento de las salidas de emergencia antes de hacerse a la mar, y se sintió bastante satisfecho al ver lo bien diseñada y construida que parecía la pequeña embarcación. El hecho de que un abogado hubiese producido semejante obra de ingeniería naval en sus ratos perdidos no le pareció nada extraordinario. Harry había descubierto hacía tiempo que muchos americanos dedicaban el mismo esfuerzo a sus aficiones que a su profesión.

Zarparon del pequeño puerto y se mantuvieron en el canal marcado hasta que se hubieron alejado de la costa. El mar estaba en calma y, a medida que se apartaban de tierra, el agua se hacía cada vez más transparente. Estaban dejando atrás el coral pulverizado que enturbiaba las aguas costeras, donde las olas roían incesantemente la costa. Al cabo de treinta minutos llegaron al arrecife, visible debajo de ellos como una especie de parche sobre el que hacían piruetas los peces multicolores. George cerró las escotillas, abrió las válvula de los depósitos de flotación y dijo alegremente: —¡Vamos allá!

El arrugado velo de seda se levantó y deslizó delante de la ventanilla, deformando de momento la visión... y ya no fueron extranjeros contemplando el mundo de las aguas, sino ciudadanos de aquel mundo. Estaban flotando sobre un valle alfombrado de arena blanca rodeado de pequeñas colinas de coral. El valle en sí estaba desierto, pero las colinas a su alrededor rebosaban de vida, con cosas que crecían, cosas que se arrastraban y cosas que nadaban. Peces tan deslumbrantes como rótulos de neón se movían perezosamente entre animales con aspecto de árboles. Parecía un mundo no sólo adorable sino también en paz. No había prisa, ni señales de lucha por la existencia. Harry sabía muy bien que esto era una ilusión, pero durante todo el tiempo que estuvieron sumergidos nunca vio que un pez atacase a otro. Se lo comentó a George.

—Sí, hay algo muy curioso en los peces —dijo el abogado—. Parece que tienen horas fijas para comer. Se pueden ver barracudas nadando de un lado a otro, pero si no ha sonado el gong, los otros peces no les hacen caso.

Una raya parecida a una fantástica mariposa negra aleteó sobre la arena manteniendo el equilibrio con la larga cola parecida a un látigo. Las sensibles antenas de un bogavante oscilaron cautelosamente en una grieta del coral, y aquellos movimientos exploradores recordaron a Harry el soldado que levantaba el gorro en la punta de un palo para engañar a los francotiradores. Había tanta vida y de tantas clases acumulada en aquel lugar que se habrían tardado años en estudiarla toda.

El
Pámpano
navegaba lentamente por el valle. —Yo salía hacer esto con escafandra autónoma —comentó George— pero un día decidí que sería mucho mejor estar sentado cómodamente y tener un motor que me impulsase. Podría estar todo el día en el mar, comer algo y utilizar las cámaras fotográficas sin tener que preocuparme si se acercaba un tiburón. Mira aquella alga ¿habías visto un azul tan brillante en tu vida? Además, podría enseñar todo esto a mis amigos y hablar al mismo tiempo con ellos. Uno de los grandes inconvenientes de los equipos ordinarios de inmersión es que uno está sordo y mudo y tiene que hablar por señas. Mira aquellos angelotes; un día voy a tender una red para pillar algunos. ¡Fíjate cómo /desaparecen cuando están de lado! Otra razón de que construyese el
Pámpano
fue que con él podría buscar barcos hundidos. Hay cientos de ellos en esta zona; es como un cementerio. El
Santa Margarita
está a sólo ochenta kilómetros de aquí, en Biscayne Bay. Naufragó en 1595 cuando llevaba siete millones de dólares en lingotes de oro. Y hay un pequeño tesoro de sesenta y cinco millones frente a Long Cay, donde naufragaron catorce galeones en 1715. El inconveniente es que la mayoría de estos buques han sido destrozados y están revestidos de coral, por lo que no se ganaría mucho aunque pudiesen ser localizados. Pero es divertido probar.

Harry había empezado a comprender la psicología de su amigo. Pensó que la suya era una de las mejores maneras de librarse de la práctica del Derecho en Nueva Inglaterra. George era un romántico reprimido, aunque bien pensado, quizá no tanto.

Navegaron felizmente durante un par de horas, manteniéndose en aguas que nunca tenían más de diez metros de profundidad. En una ocasión aterrizaron en un lecho de coral deslumbrador para comer unos bocadillos y beber unas cervezas.

—Una vez bebí cerveza de jengibre aquí abajo —comentó George—. Cuando subí, el gas que llevaba dentro se expandió y me causó una impresión muy rara. Algún día tendré que probar con champán.

Harry se estaba preguntando dónde debía tirar los envases vacíos cuando el
Pámpano
pareció eclipsarse al pasar una oscura sombra por encima de él. Miró por la ventanilla de observación y vio que un barco se movía lentamente a tres metros por encima de ellos. No había peligro de colisión porque habían recogido el tubo de respiración y de momento podían respirar con el aire de que disponían. Harry no había visto nunca un barco desde abajo y añadió una nueva experiencia a las muchas de aquel día.

Se sintió contento de que, a pesar de su ignorancia en cuestiones náuticas, había advertido casi tan de prisa como George que había algo raro en el buque que pasaba por encima de ellos. En lugar de una hélice normal, la embarcación tenía un túnel a lo largo de la quilla. En el mismo instante, el
Pámpano
fue sacudido por una súbita corriente de agua.

—¡Arrea! —dijo George, agarrando los controles—. Parece un sistema de propulsión a chorro. Ya era hora de que alguien lo probase. Echemos un vistazo.

Levantó el periscopio y averiguó que el barco que navegaba lentamente delante de ellos era el
Valency
, de Nueva Orleans.

—Es un nombre curioso —señaló—. ¿Qué significa?

—Supongo —respondió Harry— que quiere decir que el dueño es químico, pero no creo que ningún químico gane dinero suficiente para comprar un barco como ése.

—Voy a seguirlo —decidió George—. Sólo lleva una velocidad de cinco nudos, y me gustaría ver cómo funciona ese cacharro.

Elevó el tubo de respiración, puso el motor en marcha e inició la persecución. Al poco rato, el
Pámpano
llegó a quince metros del
Valency
, y Harry casi se sintió como un capitán de submarino a punto de lanzar un torpedo. No podía fallar desde esta distancia.

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