La primavera (9 page)

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Authors: Bruno Schulz

BOOK: La primavera
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XXXIX

Importantes asuntos, asuntos de Estado de la mayor trascendencia me obligan ahora a tener con Bianka frecuentes conferencias secretas. Me preparo escrupulosamente, trabajando hasta avanzadas horas de la noche en mi escritorio, sumido en todos esos problemas dinásticos de una naturaleza particularmente delicada. El tiempo pasa, la noche se detiene silenciosa en el halo de la lámpara delante de la ventana abierta, noche avanzada y solemne; cada vez más oscura, desamparada e impotente, lanza en mi ventana suspiros inefables. A largos y lentos tragos mi habitación aspira las malezas del parque, se llena de la oscuridad mezclada con las semillas de los granos que se esparcen en el aire, con los pólenes oscuros y las mariposas nocturnas de terciopelos silenciosos que sobrevuelan las paredes al ritmo de pánicos inaudibles. Las espesuras arboladas de los tapices se erizan de angustia, a través de las hojas de plata se deslizan pavores letárgicos, éxtasis, estremecimientos y terrores que colman la noche de mayo más allá de los márgenes de la medianoche. Su fauna de cristal, plancton ligero de mosquitos, me envuelve mientras que me inclino sobre mis papeles, intercala en el espacio su blanco bordado espumeante y precioso que la noche sigue tejiendo más allá de la medianoche. Saltamontes y efímeras, mariposas nocturnas de cristal, finos monogramas, arabescos imaginados por la noche, vienen a posarse sobre las páginas, cada vez más grandes y fantásticos, tan grandes como murciélagos, como vampiros, hechos del aire y la caligrafía. Por el visillo filigranea ese sensitivo bordado, invasión silenciosa de una blanca fauna imaginaria.

Una noche así, que ignora sus propios límites, hace que la noción de espacio pierda su sentido. Rodeado por esa danza como de derviches giradores de los insectos, con un fardo de papeles ya analizados bajo el brazo, doy algunos pasos en una dirección indeterminada, hacia el callejón sin salida de la noche cerrada por una puerta blanca, la puerta de la habitación de Bianka. Muevo el picaporte y entro en su casa como si pasara de una pieza a la otra. A pesar de eso, en el momento de franquear el umbral, los bordes de mi sombrero negro de carbonario
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golpean contra el viento de una larga caminata, la seda de mi corbata atada en un nudo fantástico murmura en las corrientes de aire, aprieto contra mí el portafolios con el voluminoso dossier de documentos ultra secretos. Tengo la impresión, después de haber franqueado su vestíbulo, de entrar en el centro de la noche. ¡Qué profundamente se respira aquí! Esto es el núcleo, el corazón de la noche ahogada de jazmín. Aquí comienza entonces la verdadera historia. Una gran lámpara arde sobre la cabecera de la cama. Bajo la sombra carmínea de su pantalla Bianka descansa entre enormes almohadones, llevada por la crecida de las sábanas como por la marea ascendente de la noche. La ventana está abierta, Bianka lee, con la cabeza apoyada sobre su pálido brazo. Me inclino profundamente, ella me responde con una breve mirada, apartando por un segundo los ojos del libro. Vista de cerca, su belleza parece controlarse, podríamos decir que se retira. Con una sacrílega emoción observo que el dibujo de su pequeña nariz está lejos de ser noble y su tez lejos de ser perfecta. Lo percibo con un cierto alivio, aunque sé que si borra así su resplandor, es únicamente por una especie de piedad, para no cortarme el aliento y la palabra. Con el alejamiento, su belleza se regenera y enseguida se vuelve dolorosa, desmesurada e insoportable.

