Cuentos (39 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Cuentos
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La ciencia no despuebla la naturaleza, ni penetra en sus más íntimos arcanos. El misterio sigue y seguirá siempre. Isis no levantará jamás el velo que la cubre.

El misticismo, que busca por camino más breve á su Dios, en el abismo de nuestra propia alma, no aspirará á tenerle allí incomunicado. Su Dios estará en el abismo del alma, y en aquel centro se unirá el místico con Dios por estrechísimo lazo; pero Dios estará también por todo el universo, y todo Él estará en cada cosa y todas las cosas estarán en Él. El misticismo psicológico no excluirá, sino implicará la teosofía naturalista.

El axioma capital de esta ciencia sublime será que la inteligencia infinita no es el término último, sino el principio de las cosas, sin dejar por eso de ser su fin y el centro hacia donde gravitan, y el punto en donde sus discordias hallan paz, y su agitación reposo, y solución sus contradicciones, y unidad perfecta sus calidades y condiciones diferentes.

En este alto sentido, toda ascensión de las cosas hacia mayor bien y más perfecta vida, toda evolución progresiva de cierto linaje de seres, dentro de un espacio marcado y de un período de tiempo mayor ó menor, es una Primavera. Las cosas, miradas en su totalidad, se mueven, sin duda, en círculo y vuelven al punto de donde partieron. En el todo no cabe progreso. Con él, si fuese total, podríamos suponer algo añadido á la gloria de Dios. Aunque allá, en lo profundo de su sér, esté y viva la idea con todos sus futuros desarrollos y perfecciones; mientras ésta vaya de lo menos á lo más con proceso sin término, parecerá como que crece la gloria divina, como que Dios es más creador ahora que antes, como que sus obras van dando cada vez más claro y cumplido testimonio de su saber y de su omnipotencia.

Es, por consiguiente, innegable que no hay progreso total. La inmutabilidad de la perfección infinita de Dios implica la inmutabilidad total de la perfección del universo, que es obra suya. Cabe, sin embargo, mudanza en los pormenores, y de ahí el progreso parcial ó temporal de esto ó de aquello.

Ya que me he engolfado en meditación metafísica, añadiré, con el debido respeto (no á Dios, para quien sería absurdo y ridículo, salir con esta salvedad, sino al parecer de otros meditadores), que la riqueza divina no crece ni mengua; no es cantidad: es lo infinito. Dios está siempre creando, y siempre lo tiene todo creado. Si crease un átomo más, sería más creador; si le aniquilase, sería menos; si mejorase en algo toda la obra, se corregiría, en cierto modo, á sí mismo.

Así, pues, vuelvo á sostener que el progreso de nuestro planeta es parcial y transitorio, está compensado por la decadencia ó fin de otros mundos, y está limitado en el tiempo, aunque se dilate centenares de miles de años, y en el espacio, aunque abarque todo el sistema solar á que pertenecemos, y hasta un grupo completo de soles, de que nuestro sol sea mínima parte.

Considerando ahora esta evolución de la vida, dentro de tan ancho espacio, bien podemos declararla año máximo, del cual vivimos, por dicha, en la Primavera.

La Primavera de este año máximo empezó, según sabios muy acreditados, hace veinte millones de años menores y usuales. Entonces apareció el primer sér organizado. Desde entonces trazan los sabios con la mayor escrupulosidad nuestro árbol genealógico. Empieza el árbol en un sér que llaman
monera
, término medio entre lo inorgánico y lo orgánico; germen, embrión, elemento primordial de la vida; dotado de una fuerza, de un prurito, de una propensión indistinta á ser vegetal o á ser animal. Va extendiéndose luego el árbol, y van las formas desenvolviéndose y diferenciándose, hasta que, al fin de la edad
paleolítica
, ya nuestros antepasados han conseguido elevarse á la categoría de lagartos ó medio peces. Durante la edad
mesolítica
ó secundaria, progresamos más. Al ir á llegar á su término, en el período
cretáceo
, somos
marsupiales
, esto es, tenemos, como los canguros y los jerbos, una bolsa, donde nuestros hijitos se esconden. En el período
eoceno
de la edad terciaria, logramos obtener la dignidad de monos; somos
catarrinios
, ó dígase monos con las ventanillas de las narices hacia abajo y con cola. En el período
mioceno
, ya la cola se nos cae, y nos asemejamos al gorila, al orangután y al chimpancé. En el período
plioceno
somos casi hombres, aunque
pitecoides
y
alalos
, ó sea sin palabra y sin entendimiento, como cualquiera mico. Por último, en la edad cuaternaria, en el período llamado diluviano, se nos desata la lengua, empezamos á charlar y somos verdaderos hombres. Desde este momento, los sabios menos exagerados y más tímidos y económicos en sus cronologías, ponen hasta el día de hoy unos veinticinco mil años. La raza
alala
, los
antropiscos
, los casi hombres, como si dijéramos, salieron del centro de África ó de un continente austral llamado Lemuria, que ya se hundió en el mar como la Atlántida, y que estaba entre el África y el Asia. Estos antropiscos eran negros como la tizne, y vivían en manadas ó rebaños para defenderse de las fieras. Así fueron extendiéndose por el mundo. Durante la dispersión y emigración, inventaron los idiomas, y de aquí que no puedan reducirse todos á un tipo primitivo, á la raza morena, que viene después, y á la que pertenecen los egipcios, se le da una antigüedad de quince mil años, naciendo por mejora de la raza negra. Sale luego á relucir la raza amarilla, cuyos representantes más ilustres son los chinos y japoneses. Su origen se pone diez mil años hace. Y se muestra, al cabo, la raza blanca, arios, semitas, caucasianos, etc., á la cual se concede una antigüedad de ocho mil años lo menos. A esta raza tenemos la honra de pertenecer, pero nadie nos asegura que no aparezca aún otra superior que nos deje postergados y tamañitos, lo cual será muy desagradable. Sea como sea, á pesar de los veinte millones de años que hace que apareció la
monera
, no se ha de negar que estamos aún en el período primaveral de este año máximo de que hemos hablado. ¿Qué progresos, qué maravillas, qué nuevas creaciones no deben esperarse aún? Apenas si la humanidad ha nacido. Yo he leído en un libro muy docto esta sentencia, que no olvidaré nunca. «La humanidad, en su vida colectiva, no ha nacido aún».

