Authors: Bruno Schulz
Ésta es la historia de la princesa raptada y sustituida.
Cuando a medianoche entran silenciosamente en la umbrosísima villa que se levanta entre los jardines, en la habitación blanca de techo bajo en la que hay un piano de cola negro y reluciente con todas las cuerdas enmudecidas, cuando a través del gran ventanal la noche se introduce como si lo hiciera por los cristales de un invernadero, noche pálida en la que cae una fina lluvia de estrellas —los vasos de las ramas del cerezo expanden su perfume amargo que flota sobre la cama blanca— entonces en la gran noche despierta circulan las angustias y el corazón habla en su sueño, y vuela y tropieza y solloza en la noche salpicada de rocío, luminosa y colmada de mariposas... Ah, cómo el amargo perfume del cerezo dilata la noche, y el corazón fatigado, agotado por sus felices carreras, quisiera dormirse un instante sobre una frontera aérea, sobre una arista estrecha, mientras que la noche discurre cada vez más pálida e inmaterial, completamente rayada por líneas y zigzags luminosos, y el corazón vuelve a delirar, se deja arrastrar en los asuntos complicados de las estrellas, apresuramientos sofocados, pánicos lívidos, sueños lunáticos, estremecimientos letárgicos. ¡Ah, esos raptos y persecuciones de la noche, esas traiciones y murmullos, negros y timoneles, balaustradas de balcones y postigos nocturnos, vestidos de muselina y velos flotando en una enloquecida huida!... Finalmente, tras un breve eclipse, un momento de pausa negra y sorda, llega la hora en la que todas las marionetas están alineadas en sus cajas, todas las cortinas corridas, y las respiraciones recobran su vaivén tranquilo sobre la escena, mientras que en el profundo cielo sereno el amanecer construye silenciosamente sus villas lejanas rosas y blancas, sus pagodas y minaretes claros de cúpulas redondas.
Solamente para un lector atento del Libro la naturaleza de esta primavera se hace clara y legible. Todos esos preparativos matinales, vacilaciones, dudas y escrúpulos, desvelan su sentido al iniciado en los sellos de correos. Éstos le introducen en el juego complicado de la diplomacia matinal, en largas negociaciones, en las tergiversaciones atmosféricas que preceden al día. El México abigarrado y tórrido quisiera verterse en nieblas rojas de la novena hora —es claramente visible—, con su serpiente retorciéndose en el pico de un cóndor
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, pero en el alto verdor de los árboles un papagayo repite obstinadamente a intervalos regulares, siempre con la misma entonación, «Guatemala», palabra turquesa, y la atmósfera se impregna de un perfume de cereza, de frescor, de hojas. Así, poco a poco, superando dificultades y conflictos, tiene lugar la declaración, se decide el orden del ceremonial, la lista del desfile, el protocolo diplomático del día.
En el mes de mayo, los días eran rosas como Egipto. La plaza desbordaba con un fulgor ondulante. En el cielo, las nubes se acumulaban bajo las grietas luminosas, volcánicas, de contornos cegadores, y —Barbados, Labrador, Trinidad— todo viraba al rojo, como si se mirara el mundo a través de gafas de rubíes. Al ritmo de los eclipses púrpuras de la sangre subida a la cabeza, la gran corbeta de la Guyana
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atravesaba el cielo, con las velas desplegadas. Avanzaba, pesadamente, con sus telas golpeadas por el viento, con sus cordajes extendidos, entre los gritos de los sirgadores, a través de la agitación de las gaviotas y la luz cobriza del mar. Entonces surgía, cubriendo todo el cielo, desplegándose, el enorme aparejo de cordajes enredados, de vergas y jarcias, y el espectáculo aéreo de palos de mesana, de baupreses y foques se desarrollaba, y a intervalos aparecían negros ágiles que se dispersaban en el laberinto de la tela, se perdían en medio de las señales y las figuras fantásticas del cielo de los trópicos.
Más tarde, el decorado cambia, en el cielo tres sombras rosas se despliegan a la vez, la lava brillante humea, dibujando con un trazo luminoso los contornos amenazadores de los macizos de las nubes, y —Cuba, Haití, Jamaica— el nudo del mundo discurría al fondo, llegaba a lo esencial, bruscamente la quintaesencia de esos días se derramaba: océanos de los trópicos, azules de los archipiélagos, atolones y torbellinos felices, monzones salados de Ecuador.
Con el álbum de sellos entre las manos, leía esa primavera. ¿Acaso no era el gran comentario de sus tiempos, la gramática de sus días y noches? Esa primavera que se conjugaba con todas las Colombia, Costa Rica, Venezuela. Pues México, en el fondo, ¿qué era, o Ecuador o Sierra Leona, sino una codiciada especia que realzaba el sabor del mundo, posibilidad última, punto muerto del aroma al que había llegado el mundo en sus búsquedas después de pulsar todas las teclas del teclado?
