Authors: Bruno Schulz
Entonces, desarmado por la armonía general, Francisco José I proclama una amnistía tácita, permite el rojo, y lo permite para esa única noche de mayo, bajo una forma diluida y dulzona, y —reconciliado con el mundo y con su antítesis— se muestra al pueblo desde una de las ventanas de Schónbrunn; en ese momento, lo ven en todo el mundo, desde todos los horizontes donde, alrededor de las plazas de mercado bien barridas, colmadas por una muchedumbre silenciosa, corren atletas rosas. Aparece como una enorme apoteosis real-imperial sobre el fondo de las nubes, con levita turquesa, con la cinta de Gran Maestre de la Orden de Malta, apoyando sus manos enguantadas en la balaustrada de la ventana, los ojos achicados por un rictus imitando la sonrisa en medio de los deltas de arrugas: sus ojos, dos botones azules sin bondad y sin gracia. Permanece de pie, zorro desilusionado maquillado en imagen de bondad, con una mueca por sonrisa en su rostro sin humor ni genio.
Después de largas vacilaciones le conté a Rudolf los acontecimientos de los últimos días. No podía guardar para mí ese secreto que me subía a la boca. Con el rostro súbitamente ensombrecido, Rudolf me acusó de mentir, sus celos estallaron al fin de forma evidente. Todo eso es una farsa, una farsa desvergonzada, gritaba recorriendo a grandes pasos la pieza y levantando los brazos al cielo. ¡Extraterritorialidad! ¡Maximiliano! ¡México! ¡Ah! ¡Ah! ¡Plantaciones de algodón! Era suficiente, se acabó, él no admitiría que su álbum fuese utilizado para semejantes empresas. Se terminó la asociación. El contrato estaba denunciado. Se tiraba de los pelos. Estaba fuera de sí, dispuesto a todo.
Intenté explicarme, calmarlo, yo estaba muy asustado. Le concedí que en efecto el asunto a primera vista parecía increíble. Yo mismo —le dije— estoy asombrado. Nada extraño, pues, que se niegue a admitirlo, toda vez que no estaba preparado para eso. Invoqué a su corazón y a su honor. ¿Se quedará con la conciencia tranquila, al retirarme su ayuda, justamente ahora cuando el asunto entra en su fase decisiva, conseguirá que todo fracase negándome su participación? Finalmente, me comprometí a probarle con la ayuda del álbum que todo era verdad, palabra por palabra. Un poco más apaciguado, abrió el álbum. Nunca antes yo había hablado con tanta elocuencia y ardor, me superaba a mí mismo. Aludiendo a los sellos, rechacé todos los reproches, disipé todas las dudas y, yendo más lejos, llegué a conclusiones tan reveladoras que yo mismo me quedé deslumbrado ante las perspectivas que las mismas abrían. Rudolf se callaba, convencido, ya no era cuestión de romper nuestra entente.
¿Puede considerarse verdaderamente un azar el hecho de que un museo de figuras de cera, un gran teatro de ilusión —extraordinario panóptico
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— llegara por esos días y acampase en la plaza de Santa Trinidad? Yo lo había previsto desde hacía tiempo y se lo anuncié triunfalmente a Rudolf.
La tarde era ventosa e inquieta. A intervalos, caía un débil sirimiri. En el horizonte amarillo y apagado, el día se disponía a morir, desplegando sus toldos grises sobre el cortejo de nubes que se iban una tras otra hacia los más allá frescos y nocturnos. Las últimas estelas lejanas del sol poniente aparecieron todavía un instante, cayendo sobre una llanura espejeante de grandes lagos. Un reflejo amarillo, aterrado, ya condenado, cortó al bies una mitad del cielo: la cortina cayó rauda, los tejados brillaron con una pálida luz húmeda, la noche descendió sobre la ciudad y algunos instantes más tarde los canalones se pusieron a cantar un aire monótono.
El panóptico estaba ya iluminado. En el crepúsculo rápido y ansioso, en la luz carmínea del día agonizante, la gente se apresuraba, siluetas oscuras bajo los paraguas abiertos, ante la entrada de la carpa donde pagaban con respeto su localidad a una dama escotada, florida, centelleante, adornada de joyas y llevando una corona dorada en la boca, busto viviente, atado y pintado, desapareciendo en la sombra de las colgaduras de terciopelo.