Todo este largo pasado que llevamos ya, el vivir en la primavera del año máximo y el columbrar un extenso porvenir, esplendoroso y fecundo, no debe, sin embargo, alegrarnos en demasía, ni menos ensoberbecernos. Comparados nuestros veinte millones de años ya cumplidos, más de otros veinte millones que por lo menos durara aún la primavera de este planeta, con otras primaveras y años máximos de otros planetas y de otros más grandes sistemas solares, tal vez parezca más breve dicha primavera que la ordinaria y menuda del año vulgar, que sólo dura tres meses.

Cavilando yo días pasados sobre este asunto, y hallándome en el campo, en soledad amena, en hondo valle circundado de rocas escarpadas, donde había silencio, frescura y mil plantas, hierbas y flores, tuve despierto un sueño, que parecía visión espiritual ó intuición pura de algo real, aunque para mí materialmente imperceptible.

Dentro de la superficie de un kilómetro cuadrado entendí que había ciertas emanaciones sutiles de cierto fluído mil veces más tenue que el aire; fluído que penetraba el aire todo, infundiéndose en los vacíos é intersticios que dejan sus moléculas. Este fluído, que el hombre no verá, ni pesará, ni sentirá jamás con sus sentidos, no se eleva más allá de un kilómetro. Tenemos, pues, un kilómetro cúbico lleno de este fluído tenue, desleído en el aire como perfumes ó efluvios. Figúreme, pues, mi kilómetro cúbico como un mundo aparte, y ví que estaba poblado de un linaje de silfos tan diminutos, que, si por descuido se tragase cualquiera de ellos la más ruin molécula de aire, dicha molécula se le atragantaría y quizás le ahogaría como á cualquiera de nosotros un hueso de melocotón. Mi linaje de silfos respira, pues, el fluído tenue de que he hablado. Con las moléculas del aire hacen los silfos mil primores, y hasta juegan cuando son muchachos, disparándolas por medio de enormes cerbatanas.

Fuera del kilómetro cúbico está para mis silfos lo infinito, desconocido é insondable. Viven en una hora; pero su inteligencia es tan rápida y tan sutil, que en esta hora tienen tiempo de sobra para instruirse, enamorarse, propagarse, seguir una carrera, elevarse á las más altas posiciones, legar un nombre ilustre á su legítima prole, y hasta cansarse de la vida y apelar al suicidio. Un minuto para cualquiera de ellos es mucho más que un año para cualquiera de nosotros. Sus poetas componen versos desesperados y desengañados á los quince minutos de nacer, y sus sabios inventan los más profundos y alambicados sistemas de filosofía á los treinta minutos.

La voz de mis silfos es tan delgada, que sólo el fluído susodicho puede transmitirla en ondas sonoras. Sus palabras van tan prontas, que en un segundo refiere un silfo una historia que el más conciso de nosotros tardaría tres ó cuatro horas en contar. Todo lo que entre nosotros es extenso, es intenso entre los silfos. En las veinticuatro horas de cualquier día se extiende la historia de los silfos, y es tan fecunda en revoluciones, cambios, guerras y progresos, como la nuestra en los mil ochocientos setenta y pico de años que median desde la Era cristiana hasta el momento en que escribo.

Mis silfos tienen figura humana. Yo entiendo que toda alma, todo pensamiento que informa un cuerpo, grande o chico, le da esta figura, por ser la más hermosa.

