Allá por los años de 1470 era todo aquello muy distinto. Extraordinaria importancia estratégica tenía la fortaleza, como construida en una altura, sobre enormes peñascos, que en gran parte le servían de cimiento. En el centro había cómoda habitación, casi un palacio, donde se albergaba el alcaide o señor que mandaba la hueste. Veinte años hacía que dicho alcaide, lleno de ardor juvenil, había salido en imprudente expedición contra los moros de Granada. Pasando por Alcalá la Real, había entrado en la Vega por Pinos de la Puente, causando mucho daño, talando algunos plantíos y sembrados, y cobrando no poco botín en cortijadas y alquerías. Pero al volver rico y triunfante para su castillo, en los agrios cerros y en el espeso bosque de encinas que hay entre Pinos y Alcalá, cayó en una celada que los moros, más de mil en número, le habían preparado, y allí murió combatiendo heroicamente contra ellos.
La viuda de don Jaime, que así se llamaba el muerto adalid, quedó como única señora y alcaidesa del castillo.
Era su nombre doña Mencía. Sobrina del conde de Cabra, se había criado en la casa de aquel ilustre prócer. Apasionadamente enamorada del gentil caballero don Jaime, venido de Aragón a ponerse al servicio del conde, y muy señalado ya por su habilidad y su brío en todos los ejercicios caballerescos, por sus notables proezas y, hasta por su talento y maestría en el gay saber, el conde no tuvo que oponer razón alguna contra la boda, y consintió en que don Jaime y doña Mencía se casasen, dando en dote a la doncella el dominio y la alcaidía del castillo de que voy hablando.
Sin duda para mostrarse más digno de su encumbramiento, don Jaime acometió la arriesgadísima empresa que causó su muerte. Diecisiete años acababa de cumplir doña Mencía cuando se quedó viuda. Amarga y desconsoladoramente lloró la muerte de su gentil e idolatrado esposo. Vistió severísimo luto, hizo una vida retirada, y en los veinte años que se siguieron hasta el día en que empieza esta historia, no salió del castillo sino para dar solitarios paseos.
En aquellos tiempos, las tierras todas del rey de Castilla estaban llenas de discordias y alborotos. No había paz ni seguridad en parte alguna, sino robos, sangrientos combates, muertes y estragos. Los grandes señores, por particulares rencillas y opuestos intereses, se hacían cruda guerra unos a otros. El reino, además, estaba dividido en dos opuestos y principales bandos. Fiel uno al rey don Enrique, pugnaba por sostenerse en el trono. El otro le había negado la obediencia, le había depuesto en Ávila, con cruel e infamante ceremonia, y reconocía como soberano al príncipe don Alfonso, hermano menor del rey. El reino de Córdoba ardía en disensiones, como todo el resto del país. Rara prudencia y singular entereza supo mostrar doña Mencía para conservarse en cierto modo neutral estando tan divididos los ánimos, sin dejar de ser fiel y sin faltar al pleito homenaje que a los de su casa y familia les era debido.
Todos respetaban a doña Mencía, la cual, gracias a su austeridad y recogimiento, estaba en opinión de santa. La hacía aún más respetable, prestándole algo de misterioso y sobrenatural, el que hubiese pocas personas que se jactasen de haberla visto, ni menos hablado. Se aseguraba, no obstante, que era hermosísima mujer, de treinta y siete años; pero que parecía mucho más joven por la esbeltez, elevación y gallardía de su cuerpo. Se decía que sus cabellos eran negros como la endrina, que los ojos brillaban como dos soles, que tenía manos muy bellas y señoriles, y que la palidez mate de su terso y blanco rostro estaba suavemente mitigada por el sonrosado y vago matiz que arrebolaba sus frescas mejillas. Doña Mencía apenas conversaba con más personas que con el padre Atanasio su capellán; con Nuño, su escudero y maestresala, y con la hija de Nuño, Leonor, que era su íntima servidora y confidenta.
Mucho lamentaba doña Mencía, en sus conversaciones con el padre Atanasio, los escándalos y las civiles contiendas que asolaban el país y tenían a sus hombres de más valer armados unos contra otros.
Doña Mencía había deplorado la violenta resolución tomada por don Alonso de Aguilar de prender en la misma casa del Ayuntamiento de Córdoba al mariscal don Diego, primo de ella, y de tenerle encerrado durante algunas semanas en el castillo de Cañete; pero más deploraba aún el desafuero de don Diego desafiando a don Alonso, contra la expresa voluntad y orden del rey, que quería paz entre ellos, y de llevar adelante el desafío bajo el amparo del rey moro, que le dio campo y palenque en la vega de Granada. Allí citó y aguardó don Diego a don Alonso; y como éste no acudiese al desafío, don Diego, declarado vencedor por el rey moro, ató a la cola de su caballo un cartelón donde iba escrito el nombre de don Alonso de Aguilar con la calificación de alevoso, y le arrastró por el suelo con ignominia. Terrible fue la afrenta; pero don Alonso la sufrió con paciencia magnánima, reservando su valor para más patrióticos y altos empeños, según supo mostrarlo en el resto de su vida y en su muy gloriosa y trágica muerte.
