Authors: Bruno Schulz
La Primavera
—más que un relato, una novela corta— forma parte del corpus narrativo de
El Sanatorio de la Clepsidra
(1934), segundo libro en prosa de Bruno Schulz, escritor judío-polaco que levantó en muy poco tiempo una obra literaria —además de gráfica— poderosa y de largo aliento, que lo ha situado entre los grandes nombres de la literatura universal. La Primavera contiene todos esos elementos característicos de la novela romántica de corte histórico del siglo XIX: amor, poesía, intrigas, política, conjuras de palacio, personajes de trazo soberbio como la enigmática Bianka —o Józef— el mismo protagonista, y hasta un alucinante panóptico de figuras de cera que vuelven a cobrar vida animada por mor de la magia negra y poética que Schulz y su alter ego —el protagonista de la historia— despliegan en cada página.
Bruno Schulz
La primavera
ePUB v1.0
chungalitos02.04.12
Título original:
Wiosna
Traducción de Jorge Segovia y Violeta Beck
Primera edición: 2009
Maldoror ediciones
ISBN-10: 84-96817-12-1
He aquí la historia de una primavera que fue más auténtica, más deslumbrante y más violenta que las otras, que simplemente tomó en serio, al pie de la letra, su texto, ese manifiesto inspirado, escrito con un rojo de fiesta, el más claro, el del lacre y el calendario, del lápiz de color y del entusiasmo, amaranto de los telegramas felices de allá...
Cada primavera comienza así, con sus horóscopos enormes y embriagadores y que no están hechos a la medida de una sola estación; en cada primavera —digámoslo de una vez— hay todo esto: desfiles y manifestaciones interminables, revoluciones y barricadas; cada primavera es en un momento dado atravesada por un viento cálido de encarnizamiento, una tristeza, un encantamiento sin límites que busca en vano su equivalente en la realidad.
Más tarde, esas exageraciones y apogeos, esas acumulaciones y éxtasis entran en floración, se funden en la exuberancia de los follajes que se agitan en los jardines primaverales, en la noche, y el murmullo las absorbe. Así las primaveras se reniegan, sumergidas en los murmullos apagados de los parques en flor, en las crecidas y mareas; olvidan sus promesas, pierden una a una las páginas de su testamento.
Sólo esta primavera tuvo el coraje de durar, de permanecer fiel, de mantener todas sus promesas. Después de tantas fracasadas tentativas, anhelos, conjuros, quiso al fin establecerse verdaderamente, hacer explotar a través del mundo una primavera general y definitiva.
¡Viento, huracán de acontecimientos: el feliz golpe de Estado, días patéticos, espléndidos, triunfales! ¡Quisiera que el desarrollo de mi historia cogiese su ritmo animado, que adoptase el paso y el tono heroicos de esa epopeya, el ritmo de esa primaveral Marsellesa!
Insondable es el horóscopo de la primavera. Ésta aprende a leerlo de cien maneras a la vez, busca a ciegas, silabea en todos los sentidos, feliz cuando logra descifrar algo entre los engañosos pronósticos de los pájaros. Lee ese texto al derecho y al revés, perdiendo el sentido y volviendo a encontrarlo, en todas sus versiones, en miles de alternativas, de gorjeos y trinos. Su texto está por entero compuesto de elipsis, de puntos suspensivos trazados en el azul vacío, y, en los espacios entre las sílabas los pájaros deslizan sus caprichosas conjeturas y sus previsiones. Es por lo que mi historia, a imagen de ese texto, seguirá distintas vías ramificadas y será tejida con guiones, con suspiros y frases inacabadas.
En esas noches anteprimaverales, dilatadas y salvajes, cubiertas por un cielo inmenso, todavía austeras y sin aroma, conduciendo a través de los accidentes del firmamento hacia los desiertos estrellados, mi padre me llevaba a cenar al jardín de un pequeño restaurante, encerrado entre los muros ciegos de las últimas casas de la plaza que le daban la espalda.
Caminábamos bajo la luz húmeda de las farolas que vibraban ante los golpes de viento, a través de la gran plaza abovedada, solos, abrumados por la inmensidad de los laberintos celestes, perdidos y desorientados bajo los espacios vacíos de la atmósfera. Mi padre levantaba hacia el cielo su rostro inundado de una débil claridad y miraba con una tristeza amarga la grava de las estrellas diseminada, los torbellinos desatados. Sus densidades irregulares aún no se ordenaban en constelaciones, ninguna figura organizaba aquellas dimensiones estériles.
