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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción, Cuento

Cuentos del planeta tierra (27 page)

BOOK: Cuentos del planeta tierra
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Estas cosas las aprendió Shervane en los años de su infancia, durante los cuales nunca tuvo deseos de abandonar las vastas tierras entre las montañas y el mar. Desde los albores del tiempo, sus antepasados y las razas que los precedieron se habían afanado por hacer de sus tierras las mejores del mundo; si no lo habían conseguido, había sido por muy poco. Había jardines resplandecientes de extrañas flores; había arroyos que fluían suavemente entre rocas cubiertas de musgo para perderse en las aguas puras de un mar sin mareas; había campos de cereales que susurraban continuamente bajo el viento, como si generaciones de semillas aún no germinadas se hablasen unas a otras. En los extensos prados y entre los árboles, el manso ganado se movía a su antojo. Y allí estaba la casa grande, con sus vastas habitaciones y sus interminables pasillos; bastante grande en realidad, pero más aún en la mente de un niño. Éste era el mundo que conocía y que amaba. Hasta ahora, lo que había detrás de sus fronteras no le había preocupado.

Pero el universo de Shervane no era de los que están libres del dominio del tiempo. La cosecha maduraba y se recogía en los graneros. Trilorne se mecía lentamente en su pequeño arco de cielo, y con el paso de las estaciones fueron creciendo la mente y el cuerpo de Shervane. Su tierra parecía ahora más pequeña: las montañas estaban más cerca y bastaba un corto paseo desde la casa para llegar al mar. Empezó a aprender cosas sobre el mundo en el que vivía y a prepararse para el papel que tendría que representar en su desarrollo.

Algunas de estas cosas las aprendió de su padre, Sherval, pero la mayoría se las enseñó Grayle, que había venido del otro lado de las montañas en tiempos del padre de su padre, y que había sido preceptor de tres generaciones de la familia de Shervane. Éste apreciaba a Grayle, aunque el viejo le enseñaba muchas cosas que no deseaba aprender, y los años de su infancia pasaron agradablemente, hasta que le llegó el momento de cruzar las montañas e ir a las tierras de más allá. Hacía muchísimo tiempo que su familia había venido de los grandes países del este y, desde entonces y en cada generación, el hijo mayor había hecho aquella peregrinación para pasar un año de su juventud entre sus primos. Era una sabia costumbre pues allende las montañas se conservaban muchos conocimientos del pasado, y uno podía conocer hombres de otras tierras y estudiar sus costumbres.

En la última primavera, antes de la partida de su hijo, Sherval tomó tres criados y unos animales a los que llamaremos caballos, y llevó a Shervane a visitar aquellas partes del país en las que nunca había estado. Cabalgaron hacia el oeste, hasta el mar, y siguieron por su orilla durante muchos días, hasta que Trilorne fue visible más cerca del horizonte. Luego siguieron hacia el sur, alargándose sus sombras ante ellos, y sólo volvieron hacia el este cuando los rayos del sol parecieron haber perdido toda su fuerza. Ahora estaban dentro de los límites de la Tierra de la Sombra, y no sería prudente ir más hacia el sur hasta que fuese pleno verano.

Shervane cabalgaba al lado de su padre, observando el paisaje cambiante con la ávida curiosidad del muchacho que ve un nuevo país por vez primera. Su padre hablaba del campo, de los cultivos que podrían prosperar allí y de los que podrían fracasar. Pero la atención de Shervane estaba en otra parte: contemplaba la desolada Tierra de la Sombra, preguntándose hasta dónde se extendía y qué misterios ocultaba.

—Padre —dijo ahora—, si fueses hacia el sur en línea recta, cruzando la Tierra de la Sombra, ¿llegarías al otro lado del mundo?

Su padre sonrió.

—Los hombres se han hecho esta pregunta desde hace siglos —explicó—, pero hay dos razones por las que nunca sabrán la respuesta.

—¿Cuáles son?

—La primera es la oscuridad y el frío, desde luego. Incluso aquí, nada puede vivir durante los meses de invierno. Pero hay otra razón más poderosa. Quizás ya, te haya hablado Grayle de ella.

—Me parece que no; al menos no lo recuerdo.

Sherval se puso en pie sobre los estribos y observó la tierra, hacia el sur.

—Tiempo atrás conocía muy bien este lugar —dijo a Shervane—. Ven, voy a enseñarte algo.

Se desviaron del camino que habían estado siguiendo, y durante varias horas cabalgaron nuevamente de espaldas al sol. La tierra se elevaba ahora con suavidad, y Shervane, se dio cuenta de que estaban subiendo a una cadena de montañas rocosas que apuntaba como una daga al corazón de la Tierra de la Sombra. Por fin llegaron a un monte demasiado empinado para que pudiesen subir los caballos; desmontaron y dejaron los animales al cuidado de los servidores.

—Se puede dar un rodeo —indicó Sherval—, pero es más rápido subir a pie que llevar los caballos al otro lado.