Animado por su gesto, me siento cerca de la cama y comienzo mi informe sirviéndome de los documentos que he preparado. Por la ventana abierta —a la altura de la cabeza de Bianka—, los rumores enloquecidos del parque entran por oleadas. Desfiles de árboles, todo un bosque penetra a través de las paredes, omnipresente, envolvente. Bianka me escucha con cierta distracción. En el fondo, me parece irritante que no interrumpa la lectura. Ella me deja exponer cada problema bajo todos sus aspectos, demostrar todos los pros y los contras, después, alzando los ojos, parpadea, con un aire un poco ausente, y zanja rápido el asunto, superficialmente pero con una precisión asombrosa. Atento a cada una de sus palabras, escucho ardientemente el tono de su voz con el fin de descubrir su intención oculta. Entonces le presento humildemente los decretos, los firma, y sus pestañas arrojan largas sombras sobre sus mejillas, después me observa con leve ironía cuando yo los rubrico.

Es posible que la avanzada hora —pasada la medianoche— no favorezca la concentración en los asuntos de Estado. Superada la última frontera, la noche entra en una cierta relajación. Mientras conversamos, la ilusión de la pieza se difumina cada vez más, estamos realmente en el bosque: matas de helechos invaden todos los rincones, justo detrás de la cama brota una pared de maleza, móvil, enredada. De esa pared frondosa surgen —con las reverberaciones fulgúreas de la lámpara— ardillas de grandes ojos, picos y criaturas nocturnas; estáticas, miran el espacio luminoso con ojos saltones. A partir de un cierto momento, entramos en un tiempo ilegal, en una noche incontrolada, culpable de todos los excesos, de todas las fantasías. Lo que ocurre es inesperado, fútil, teñido de infracciones imprevisibles. Sólo a eso puedo atribuir el cambio extraño que se produjo entonces en el comportamiento de Bianka. Ella, siempre tan seria y dueña de sí misma, personificación de una bella disciplina, se vuelve caprichosa y obstinada, de reacciones sorprendentes. Los papeles están diseminados sobre la gran superficie del cobertor, Bianka los coge negligentemente y echa una ojeada distraída, después los deja deslizar de sus dedos indiferentes. Con un rictus malhumorado en sus labios, su pálido brazo bajo la cabeza, posterga su decisión y me hace esperar. O bien me vuelve la espalda, se tapa los oídos con las manos, sorda a mis proposiciones y súplicas. O bien, súbitamente, con un movimiento brusco del pie tira al suelo todos los papeles y me mira desde la altura de sus almohadones, con las pupilas misteriosamente dilatadas, cuando me inclino para recogerlos y sacudirles las agujas de pino. Esos caprichos, por lo demás encantadores, no facilitan mi tarea de regente, difícil y llena de responsabilidades. Durante nuestra conversación, el susurro del bosque y el olor del jazmín hacen desfilar a través de la habitación paisajes siempre nuevos, siempre más vastos: fragmentos de bosques, cortejos de árboles y arbustos, escenarios forestales. Se hace evidente que, desde el principio, nos encontramos como en un tren nocturno que se desplaza lentamente al borde de un barranco, en las proximidades boscosas de la ciudad. De allí viene ese soplo de aire, embriagador y profundo, que penetra en los compartimientos con un argumento nuevo que se prolonga en una perspectiva infinita de presagios. Hay incluso un revisor con su pequeña linterna, surgido de no se sabe dónde o de entre los árboles, que perfora nuestros billetes. Penetramos en la noche, las corrientes de aire hacen crujir las puertas. Los ojos de Bianka parecen más profundos, sus mejillas arden, una sonrisa enigmática se dibuja en sus labios. ¿Va a confiarme un secreto? Habla de traición y su cara se enciende, sus ojos se empequeñecen ante la subida del placer cuando, retorciéndose como un lagarto bajo el cobertor, insinúa que yo he traicionado, yo, la misión más sagrada. Indaga atentamente mi cara palidecida con sus ojos dulces que súbitamente se ponen a bizquear. "Hazlo, murmura con insistencia, hazlo. Tú te convertirás en uno de ellos, en uno de esos negros..." Y, cuando lleno de desesperación, llevo un dedo a mis labios con gesto de súplica, una repentina maldad se dibuja en su cara. "Eres ridículo con tu fidelidad, tu misión. ¡Dios sabe lo que te imaginas! Te crees indispensable. ¿Y si hubiera elegido a Rudolf? Lo prefiero mil veces a ti, aburrido pedante. Ah, él me obedecería, me obedecería hasta el crimen, hasta borrarse a sí mismo, hasta aniquilarse." Después, con un aire repentinamente triunfante, me pregunta: "¿Recuerdas a Lonka, la hija de la lavandera Antosia, con la que tú jugabas cuando eras pequeño?" Yo la miré asombrado. "Era yo, dijo sonriendo ahogadamente, sólo que en aquella época yo era un muchacho más. ¿Te gustaba entonces? "