Franqueando las puertas abiertas, penetramos en el espacio iluminado. Había ya mucha gente. Algunos grupos, con abrigos mojados por la lluvia y los cuellos alzados, deambulaban en silencio, se detenían formando semicírculos recogidos. Entre ellos, reconocí sin dificultad a los otros, a aquellos que en apariencia aún eran parte del mismo mundo pero en realidad llevaban una vida separada, embalsamada, una vida de representación colocada sobre un pedestal, expuesta a las miradas, vestida de etiqueta y vacía. Se mantenían de pie en un silencio sobrecogedor, ataviados con solemnes levitas, chaqués y chaquetas de buen tejido, confeccionadas a la medida. Estaban muy pálidos, con máculas rojas en las mejillas dejadas por su última enfermedad, de la que habían muerto, y los ojos brillantes. Desde hace mucho tiempo no hay ni un solo pensamiento en sus cabezas, únicamente el hábito de exhibirse desde todos los lados, el vicio de ofrecerse en representación, que los sostenía en ese último esfuerzo. Deberían estar ya en la cama, después de haber tragado una cucharada de medicamento, envueltos entre las sábanas frías, y con los ojos cerrados. Era un abuso obligarles a permanecer hasta tan tarde en sus zócalos y sillas sobre las que se mantenían rígidos, con los pies enfundados en zapatos de charol, infinitamente distantes de su vida de antaño, completamente privados de memoria. Desde que abandonaron la casa de locos, donde permanecieron un cierto tiempo como en el purgatorio, considerados como maníacos, antes de traspasar el último umbral de su boca colgaba, como la lengua de un estrangulado, su último grito. No, esos no eran los Dreyfus, los Edison ni los Lucceni completamente auténticos, sino en una cierta medida simuladores. Quizá eran en efecto locos cogidos en flagrante delito, en el momento mismo en que esa deslumbrante
idee fixe
los había poseído, o su locura era verdad; hábilmente aislada, pura como un elemento y ya inmutable, se convirtió en el pivote de su nueva existencia. Desde entonces, sólo tenían ese único pensamiento-exclamación en la cabeza y se apoyaban en él, con un pie en el aire, petrificados en pleno vuelo.
Pasando de un grupo al otro, con una creciente ansiedad lo buscaba con la mirada. Finalmente lo encontré; no vestía el impecable uniforme de almirante de la flota levantina, que llevaba en el momento de abandonar Toulon en «Le Cid», ni tampoco el uniforme verde de general de caballería, que se ponía habitualmente al final de sus últimos días. Estaba vestido con una simple levita de largos faldones plisados, pantalón claro, un falso cuello alto con pechera le sostenía el mentón. Nos detuvimos los dos, Rudolf y yo, embargados por la emoción y el respeto, mezclados a un grupo de hombres que formaban un círculo en torno a él. Súbitamente, me quedé frío hasta la médula. A tres pasos de allí, en la primera fila de espectadores, vi a Bianka, en vestido de tul, acompañada de su institutriz. Ella también miraba. Su cara adelgazada estaba muy pálida, sus ojos apagados, llenos de sombra, tenían una expresión de tristeza mortal.
Permanecía inmóvil, con las manos cruzadas ocultas entre los pliegues de su vestido, los ojos llenos de luto bajo la línea severa de las cejas. Mi corazón se crispó dolorosamente. Seguí maquinalmente su mirada, y esto es lo que vi: la cara de Maximiliano se animó, despertó, una sonrisa levantó la comisura de sus labios, sus ojos parecieron brillar y se movieron en sus órbitas, un suspiró levantó su pecho donde refulgieron medallas. No era un milagro, sino un truco puramente técnico. Una vez animado, el archiduque iniciaba el ceremonial de bienvenida
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según el principio de su mecanismo, ceremoniosamente, con arte, como tenía por costumbre cuando vivía. Su mirada se deslizaba sobre los presentes, deteniéndose en cada uno por separado.
Así se encontraron sus miradas. Él se estremeció, vaciló, tragó saliva como si fuese a decir algo, pero pronto, obedeciendo al mecanismo, apartó los ojos y su mirada continuó deslizándose sobre otros rostros, siempre con la misma sonrisa intimidante y feliz. ¿Había notado la presencia de Bianka? ¿Puso en ella su corazón? ¿Quién podía saberlo? Además, no era él mismo en el sentido propio del término, apenas un doble alejado de su verdadera persona, muy disminuido y en un estado de profunda postración. Mas, si nos atenemos a los hechos, había que admitir que él era, digamos, su propio pariente, incluso quizás él mismo, en la medida en que eso era todavía posible tanto tiempo después de su muerte. Sin duda le era difícil, para esa resurrección en cera, entrar exactamente en su piel. A pesar de todo, se había necesariamente deslizado en él en esta ocasión algo nuevo, amenazador, algo extraño, que procedía de la locura del genial maníaco que había concebido, y eso sólo podía llenar a Bianka de terror. Si un hombre gravemente enfermo recuerda poco a aquél que ha sido antes, ¿qué decir de un resucitado a pesar de sí mismo? ¿Cómo se comportaba ahora frente a ese ser salido de su sangre? Con una fingida alegría, forzando la nota, representaba su comedia de emperador-bufón, sonriente y soberbio. ¿Había sido llevado a tanta simulación como consecuencia de las miradas que le echaban en ese hospital las figuras de cera donde vivían todos bajo la amenaza de los rigores del asilo, tenía tanto miedo de los vigilantes que lo espiaban desde todos los rincones? Penosamente salido de una locura, propia, curado y finalmente salvado, ¿temía ser precipitado de nuevo en el desorden, en el caos?