El monte, aunque escarpado era pequeño, y llegaron a la cima en pocos minutos. Al principio, Shervane no pudo ver nada que no hubiese visto antes; era el mismo desierto ondulado, que parecía hacerse más oscuro y amenazador a cada paso que daban alejándose de Trilorne.

Se volvió a su padre, un poco desconcertado, pero Sherval señaló hacia el lejano sur y trazó una cuidadosa línea a lo largo del horizonte.

—No es fácil de distinguir —dijo pausadamente—. Mi padre me lo mostró desde este mismo lugar, muchos años antes de que tú nacieras.

Shervane miró hacia la sombra. El cielo meridional era tan oscuro que resultaba casi negro, y descendía para encontrarse con el borde del mundo. Pero no del todo, porque a lo largo del horizonte, en una gran curva que se separaba la tierra del cielo, y que parecería no pertenecer a ninguno de los dos, se veía una franja de oscuridad más profunda, negra como la noche que Shervane no había conocido jamás.

Miró fijamente aquello durante mucho rato, y tal vez algún atisbo del futuro se deslizó en su alma pues aquella tierra oscura pareció de pronto viva y como si lo estuviese esperando. Cuando al fin apartó la mirada, supo que nada volvería a ser lo mismo, aunque era todavía demasiado joven para reconocer el desafío.

Y así fue como Shervane vio el Muro por primera vez en su vida.

A principios de la primavera se despidió de los suyos y cruzó con un criado las montañas para ir a las grandes tierras del mundo oriental. Allí conoció a hombres que tenían antepasados comunes con él, y allí estudió la historia de su raza, las artes nacidas en tiempos antiguos, y las ciencias que habían regido las vidas de los hombres. En los lugares de enseñanza se hizo amigo de muchachos que habían venido al este desde más lejos aún; a pocos de ellos volvería a ver de nuevo, pero había uno que representaría en su vida un papel más importante de lo que ninguno de los dos podía imaginar. El padre de Brayldon era un famoso arquitecto, pero su hijo pretendía superarlo. Viajaba de un país a otro, siempre aprendiendo, observando, preguntando. Aunque sólo tenía unos pocos años más que Shervane, su conocimiento del mundo era infinitamente mayor, o al menos eso le parecía a su compañero más joven.

Entre los dos despedazaban el mundo y lo reconstruían según sus deseos. Brayldon soñaba ciudades cuyas grandes avenidas e importantes torres eclipsarían incluso a las maravillas del pasado. El interés de Shervane recaía más bien en la gente que viviría en aquellas ciudades y en la manera en que organizarían sus vidas.

Con frecuencia hablaban del Muro, que Brayldon conocía por los relatos de su familia, pero que no había visto nunca con sus ojos. Muy hacia el sur de cada país, como Shervane había podido comprobar, se extendía como una gran barrera a través de la Tierra de la Sombra. Viajeros que habían estado en aquellas playas solitarias, apenas calentadas por los últimos y débiles rayos de Trilorne, habían observado cómo marchaba la oscura sombra del Muro mar adentro, despreciando las olas bajo sus pies. Y en las costas lejanas, otros viajeros lo habían visto avanzar a través del océano y adelantarles en su viaje alrededor del mundo.

—Un tío mío, cuando era joven, fue una vez hasta el Muro —dijo Brayldon—. Lo hizo por una apuesta, y cabalgó durante diez días para llegar a él. Creo que lo aterrorizó, de enorme y frío como era. No pudo saber si era de metal o de piedra, y cuando lanzó unos gritos no se oyó ningún eco sino que la voz se fue extinguiendo rápidamente, como si el Muro se hubiese tragado el sonido. Mi familia cree que es el fin del mundo, y que más allá no hay nada.

—Si esto fuese verdad —replicó Shervane con lógica irrefutable—, el océano se habría vertido por el borde antes de que se construyese el Muro.

—No, si lo construyó Kyrone al crear el mundo.

Shervane no estuvo de acuerdo.

—Los míos creen que es obra del hombre, tal vez de los ingenieros de la Primera Dinastía que hicieron tantas maravillas. Si realmente disponían de naves que podían llegar a las Tierras del Fuego, e incluso naves que podían volar, debían tener conocimientos suficientes para construir el Muro.

Brayldon se encogió de hombros.

—Debieron tener buenas razones —dijo—. Nunca sabremos la respuesta, así que no merece la pena preocuparnos.

Este consejo eminentemente práctico era, según pudo descubrir, todo lo que le daría el hombre corriente. Sólo los filósofos se interesaban por preguntas sin respuesta: para la mayoría de la gente, el enigma del Muro, como el problema de la existencia, era algo que apenas pasaba por su mente. Y todos los filósofos que había conocido le habían dado respuestas diferentes.

Primero fue Grayle, al que preguntó a su regreso de la Tierra de la Sombra. El viejo lo miró serenamente y dijo:

—Sólo hay una cosa detrás del Muro, según he oído decir. Y es la locura.