Ah, en el seno de la primavera algo se rompe y se deshace. Bianka, Bianka, ¿también tú me decepcionas?

XL

Temo desvelar demasiado pronto mis últimas bazas. La apuesta es muy elevada como para correr tal riesgo. Hace mucho tiempo que he dejado de dar cuenta a Rudolf del desarrollo de los acontecimientos. Además, su comportamiento ha cambiado. La envidia, que era el rasgo dominante de su carácter deja paso a una cierta generosidad. Una benevolencia servil mezclada de turbación se manifiesta en sus gestos y en sus palabras torpes cuando nos encontramos por azar. Antes, detrás de su aspecto sombrío de hombre taciturno, detrás de su reserva que disimulaba una expectativa, había en efecto una curiosidad devoradora, ávida de detalles nuevos, de una nueva versión del asunto. En la actualidad, está extrañamente tranquilo, ya no desea conocer nada de mí. En el fondo prefiero eso, ahora que cada noche tengo esas conferencias tan importantes en el museo de figuras de cera, y que deben todavía permanecer absolutamente secretas. Los vigilantes, inconscientes por la vodka que les ofrezco en abundancia, duermen el sueño de los justos mientras que yo delibero entre esa augusta asamblea, al resplandor de algunas velas humeantes. Hay entre ellos cabezas coronadas y no resulta fácil su trato. Todos conservan su heroísmo de antaño, hoy desprovisto de sentido, la facultad de consumirse en el fuego de un ideal, de jugárselo todo a una sola carta. La prosa cotidiana ha desacreditado una tras otra las ideas por las que vivieron, y helos aquí llenos de una energía inútil, con los ojos brillantes, la mirada ausente: esperan la última réplica de su papel. Me será muy fácil falsear esa réplica, inducirles una idea cualquiera: ¡son tan crédulos, tan desamparados! Eso hace mi tarea menos ardua. Aunque, por otro lado, me cuesta llegar a su espíritu, encender ahí la chispa de un pensamiento, pues el viento de la nada sopla a través de sus almas. Tan sólo el despertarlos de su sueño me ha llevado un gran esfuerzo. Estaban todos postrados en sus camas, mortalmente pálidos y no respiraban. Me incliné sobre sus rostros, pronuncié en voz baja las palabras esenciales para ellos, las palabras que hubieran debido traspasarlos, electrizarlos. Abrieron un ojo. Tenían miedo de los vigilantes, ponían semblante de estar sordos, de estar muertos. Solamente una vez tranquilizados se levantaron de sus lechos, cubiertos de vendajes, compuestos de piezas, sujetando las prótesis de madera, los falsos pulmones y las imitaciones de hígados. Al principio, se mostraron muy desconfiados, intentaban recitar los papeles que se les había enseñado. Les parecía inconcebible que se les pudiera pedir otra cosa. Y yo los veía inmóviles, turbados, exhalando a veces un gemido, esos hombres espléndidos, flor de la humanidad, esos Dreyfus y Garibaldi, Bismarck y Victor Manuel I, Gambetta y Mazzini, y tantos otros. El archiduque Maximiliano era el que peor lo entendía. Cuando, pegado a su oreja, murmuré, repitiéndole cálidamente, el nombre de Bianka, sus ojos parpadearon, un gran asombro se dibujó en sus rasgos, pero ninguna luz de comprensión los iluminaba. Sólo entonces, cuando pronuncié lentamente, con fuerza, el nombre de Francisco José I, una mueca salvaje torció sus rasgos durante un segundo: como un reflejo que no tuvo ya correspondencia en su alma. Ese complejo, también, hace mucho tiempo que fue expulsado de su conciencia. ¿Cómo pudo vivir con una tensión de odio así, él, reconstituido y cicatrizado tan penosamente después de la sangrante descarga de fusilería de Veracruz
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? Tuve que volver a enseñarle su vida desde el principio. La anamnesia era muy débil, tuve que recurrir a sus reflejos emocionales. Le inculqué los rudimentos del amor y el odio. Una noche después, puede creerse que lo había olvidado todo. Más dotados que él, sus camaradas venían en mi ayuda aconsejándole las reacciones con las que debía responderme. Así, su educación avanzaba lentamente. Él estaba muy castigado, muy devastado interiormente por sus vigilantes, sin embargo obtuve al fin el siguiente resultado: al oír pronunciar el nombre de Francisco José I sacaba su espada de la funda. Incluso estuvo a punto de traspasar a Victor Manuel I que no se apartó a tiempo de su camino.