Cuando mi mirada se encontró de nuevo con Bianka, vi que había ocultado su rostro en un pañuelo. La institutriz le rodeaba los hombros con un brazo, sus ojos de esmalte, vacíos, brillaban. Yo no podía soportar más el dolor de Bianka, los sollozos me oprimían la garganta, le tiré a Rudolf de una manga. Nos dirigimos hacia la salida.
A nuestras espaldas, aquel ancestro maquillado, aquel abuelo en la flor de la vida continuaba enviando a la redonda su saludo vehemente y soberano; con un aumento de celo había incluso levantado el brazo, arrojando casi, desde el fondo de su silencio inmóvil, besos tras nuestros pasos. Entre el zumbido de las lámparas de acetileno y el suave murmullo de la lluvia contra los toldos de la carpa, se levantaba sobre la punta de los pies con esfuerzo, completamente enfermo, y, como todos ellos, aspirando a la mortaja.
En el vestíbulo, el busto maquillado de la cajera nos dirigió la palabra, sus diamantes y su corona dental fulguraron sobre el fondo de las mágicas colgaduras. Nosotros salimos a la noche rutilante y tibia. El agua chorreaba de los tejados brillantes, los canalones lloraban con una voz monótona. Nos pusimos a correr bajo aquel aguacero iluminado por las farolas que zumbaban con la lluvia.
¡Oh, abismo de la vileza humana, oh, intriga infernal! ¿En qué alma pudo engendrarse esa idea venenosa y satánica que supera los sueños más locos? Cuanto más profundizo en su insondable bajeza, más admiro en ese complot criminal la perfidia sin límites, el brillo del genio del mal.
Así, pues, el presentimiento no me había engañado. Aquí, entre nosotros, bajo apariencias de lealtad, en una época de paz general y de vigencia de los tratados internacionales, se cometía un crimen de lesa majestad. Un sombrío drama se desarrollaba en medio de un silencio absoluto, tan bien disimulado que nadie pudo adivinarlo ni descubrirlo bajo las apariencias inocentes de esta primavera. ¿Quién hubiera sospechado que entre ese maniquí amordazado, mudo, de ojos artificialmente animados, y Bianka, tan delicada, tan bien educada, se desarrollaba una tragedia familiar? ¿Quién era Bianka? ¿Debemos al fin levantar el velo del secreto? ¿Qué importa si no descendía de la emperatriz legítima de México
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, ni incluso de la esposa morganática, Isabel de Orgaz, cuya belleza había seducido al archiduque desde que la vio aparecer sobre la escena de una ópera ambulante?
¿Qué importa si su abuela fue aquella pequeña criolla a quien él llamaba tiernamente Conchita y que bajo ese nombre entró en la historia, por la escalera de servicio si se puede decir? Las informaciones que pude recoger sobre ella en el álbum de sellos se pueden resumir en pocas palabras.
Después de la caída del emperador, Conchita partió con su pequeña hija a París donde vivió de su renta de viuda, inquebrantablemente fiel a su imperial amante. La historia pierde aquí la huella de ese personaje entrañable; quedan las conjeturas y las intuiciones. Nada sabemos del matrimonio de su hija ni de la suerte de ésta. En cambio, en 1900, una cierta señora de V., persona de una extraordinaria belleza exótica, acompañada de su marido y su pequeña hija, deja Francia por Austria, provista de un pasaporte falso. En Salzburgo, en la frontera bávara, en el momento de subir al tren de Viena, toda la familia es arrestada por los gendarmes austriacos. Cosa extraña, después de la comprobación de sus falsos papeles, el señor de V. es puesto en libertad, sin embargo no hace ninguna gestión para liberar a su mujer y su hija. El mismo día, regresa a Francia y desaparece sin dejar huella. Aquí, todos los hilos se pierden por completo. ¡Con qué entusiasmo los encontré nuevamente, surgiendo en trazos de fuego de las páginas del álbum! Mi mérito y mi descubrimiento son el de haber identificado al nombrado V. como un personaje muy sospechoso, conocido bajo otro nombre y en un distinto país. Pero, ¡chist!... Ni una palabra más por el momento. Nos basta con saber que la genealogía de Bianka está verificada sin ninguna duda posible
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