La hermosura de mis silfos es tal, que si lográsemos fabricar un microscopio bastante poderoso para llegar á verlos, envidiaríamos á los varones y nos enamoraríamos desesperadamente de las hembras.

Están muy adelantados en civilización. Han tenido muchos profetas y fundadores de religiones; pero ya va pasando entre ellos la edad de la fe, y rayando la aurora de la edad de la razón.

Sus conocimientos históricos, sin mezcla de fábula, aquello que la crítica más severa da por cierto, no pasa de noventa días, lo cual, equivale á más de tres mil sucesivas generaciones. Y como un minuto para ellos viene á equivaler á un año para nosotros, puede afirmarse que ellos hacen subir la antigüedad de su civilización á más de ciento veintinueve mil seiscientos años. Más allá, yendo contra la corriente de los tiempos, los silfos no ven claro; pero, si entre ellos hay un Darwin ó un Haeckel, sin duda colocará la aparición de la primera
monera
del mundo silfídico á una distancia proporcionalmente mucho mayor.

El concepto que forman del Universo es muy distinto del que formamos nosotros. Y no porque su razón no concuerde con la nuestra, sino porque son otros los datos de sus sentidos. No llegan con la vista al sol, ni á la luna, ni á las estrellas, por donde los torrentes de luz ardorosa que lanza sobre ellos el primero, y la luz tibia y plateada en que los baña la luna, proceden para ellos de un manantial oculto. Así es que forman mil hipótesis para explicarlo. Claro está que hay largos períodos históricos de una luz, y largos períodos históricos de otra.

En su mundo hay seres animados, de proporciones tan gigantescas, que nosotros ni siquiera las concebimos. Una avispa para ellos es más que lo que sería para nosotros el Nevado de Sorata, si arrancándose él mismo de cuajo, animándose y echando alas, se pusiese á volar y se nos mostrase por el aire. Por fortuna, la excesiva pequeñez de los silfos y su agilidad portentosa los salvan de tales monstruos.

Claro está que lo infinito es siempre lo infinito, así en la mente de un silfo como en la mente de un hombre. En este punto, si nos contraemos á la especulación racional, nuestros conceptos son iguales; pero en contar, en extenderse á mayor número, en notar mayor cantidad, los silfos nos ganan; penetran con sus sentidos, y ven y perciben abismos de extensión, de tiempo, de volumen y de duración en lo infinitamente pequeño, por donde lo mediano, lo mezquino para nosotros, su universo de un kilómetro cúbico, es más ingente para ellos que toda la inmensidad de los cielos para nosotros. Y no dejan por eso de poner más allá de su universo lo infinito inexplorado.

Andan todos ellos muy soberbios con su cultura y con sus progresos, que juzgan sin límites. Así como cuentan ya un pasado larguísimo, esperan un porvenir más largo aún. Y es lo cierto que no se equivocan. Ellos nacieron con esta última primavera y acabarán al fin del próximo otoño. Ahora, que es verano, están en todo el auge de su grandeza. Lo mismo nos sucede á nosotros.

¿Quién sabe si habrá seres, en comparación de los cuales seamos nosotros lo que para nosotros son mis silfos? Y si alguno de estos seres llega á averiguar que existimos, como yo he llegado á averiguar que existen silfos tales, ¿no se reirá, o nos compadecerá, al ver qué esperamos aún tan largo porvenir? Los millones de años que llevamos de vida y los que esperamos vivir aún, serán para él una primavera. Acaso, cuando vuelva él de veranear ó de bañarse en algunos baños de su mundo, encuentre ya el nuestro desolado y hecho ruinas, y extinguida nuestra efímera raza. Pero no tendrá razón. Lo importante es la inteligencia, la cual no se mide por varas, ni por kilómetros, ni por diámetros terrestres. Su actividad, cuando es fecunda, puede condensar en un minuto más hechos, más ideas, más creaciones, más gloria y más infierno, que otra inteligencia reacia, perezosa y torpe, durante siglos de siglos.

Última moralidad. Todo es relativo, como decía D. Hermógenes. No hay menos ni más. En el tiempo que he tardado yo en escribir este artículo para cumplir mi imprudente promesa, un hombre de ingenio fecundo hubiera sido capaz de escribir la historia de toda la raza humana; y, en menos tiempo, mis silfos son capaces de realizar lo más importante de su propia historia. No lo daré por muy seguro, porque no he llegado á enterarme bien y no gusto de fantasear, pero es posible que mientras yo he estado afanadísimo componiendo todas estas candideces é inocentadas á fin de salir del paso, mis silfos hayan fundado nuevos imperios, creado constituciones, inventado filosofías y máquinas, y erigido monumentos, en su sentir, imperecederos.

Tal consideración me avergüenza y humilla, en vez de llenarme de vanidad; y, aunque no sea de silfos, sino de hombres como yo, el público que ha de leerme, todavía le presento con grandísima desconfianza este escrito, que no he tenido reposo, ni humor, ni tiempo para hacer más breve.

El pescadorcito Urashima

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