Lo importante es no olvidar —como Alejandro el Grande— que ningún México es el último, que sólo es un punto de paso, que el mundo continúa más allá, y que tras cada México se abre otro México, todavía más deslumbrante.
Bianka es toda gris. Su tez curtida encubre como un toque diluido de cenizas apagadas. Creo que el contacto de su mano debe sobrepasar todo lo imaginable.
La disciplina de su sangre es resultado de generaciones amaestradas. Conmovedor sometimiento a los imperativos de la educación, y que pone de manifiesto un espíritu de contradicción superado, de rebeldías dominadas, de apagados sollozos nocturnos, de violaciones cometidas contra su orgullo. Llena de buena voluntad y de una gracia triste, se inserta, con cada uno de sus gestos, en las formas prescritas. No hace nada más allá de lo necesario, sus movimientos están medidos con parsimonia, llenan apenas la forma, sin entusiasmo, como dictados por el sentido del deber. Ese dominio de sí le da a Bianka su precoz experiencia, su conocimiento de las cosas. Ella lo sabe todo. Y su propia sabiduría, impregnada de una cierta tristeza, no la deja sonreír, su boca se cierra en una línea de belleza consumada, las cejas tienen un dibujo nítido y severo. No, ella no saca de su sabiduría ninguna inclinación a la indulgencia, a la relajación. Al contrario, a esa verdad a la que están atados sus ojos tristes, no le es posible —diremos— hacerle frente si no es con ayuda de una vigilancia tensa, observando estrictamente la forma. Hay en su tacto infalible, en su lealtad hacia la forma un mar de tristeza y de sufrimiento penosamente superados.
Sin embargo, rota por la forma, se ha liberado de ella, victoriosa. ¡Pero al precio de qué sacrificio!
Cuando camina —esbelta y derecha— ¿de dónde le viene ese orgullo que lleva con simplicidad al ritmo de sus pasos? ¿Es su propio orgullo, vencido, o el triunfo de los principios a los que se ha sometido?
En cambio, cuando alza los ojos y nos mira con una mirada clara y triste, súbitamente lo sabe todo. Su juventud no le ha impedido adivinar las cosas más secretas, su dulce serenidad es apaciguamiento después de largos días de lágrimas y sollozos. Es por lo que sus ojos están circundados de ojeras, hay en ellos un calor húmedo, y su mirada, ignorando la dispersión, va derecha al objetivo.
Bianka, la maravillosa Bianka es un enigma para mí. La estudio con obstinación, con encarnizamiento —y con desesperación— en el álbum de sellos postales. ¡Cómo! ¿El álbum tratará igualmente de psicología? ¡Ingenua pregunta! El álbum es un libro universal, un libro de referencia que engloba todo el saber humano. Evidentemente, lo oculta detrás de alusiones, de sobreentendidos. Hay que tener cierto olfato, cierto ánimo de corazón y de espíritu para encontrar el rastro de fuego, el relámpago que recorre sus páginas.
Lo que hay que evitar en este asunto es la mezquindad, la pedantería, la literalidad ciega. Todos los elementos están relacionados entre sí, todos los hilos se juntan en el mismo nudo. ¿Habéis observado que entre las líneas de ciertos libros las golondrinas pasan en bandadas, versículos de golondrinas puntiagudas y temblorosas? Hay que leer en el vuelo de los pájaros...
Pero vuelvo a Bianka. Qué belleza conmovedora en sus gestos. Cada uno de ellos está pensado, determinado desde hace siglos, asumido con resignación, como si ella misma conociese por anticipado el desarrollo inevitable de su destino. Ocurre a veces que intento preguntarle con la mirada —cuando nos encontramos cara a cara en un sendero del parque—, que intento formular mi ruego. Antes de conseguirlo, ella ya ha respondido. Respondió tristemente, con una sola mirada breve y profunda.
¿Por qué mantiene la cabeza inclinada? ¿Qué miran sus ojos atentos y soñadores? ¿El fondo de su destino será de una insondable melancolía? A pesar de todo, ¿no lleva su resignación con dignidad, con orgullo, con la certeza de que no puede ser de otra manera, y como si la sabiduría, al privarla de alegría, la hubiese hecho invulnerable, la hubiese dotado de una libertad superior, descubierta en lo más profundo de la obediencia voluntaria? Eso es lo que da a su sumisión el encanto del triunfo.
Ella está sentada frente a mí, al lado de su institutriz, y las dos leen. Su vestido blanco —nunca la he visto en otro color—, se despliega sobre el banco como una flor abierta. Con una gracia indescriptible cruza sus piernas esbeltas de piel curtida. El contacto de su carne debe ser doloroso en su santidad.