La soledad y la monotonía de la existencia de la alcaidesa no habían tenido la menor alteración a pesar de una extraña novedad que había en el castillo desde hacía una semana. Doña Mencía custodiaba en él a un huésped, o, mejor dicho, a un prisionero. Su primo don Diego había exigido que le custodiase, imponiéndole además como un deber el abstenerse de preguntar el nombre del huésped, el cual, por su parte, había prometido también no revelar su nombre. Don Diego tenía grande interés en que no se supiese el nombre de su prisionero, y hasta en que se ignorase que tenía prisionero alguno. Por eso no quiso llevarle ni a Cabra ni a Baena, y le llevó al castillo de doña Mencía, donde no había más gente que la guarnición, y bajo cuyo amparo no se había fundado aún la villa que hoy existe. Doña Mencía tuvo que ceder a la imposición de su primo; pero gustaba tanto de la soledad, y era tan poco lo que le importaban los sucesos del mundo, que no quiso ver al cautivo que su primo le trajo, y le confió a Nuño, para que éste vigilase, alojase y cuidase con esmero, como a persona principal, y según don Diego quería.
La dama del castillo supo sólo que su huésped o prisionero era un rapaz imberbe, que tendría dieciséis años a lo más, y del que don Diego se había apoderado, sorprendiéndole sin armas y en compañía de otros rapaces cazando pajarillos con red y con liga, cimbel y reclamos, en las orillas de un arroyo no lejos de Monturque.
En su estrado estaba doña Mencía, sola y entregada a sus rezos, en una hermosa mañana del mes de abril, cuando su doncella, Leonor, entró precipitadamente, asustada y llorosa, y se echó a sus pies pidiendo perdón y refugio.
—Yo no tengo la culpa, señora; yo no tengo la culpa. Mi padre se enoja contra mí, y quiere matarme sin justo motivo. El rapaz que está prisionero es el más descomedido insolente de los rapaces. Me sorprendió al pasar yo sola por la galería, me requebró con desenvoltura, me asió luego entre sus brazos, y, a pesar de mi resistencia y de mis gritos, me dio muchos besos. No sé cuántos, porque me los dio tan de prisa, que no tuve tiempo para contarlos. Llegó en esto mi padre y agarró al rapaz de una oreja, tratando de castigarle; pero el rapaz, que debe de ser fuerte y ágil, le echó la zancadilla, le derribó por tierra y se largó con risa. Mi padre se levantó renqueando, y, ansioso de vengar el agravio recibido, vino furioso contra mí. Yo, señora, me refugio aquí, y me pongo bajo tu amparo. Defiéndeme, señora; mira que soy inocente.
La grave doña Mencía frunció el entrecejo al oír la narración de aquel lance; pero en la cara, en el acento y en las frases de Leonor reconoció su sinceridad y que no era culpada; la levantó del suelo en que estaba de hinojos y le aseguró que la defendería. Toda su cólera estalló con vehemencia contra el atrevido rapaz, que con tan liviano desacato ofendía su casa. Llamó a Nuño, le exigió que absolviese a su hija de culpas que en realidad no tenía, y le ordenó que, sin entrar en nueva lucha con el rapaz, y sin acudir tampoco a otras personas para que no se enterase nadie de lo ocurrido, trajese al rapaz a su presencia para que ella le reprendiese duramente, como él merecía.
Cumplió Nuño las órdenes, y pocos instantes después compareció el rapaz ante la hermosa dama, que le recibió, como juez severísimo, con imponente autoridad y compostura. Nuño y Leonor se retiraron a una señal de la dama. Esta quedó sentada en un sillón de brazos, como si fuera tribunal o trono. El rapaz estaba de pie frente de ella, con ademán muy respetuoso por cierto, pero en manera alguna temeroso ni turbado. Con enérgicas palabras la dama le echó en cara su fea conducta, le amonestó para que se corrigiese, y le exigió que pidiera perdón de su culpa. Él contestó de esta suerte:
—Yo, señora mía, me confieso culpado, y estoy dispuesto a pedirte humildemente perdón, de rodillas delante de ti. Si alguna disculpa tengo, válganme como tal mis verdes mocedades y mi completa inexperiencia de las cosas del mundo. Yo me figuré, señora, que me hallaba en la cumbre de una montaña, y muy cerca de una nube que parecía de carmín y de oro, por lo cual gusté tanto de ella que me atreví a abrazarla y aun a besarla; pero la nube se me desvaneció y deshizo, y entonces apareció el sol que la nube me ocultaba, y cuyos divinos reflejos eran los que había dado a la nube los brillantes matices que me enamoraron, me sedujeron y me hicieron incurrir en la falta, que como tal deploro, si bien, por otra parte, casi me alegro de haberla cometido. Cometiéndola he apartado la nube y he logrado al fin ver el sol, que desde hace una semana anhelaba yo ver y que ahora extasiado contemplo.