La tristeza de los desiertos estrellados pesaba sobre la ciudad, las farolas tejían la noche que se proyectaba en el suelo con haces luminosos, que ataban imperturbablemente, nudo tras nudo. Bajo las farolas, los transeúntes se detenían —ora dos, ora tres— en el círculo de luz que creaba en torno a ellos la ilusión efímera del comedor iluminado por su lámpara sobre la mesa, rodeados por una noche indiferente, inhóspita, que se dispersaba por arriba, y devenía un paisaje celeste inextricable, deshilachado por golpes de viento desoladores. Las conversaciones languidecían; con los ojos ocultos en la penumbra de los sombreros, sonreían, meditabundos, escuchando el murmullo lejano de las estrellas, que dilataba los espacios de esa noche.
En el jardín del restaurante los senderos eran de gravilla. Dos farolas de gas silbaban en sus postes. Vistiendo negras levitas, los señores permanecían sentados —ora dos, ora tres—, encorvados ante las mesas cubiertas de manteles blancos, con su mirada apagada fija en los relucientes platos. Inmóviles, calculaban los movimientos en el gran tablero negro de ajedrez del cielo, imaginaban los saltos de los caballos, las piezas perdidas y las constelaciones que enseguida ocupaban su lugar.
En el estrado, los músicos mojaban sus bigotes en jarras de cerveza amarga, apagados y silenciosos, sumidos en sí mismos. Sus instrumentos, violines y violonchelos de nobles contornos, yacían abandonados bajo el aguacero silencioso de las estrellas. A veces los agarraban con las dos manos, los probaban, los afinaban con la nota quejumbrosa de su pecho que verificaban carraspeando. Después los dejaban, como si los instrumentos no estuvieran todavía maduros, a la medida de aquella noche que seguía transcurriendo impasible. Entonces, en la marea baja de los pensamientos, entre el ligero tintineo de los cubiertos proveniente de las mesas blancas, un solo violín se alzó bruscamente, precozmente crecido, adulto; hace un momento tan quejumbroso y meditabundo, se mantenía ahora ante nosotros, esbelto, de talla fina, y, consciente de su misión, retomaba la causa humana diferida un instante, continuaba el proceso perdido ante el tribunal del firmamento donde se dibujaban con signos de agua las curvas y los perfiles de los instrumentos, fragmentos de llaves, liras y cisnes inacabados,
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imitativo comentario maquinal de las estrellas al margen de la música.
El señor fotógrafo, que desde hacía algún tiempo nos lanzaba miradas de inteligencia, vino finalmente a sentarse a nuestra mesa trayendo su jarra de cerveza. Nos dirigía sonrisas equívocas, luchaba con sus propios pensamientos, hacía tamborilear los dedos, perdía sin cesar el hilo de la situación. Sentíamos desde el primer momento cuánto había allí de paradójico. Ese campamento improvisado en el restaurante bajo los auspicios de las estrellas lejanas caía irremediablemente en quiebra, se hundía de modo miserable, no pudiendo hacer frente a las pretensiones de la noche que crecían con desmesura. ¿Qué podíamos nosotros oponer a aquellos desiertos sin fondo? La noche aniquilaba la empresa humana que el violín trataba en vano de defender, ocupaba el lugar vacío, disponía sus constelaciones en las posiciones conquistadas.
Veíamos el campamento de mesas en desbandada, el campo de batalla de servilletas y manteles abandonados que la noche franqueaba triunfal: la noche luminosa e incontable. Nosotros nos levantamos, mientras que, habiéndose adelantado a nuestros cuerpos, nuestro pensamiento corría ya tras el rumor de sus carros,
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tras el lejano y difuso rumor de sus grandes caminos claros.
Caminábamos bajo los cohetes de los astros, nuestra imaginación anticipando iluminaciones cada vez más altas. ¡Oh, el cinismo de la noche triunfante! Habiendo tomado posesión de todo el cielo, jugaba ahora al dominó, sin apresurarse, sin contar, recogiendo con desdén los millones ganados. Después, aburrida, trazaba sobre el campo desolado miles de garabatos traslúcidos, caras sonrientes, siempre una única y misma sonrisa que, en algunos instantes, ya eterna, pasaría a las estrellas para perderse en su indiferencia.