Después se levantan las dos tras haber cerrado sus libros. Con una breve mirada Bianka acepta y me devuelve mi saludo, y se aleja, ligera, toda en meandros, sus piernas adaptándose melodiosamente al ritmo de los grandes pasos elásticos de la institutriz.
He registrado minuciosamente toda la propiedad. Asimismo, he recorrido en varias ocasiones ese amplísimo terreno protegido por altas vallas. Los muros blancos de la villa, sus terrazas, sus verandas se me aparecen bajo ángulos siempre nuevos. Detrás de la villa se extiende el parque que conduce a una llanura deforestada. Hay allí extrañas edificaciones, mitad fábricas, mitad granjas o establos. He podido mirar a través de la fisura de una de las vallas, y lo que he visto quizá sea una ilusión. En el aire primaveral enrarecido por el calor, creo percibir a veces cosas lejanas, espejismos reflejados en algún punto de esa atmósfera estremecida. Además, mi cabeza estalla de ideas contradictorias. Debo consultar el álbum de sellos postales.
¿Es posible? ¿La villa de Bianka estará protegida por tratados internacionales de extraterritorialidad? ¡A qué asombrosos descubrimientos me lleva el estudio del álbum! ¿Acaso soy yo el único en conocer esa sorprendente verdad? No puedo tomar a la ligera los presentimientos y argumentos que el álbum acumula sobre ese punto.
Hoy he examinado la villa de cerca. Desde hace semanas merodeo en torno a la imponente verja de hierro forjado, adornada con escudo de armas. Aproveché el momento en el que dos carruajes vacíos abandonaban el parque. Los dos batientes de la verja estaban abiertos de par en par. Nadie acudió a cerrarla. Entré con un paso indolente, saqué un pequeño cuaderno del bolsillo, y, apoyado contra el montante de la verja, simulaba dibujar algún detalle arquitectónico. Permanecía en el sendero de grava que el pequeño pie de Bianka había pisado tantas veces. Mi corazón dejaba de latir acongojado ante la idea de que bajo el dintel de una puerta, en el balcón, apareciera su silueta esbelta en vestido blanco. Pero unos estores verdes, bajados, cerraban todas las puertas y ventanas. Ni el más leve ruido traicionaba la vida oculta de aquella casa. El cielo comenzaba a oscurecerse en el horizonte, se oían relámpagos lejanos. Ni el menor soplo en el aire tibio. En el silencio de ese día gris, sólo los muros de la villa, de una blancura de tiza, hablaban el lenguaje de su rica arquitectura, libre y ligera, que se expresaba en pleonasmos, en miles de variantes del mismo motivo. A lo largo de un friso corrían, a izquierda y derecha, en cadencias simétricas, guirnaldas en relieve; las mismas se detenían, indecisas, en los ángulos de la casa. Desde lo alto de la terraza central descendía una escalera de mármol, patética y ceremoniosa, rodeada de balaustradas y vasos que se separaban de prisa, y llegada al suelo, parecía retroceder con una profunda reverencia, recogiendo su vestido desplegado.
Tengo un sentido del estilo particularmente agudo. Y aquel estilo me irritaba e inquietaba de una manera inexplicable. Su clasicismo ardiente, laboriosamente dominado, su elegancia aparentemente fría ocultaban estremecimientos indefinibles. Era demasiado ardiente, demasiado acerado. Una gota de un veneno desconocido lo había convertido en sombrío, explosivo y peligroso.
Desorientado, temblando de emoción, recorrí con sigilo la parte frontal de la villa, espantando a los lagartos dormidos en la escalera.
En torno a un estanque circular, sin agua, la tierra aparecia agrietada y todavía desnuda. Por aquí y por allá, un poco de verdor entusiasta, fanático, brotaba de alguna grieta. Arranqué un puñado de aquellas hierbas y lo deslicé en mi cuaderno. Temblaba, conmovido hasta el fondo del alma. Sobre el estanque el aire era gris, demasiado transparente y demasiado ondulante con el calor. El barómetro fijado a un poste no lejos de allí indicaba un descenso inquietante. En aquel contorno el silencio era absoluto. No se movía ni una brizna. Con los estores bajados, la villa parecía dormir, brillando con una blancura de tiza en una atmósfera de mortal entumecimiento. Súbitamente, como si aquel estancamiento hubiera llegado a su punto crítico, un fermento florido enturbió el aire, descomponiéndolo en pétalos abigarrados, en tornasolados aleteos.
Eran mariposas enormes y pesadas, ocupadas —en parejas— en los juegos del amor. Su agitación temblorosa, torpe, duró algunos instantes. Relámpagos de colores, se perseguían, se unían en vuelo. ¿O era sólo una fatamorgana surgida en el aire impregnado del olor a hachís? Blandí mi gorra y una mariposa aterciopelada vino a posarse en el suelo, con las alas temblorosas. La recogí. Una prueba más.