Colorada como la grana, en parte de ira y en parte de gustosa sorpresa, se puso doña Mencía al oír el desenfadado discurso de aquel audaz muchacho. A pesar de su austeridad, tan probada y acendrada durante veinte años, sintió que en el fondo de su pecho pugnaba por salir y le retozaba la risa al notar tanta juvenil desvergüenza; pero al fin triunfó la condición austera de la egregia dama, y despidió al mancebo, diciéndole:
—Está bien, niño; pero mejor estaría si tu maestro o tu ayo te hubiera enseñado menos retórica y más comedimiento y circunspección, para no faltar al respeto que a una ilustre dama se debe, y que se debe también a su casa y a su servidumbre. Vete y corrígete, y haz de modo que no tenga yo que apelar a dolorosos extremos para poner coto a la audaz conducta de que parece que te jactas en vez de arrepentirte.
Quiso replicar el rapaz, pero la dama hizo tan imperioso gesto de desagrado y despedida, y fulminó contra él tan terrible mirada de sus negros ojos, que le hizo enmudecer y que le arrojó de la estancia como si lo hiciera a materiales empellones.
Escarmentado el joven cautivo y acaso más cautivo aún de su propia cortesía y de la veneración y del afecto que le había inspirado la dama con sólo verla, se condujo durante los diez días que se siguieron con la corrección más cumplida, mostrando paciencia ejemplar para sufrir sin quejas su triste y enojoso cautiverio. La severa doña Mencía advirtió entretanto que atormentaba a veces su alma cierto arrepentimiento de haber empleado con el rapaz severidad sobrada. Allá a sus solas pensaba en él casi de continuo, y se complacía en saber lo mucho que su reprimenda había valido, y cuán juiciosamente se conducía el mozo. Luego recordaba su rostro y toda su gentil figura, que no había dejado de examinar cuando le tuvo delante de ella. Y por virtud de este recuerdo vino a nacer en su alma la más singular alucinación, la más curiosa y rara fantasía que puede soñarse. En balde procuraba apartar de su mente aquel ensueño peligroso. El ensueño volvía con tenacidad sobre ella y ni dormida ni despierta la dejaba en libertad y en sosiego. Imaginó que el insolente rapaz a quien había reprendido era el vivo retrato de don Jaime, su difunto esposo; y yendo más adelante en aquellas cavilaciones, se dio a recelar o a sospechar que las hadas benéficas, o algunos otros seres o genios sobrenaturales, para premiar sus largos años de rígida viudez, le devolvían con vida al esposo a quien habían tenido durante todo aquel tiempo encantado y oculto en un mágico submarino alcázar, no ya conservándole joven, sino poniéndole, más joven y más gallardo de lo que antes era. Y como las imaginaciones no vienen solas, sino que nacen unas de otras, enredándose y trabándose como áurea cadena, doña Mencía no se contentó con fingir pasado lo que se acaba de decir, sino que se creyó conocedora y zahorí de lo presente y aun inspirada profetisa para ver a las claras las cosas futuras. Así dio por cierto que el rapaz, su cautivo, llevaba en la frente la marca y el sello de un genio casi sobrehumano, y que delante de él se abrían luminosos horizontes de gloria y largo camino de triunfos y de grandezas.
Como quiera que fuese, doña Mencía no pudo resistir a la tentación de volver a ver al rapaz. Para cohonestarla, antes de caer en ella, se le ofrecían tres razonables motivos. Era el primero que, en virtud de la buena conducta del joven, debía ella endulzar lo amargo de su reprimenda llamándole y dándole su absolución. Era el segundo que, por la gran diferencia de edad que entre ambos mediaba, el afecto de ella hacia él tenía mucho de maternal y muy poco o nada de pecaminoso. Y era el tercero que el recordar es siempre mil y mil veces más poético que el mirar, por donde tal vez cuando ella mirase de nuevo al muchacho, caería en la cuenta de que no se parecía a su difunto esposo, de que ni él estaba encantado ni la encantaba a ella, y de que eran sueños vanos y sin substancia todos los pronósticos en que prestaba al rapaz las grandezas y los triunfos que expresados quedan. En suma, doña Mencía se humanó, se apiadó del aislamiento de su cautivo, y, en vez de dejarle comer solo en la torre en que vivía, le convidó a comer a su mesa.
Con este trato familiar y diario, doña Mencía dio por seguro que pronto acabarían por desvanecerse las ilusiones algo malsanas que había concebido; pero, por desgracia, aconteció muy al revés de su buen propósito y honradísimo intento.
Don Juan Fresco pasa aquí como sobre ascuas, sin aclarar ni determinar nada. Yo no he de ser más explícito y terminante que mi tocayo. Diré sólo que, pocos días después, doña Mencía apareció más bella y remozada, iluminando su rostro una alegría dulce y mucha satisfacción y contento, vistiéndose con más primor y saliendo a caballo a dar largos paseos por los más solitarios y ásperos caminos, acompañada sólo del mancebo cautivo y del anciano Nuño, a quien el mozo había ganado la voluntad y con quien estaba muy bien avenido. Nuño tenía además la más completa convicción de que el mancebo no perseguía ya ni inquietaba a Leonor, cuya honestidad estaba segura.