Ocurrió, además, que el ideal había inflamado mucho más rápido al resto de ese sagrado colegio que al desventurado archiduque, que seguía a los otros con gran dificultad. Su entusiasmo no tenía límites, me sentía obligado a mitigarlo con todas mis fuerzas. Imposible juzgar hasta qué punto habían comprendido la causa por la cual iban a combatir. El fondo, el contenido, no era su asunto. Predestinados a arder en el fuego de un dogma, estaban encantados de haber encontrado —gracias a mí— una palabra por la cual podrían morir en el campo de honor, arrastrados por el viento del éxtasis. Los tranquilizaba por medio de la hipnosis, empujándolos progresivamente, aunque con dificultad, a guardar el secreto. Estaba orgulloso de ellos. ¡Qué general tuvo nunca bajo sus órdenes un estado mayor tan deslumbrante, un cuerpo de oficiales de espíritus tan ardientes, una guardia formada por inválidos, ciertamente, pero inválidos tan geniales!

Llegó finalmente la noche tormentosa, colmada de tempestad, conmovida hasta el fondo por aquella enormidad que germinaba en su seno. Los relámpagos rompían las tinieblas, la tierra se abría, resquebrajada hasta las entrañas, mostraba su núcleo deslumbrador y después lo cerraba de nuevo. El mundo remaba en medio del murmullo de los parques, de desfiles de árboles, de horizontes cambiantes. Abandonamos el museo protegidos por el velo de la noche. Yo marchaba a la cabeza de aquella cohorte inspirada que avanzaba entre claudicaciones, vacilaciones, descansos, ruidos de muletas y madera. Los relámpagos se deslizaban sobre las láminas de las espadas que ya se habían desenvainado. Alcanzamos así, en la oscuridad, la reja de la villa. Estaba abierta. Inquieto, presintiendo una celada, di la orden de encender las antorchas. El aire se empurpuró, los pájaros alzaron el vuelo, asustados por la luz de las llamas humeantes. Vimos la villa, sus terrazas y balcones como iluminados por un incendio. En el tejado ondeaba una bandera blanca. Con el corazón oprimido por un mal presentimiento, entré en el recinto a la cabeza de mis valientes. En la escalinata apareció el mayordomo. Con un ademán de saludo, descendía la monumental escalera y se aproximaba, pálido, dudando, cada vez más visible a la luz de las antorchas. Dirigí contra su pecho la punta de mi espada. Mis fieles permanecían inmóviles con las antorchas en alto, en el silencio se oía el crepitar de las llamas movidas por el viento.

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