Authors: Bruno Schulz
Nos detuvimos en la pastelería para comprar dulces. Apenas habíamos traspasado la puerta acristalada, resonante, con un interior blanco, frío, lleno de golosinas brillantes, cuando la noche detuvo de golpe todas sus estrellas, bruscamente atenta, curiosa de saber si no iríamos a escaparle. Nos esperó todo ese tiempo pacientemente, montando guardia delante de la puerta, haciendo brillar a través de los cristales los planetas inmóviles, mientras que nosotros escogíamos los dulces tras una madura reflexión. Fue entonces cuando vi a Bianka por primera vez. Acompañada de su institutriz, permanecía de pie cerca del mostrador, en vestido blanco, de perfil, delgada y caligráfica, como salida del Zodíaco
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. Manteniendo una pose característica de joven altiva, no se volvió y siguió comiendo un pastel de crema. Todavía bajo la influencia del zigzag de las estrellas, no la veía con claridad. Así se cruzaron por primera vez nuestros horóscopos, aún muy enredados. Se encontraron y se separaron insensiblemente. Aún no habíamos comprendido nuestro destino en ese temprano aspecto astral y salimos haciendo resonar la puerta acristalada.
Regresamos después por un camino apartado, atravesando un lejano suburbio. Las casas eran cada vez más bajas y dispersas; finalmente, las últimas estaban separadas y entramos en un clima diferente. De súbito, nos encontramos en medio de una primavera suave, de una noche tibia que plateaba el fango con los rayos de una luna joven, malva pálido, apenas surgida. Esa noche se anticipaba con un apresuramiento febril a sus fases ulteriores. Hace un momento sazonada con el sabor acre habitual de la estación, el aire se tornó repentinamente suave, insípido, impregnado de los olores de la lluvia, de la tierra húmeda y de las prímulas que florecían en la blanca luz mágica. Era igualmente extraño que bajo aquella luna generosa la noche no llenase aquel plateado fango con el desove gelatinoso de las ranas, que no abriese las ovas, o hiciese hablar a las miles de pequeñas y locuaces bocas diseminadas por los espacios pedregosos, donde en los menores intersticios rezumaban los hilos brillantes de una dulcedumbre agua. Hay que adivinar, añadir el croar al rumor de las fuentes, a los temblores secretos. Un momento detenida, la noche se puso en marcha, la luna estaba cada vez más pálida, como si hubiera vertido su blancura de una copa a otra, cada vez más alta y luminosa, cada vez más mágica y trascendente.
Caminábamos así bajo la gravitación creciente de la luna. Mi padre y el señor fotógrafo me habían cogido entre ellos, porque me caía de sueño. La tierra húmeda crujía bajo nuestros pasos. Yo dormía desde hacía algún tiempo, encerrando bajo los párpados toda la fosforescencia del firmamento barrido por signos luminosos, por señales y fenómenos estrellados, cuando finalmente nos detuvimos en pleno campo. Mi padre me acostó sobre su abrigo extendido en el suelo. Con los ojos cerrados, veía el sol, la luna y once estrellas alineadas en el cielo para el desfile, que marchaban delante de mí.
—¡Bravo, Józef! —exclamó mi padre aplaudiendo. Fue un plagio evidente aplicado a otro Józef
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, en circunstancias muy distintas. Nadie me lo reprochó. Mi padre —Jakub— movió la cabeza y chasqueó la lengua, el señor fotógrafo colocó su trípode en la arena, abrió el fuelle de la cámara y se metió bajo los pliegues de tela negra: fotografiaba ese fenómeno extraordinario, ese horóscopo brillante en el cielo, mientras que yo, con la cabeza bañada en la claridad, estaba tendido sobre el abrigo, inerte, sosteniendo ese sueño el tiempo de la exposición.
Los días se hicieron largos, claros y amplios, casi demasiado amplios visto su contenido, indefinido y pobre. Eran días llenos de espera, palideciendo de aburrimiento e impaciencia. Un soplo claro, un viento brillante atravesaba su vacío que aún no era turbado por los senderos de los jardines desnudos y soleados, limpiaba las calles tranquilas, largas y claras, barridas como los días de fiesta y que, también ellas, parecían esperar una llegada, todavía desconocida y lejana. El sol se dirigía lentamente hacia el equinoccio, ralentizaba su curso, alcanzaba la posición en la que debía detenerse en un equilibrio ideal, arrojando torrentes de fuego sobre la tierra desierta.