Después fue Artex, que era tan viejo que apenas si podía oír las tímidas preguntas de Shervane. Había mirado al muchacho entre unos párpados que parecían demasiado cansados para abrirse del todo, y le había respondido, después de mucho rato:

—Kyrone construyó el Muro en el tercer día de la creación del mundo. Lo que hay más allá lo sabremos cuando muramos, porque es allí donde van las almas de los muertos.

En cambio, Irgan, que vivía en la misma ciudad, le había dado una respuesta totalmente distinta:

—Sólo la memoria puede contestar tu pregunta, hijo mío. Porque detrás del Muro está la tierra donde vivimos antes de nacer.

¿A quién tenía que creer? Lo cierto era que nadie lo sabía: si alguna vez se había tenido este conocimiento, se había perdido desde tiempo inmemorial.

Aunque esta indagación no había tenido éxito, Shervane había aprendido muchas cosas en aquel año de estudio. Cuando llegó la primavera se despidió de Brayldon y de los demás amigos a quienes había tratado durante tan poco tiempo, y se lanzó a la antigua carretera que lo conduciría de nuevo a su país. Hizo de nuevo el peligroso viaje, atravesando el gran puerto de montaña donde las paredes de hielo se alzaban amenazadoras hacia el cielo. Llegó al lugar donde la carretera se torcía hacia abajo, de nuevo hacia el mundo de los hombres, donde había calor y corrientes de agua y la respiración no resultaba penosa por el aire helado. Desde allí, en la última cuesta del camino, antes de descender al valle, se podía ver una gran extensión de tierra y el resplandor lejano del océano. Y desde allí, casi perdida en la niebla, en el borde del mundo, Shervane pudo ver la línea de sombra que era su propio país.

Descendió por la ancha cinta de piedra hasta que llegó al puente que los hombres habían construido sobre la catarata, hacía mucho tiempo, cuando el único camino fue destruido por un terremoto. Pero el puente ya no estaba: las tormentas y los aludes de principios de la primavera se habían llevado uno de los macizos pilares, y el bello arco iris de metal yacía trescientos metros más abajo, como una ruina retorcida, sobre el agua y la espuma. Hasta después del verano no podría abrirse de nuevo la carretera. Y Shervane se volvió tristemente, sabiendo que tendría que pasar otro año antes de que pudiese regresar a su casa.

Se detuvo durante un buen rato en la última curva de la carretera, mirando atrás, hacia la tierra inalcanzable que guardaba todo lo que él amaba. Pero la niebla se había cerrado sobre ella y no pudo verla. Desanduvo resueltamente el camino hasta que desaparecieron las tierras despejadas y lo envolvieron de nuevo las montañas.

Cuando regresó Shervane, Brayldon aún estaba en la ciudad. Se quedó sorprendido pero al mismo tiempo se alegró de ver a su amigo, y juntos discutieron lo que tendrían que hacer al año siguiente. Los primos de Shervane, que apreciaban a su huésped, no lamentaron verlo de nuevo, pero sugirieron amablemente que no estaría bien considerado que dedicase otro año a sus estudios.

El plan de Shervane fue madurando lentamente, frente a una considerable oposición. Ni siquiera Brayldon se mostró muy entusiasta al principio, y sólo después de muchas discusiones se avino a colaborar. A partir de entonces, la conformidad de los demás fue sólo cuestión de tiempo.

Se acercaba el verano cuando los dos muchachos emprendieron el viaje hacia el país de Brayldon. Cabalgaban velozmente, porque el trayecto era largo y debían terminarlo antes de que Trilorne iniciase su descenso de invierno. Cuando llegaron a las tierras que Brayldon conocía, hicieron ciertas preguntas que fueron recibidas con sacudidas de cabeza. Pero las respuestas que les dieron fueron exactas. Pronto se encontraron en la Tierra de la Sombra, y Shervane vio el Muro por segunda vez en su vida.

No parecía muy lejos cuando lo divisaron, elevándose en una llanura desolada y solitaria. Pero tuvieron que cabalgar durante mucho tiempo sobre aquella llanura antes de acercarse al Muro. Casi habían llegado a sus pies cuando se dieron cuenta de lo cerca que estaban de él, pues no había manera de calcular la distancia hasta que podía tocarse alargando el brazo.

Cuando Shervane contempló aquella monstruosa pared de ébano que tanto había turbado su mente, tuvo la impresión de que se cernía sobre él y que estaba a punto de derrumbarse y aplastarlo. Apartó con dificultad los ojos de la visión hipnótica y se acercó todavía más para examinar el material de que estaba construido.

Tal como le había explicado Brayldon, era frío al tacto, más frío de lo normal incluso en aquella tierra privada de sol. No era duro ni blando, pues su textura eludía la mano de una manera difícil de comprender. Shervane notó que algo le impedía establecer contacto con la superficie, pero no vio ningún espacio entre el Muro y sus dedos cuando los apoyó en él.

Más extraño era aún el misterioso silencio de que había hablado el tío de Brayldon: las palabras eran amortiguadas, y todos los sonidos se extinguían con una rapidez anormal.

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