Un soplo infinito recorría el horizonte en toda su extensión, disponía los setos y las avenidas a lo largo de las líneas puras de las perspectivas y se detenía al fin, sofocante, inmenso, para reflejar, en su espejo que abrazaba el mundo, la imagen ideal de la ciudad, fatamorgana sumida en su anfractuosidad luminosa. El universo se inmovilizaba un instante, sin aliento, ciego, queriendo entrar todo entero en esa imagen quimérica, eternidad provisoria que se abría ante él. Pero el segundo feliz pasaba, el viento rompía su espejo y el tiempo volvía a tomarnos en su posesión.
Llegaron las vacaciones de Pascua, interminablemente largas. Liberados de la escuela, deambulábamos por la ciudad sin necesidad ni fin, sin saber aprovechar la libertad vacía, imprecisa, inutilizable. No encontrando nosotros mismos definición, esperábamos una del tiempo que, embrollado en miles de respuestas equívocas, tampoco él sabía encontrar.
Se habían dispuesto ya las mesas en la acera delante del café. Las señoras con vestidos claros estaban sentadas y aspiraban el viento a pequeños tragos, como se degusta un helado. Las faldas flotaban, el viento les mordisqueaba el dobladillo como un cachorro furioso, las mejillas de las señoras se sonrosaban, el viento seco quemaba sus rostros, agrietaba sus labios. El entreacto duraba todavía y su gran tedio, el mundo se acercaba suavemente, con angustia, a una frontera, llegaba —demasiado pronto— a un objetivo y esperaba.
En aquellos días, teníamos todos un apetito de ogro. Deshidratados por el viento, nos precipitábamos en la casa para devorar grandes rebanadas de pan con mantequilla, comprábamos en la calle rosquillas crujientes y frescas, durante horas permanecíamos sentados en fila, sin un pensamiento en la cabeza, bajo el amplio porche abovedado de un inmueble de la plaza del mercado. Entre las arcadas bajas se veía la plaza blanca y limpia. Los toneles de vino estaban alineados a lo largo del muro y olían bien. Repiqueteando con el pie sobre las planchas de madera, entorpecidos por el tedio, nos sentábamos en el largo mostrador en el que, los días de mercado, se vendían las pañoletas abigarradas de las campesinas.
Repentinamente, Rudolf, con la boca llena de rosquillas, sacó de un bolsillo interior su álbum de sellos y lo abrió ante mis ojos.
En aquel momento, comprendí por qué esa primavera había sido hasta entonces tan vacía, tan cerrada y tan sofocante. Inconscientemente, se silenciaba, se callaba, retrocedía
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, dejaba el sitio libre, se abría enteramente como un espacio puro, un azul sin opiniones ni definiciones, forma asombrada y desnuda que esperaba un contenido misterioso. De ahí procedía esa neutralidad azul, como despertada en sobresalto, esa inmensa disponibilidad. Esa primavera estaba a punto, amplia, desierta y disponible, sin aliento y sin memoria: aguardaba la revelación. ¿Quién hubiera podido prever que saldría, deslumbrante y adornada, del álbum de sellos de Rudolf?
Eran abreviaciones y fórmulas extrañas, recetas de civilizaciones, amuletos de bolsillo en los que se podía agarrar con dos dedos la esencia de los climas y de las provincias. Eran órdenes de pago en imperios y repúblicas, en archipiélagos y continentes. ¿Qué poseían de más los emperadores y usurpadores, los conquistadores y dictadores? Súbitamente sentí la dulzura del poder, el acicate de esa insatisfacción que sólo el gobierno de las tierras puede saciar. Con Alejandro el Grande
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yo deseé el mundo. Y ni una pulgada menos, todo el mundo.
Sombrío y ardiente, colmado de un áspero amor, recibía el desfile de la creación: países en marcha, comitivas brillantes que veía a intervalos, a través de eclipses púrpuras, aturdido por los golpes de la sangre que golpeaba en mi corazón al ritmo de esa marcha universal de todas las naciones. Rudolf hacía desfilar ante mis ojos batallones y brigadas, organizaba la parada con celo, con dedicación. Él, el dueño de ese álbum, se degradaba voluntariamente, descendía al rango de un ayuda de campo, recitaba su informe solemnemente, como un juramento, cegado y desorientado en su rol ambiguo. Finalmente, en un arrebato, empujado por una magnanimidad desmesurada, colocó en mi pecho —como si se tratara de una medalla— una Tasmania rosa, resplandeciente como el mes de mayo, y un Hajdarabad plagado de alfabetos extraños, entrelazados
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Fue en aquel momento cuando tuvo lugar la revelación, visión bruscamente descubierta, fue en aquel momento cuando llegó la buena nueva, mensaje secreto, misión especial de posibilidades incalculables. Horizontes violentos se abrieron por completo, feroces hasta cortar el aliento, el mundo brillaba y temblaba, se inclinaba peligrosamente, amenazando con romper las amarras de todas las reglas y todas las medidas.
¿Qué es para ti, querido lector, un sello de correos? ¿Y qué el perfil de Francisco José I con su calvicie ornada por una corona de laurel? ¿No es el símbolo de la grisalla cotidiana, límite de todas las posibilidades, garantía de fronteras infranqueables donde el mundo ha sido encerrado de una vez para siempre?
En aquella época, el mundo estaba cercado por Francisco José I
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y no había salida que llevara más allá. Ese perfil omnipresente e inevitable surgía en todos los horizontes, aparecía por todos los rincones de las calles, cerraba el mundo con llave como una prisión. Y he aquí que, en el momento en que nosotros ya habíamos perdido la esperanza, cuando llenos de una amarga resignación habíamos aceptado la univocidad del mundo, su estrecha invariabilidad cuyo poderoso garante era Francisco José I, en aquel momento, oh Dios mío, tú has abierto súbitamente ante mí ese álbum de sellos como una cosa anodina, me has permitido echar una mirada fugaz sobre ese libro fascinante, sobre ese álbum que abandonaba su ropaje a cada página, cada vez más cegador, cada vez más conmovedor... ¿Quién va a reprocharme por haber quedado deslumbrado, paralizado por la emoción, que las lágrimas corriesen de mis ojos bañados de claridad? ¡Oh, relatividad maravillosa, acto copernicano, fluidez de las categorías y las nociones! ¡Así, oh Dios mío, has permitido tantos modos, incontables, de existencia! Es más de lo que yo había soñado en mis sueños más locos. ¡Así, esa anticipación de mi alma no me había equivocado, mi alma que, contra toda evidencia, se obstinaba en creer que el mundo era infinitamente diverso!
El mundo se limitaba entonces a Francisco José I. En cada sello de correos, en cada moneda, en cada estampación, su imagen confirmaba la inmutabilidad, el dogma inquebrantable: tal es el mundo y no hay otros mundos posibles fuera de este, decía el sello ornado con el anciano real-imperial. Todo lo demás sólo es ilusión, pretensión extravagante y usurpación. Alojado en toda cosa, Francisco José I había detenido el mundo en su desarrollo.
Querido lector, todo nuestro ser se inclina a la lealtad. La lealtad de nuestra naturaleza educada no es insensible al encanto del poder. Francisco José I era el poder supremo. Si ese anciano autoritario ponía todo su peso en la balanza, no había nada que hacer, había que renunciar a todas las esperanzas del espíritu, a sus presentimientos ardientes, organizarse bien que mal en ese mundo —el único posible— sin ilusiones y sin romanticismo: había que olvidar.
Sin embargo, cuando la prisión se había irrevocablemente cerrado, cuando la última salida había sido tapada, cuando una conjuración de silencio había rodeado al prisionero, Francisco José I habiendo amurallado, obstruido el más pequeño intersticio con el fin de que no te viésemos, entonces, oh Dios mío, has surgido, vestido con el abrigo rumoroso de los mares y los continentes y tú lo has desmentido; Señor, has cargado con la infamia de la herejía al hacer estallar esa enorme blasfemia, florida y espléndida. ¡Oh, Heresiarca
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espléndido! Tú me has deslumbrado entonces con ese libro resplandeciente, has explotado en el bolsillo de Rudolf al manifestarte en su álbum de sellos. En esa época, yo no conocía aún la forma triangular del álbum. En mi inconsciencia, lo había confundido con una pistola de cartón con la cual disparábamos en clase, bajo el pupitre, para mayor contrariedad de los profesores. ¡Y tú has disparado, Señor! ¡Fue tu cálida retahíla, tu filípica luminosa y soberbia contra Francisco José I y su Estado de prosa, fue el verdadero libro del esplendor!
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