Cuentos (22 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Cuentos
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Mostró Currito al cantar inspiración tan amorosa y miró con ojos tan de carnero a medio morir a doña Ramona, que estaba sentada cerca de él, que doña Ramona no acertó a dominarse por más tiempo; sintió que se derretía y hasta que se evaporaba el hielo de sus desdenes; y, desechando sus propósitos de resistencia y echando a rodar hasta cierto punto su señoril o magistral recato, dijo dirigiéndose a Currito:

—Vamos, hombre, si al fin ha de ser, no quiero molestarte más. Mejor es vergüenza en rostro que mancilla en corazón. No te ataré con un cabello, pero voy a atarte con este hilo de la lana con que, sin que tú lo supieses, te estaba haciendo calcetines y pensando en ti, ¡ingratón, prófugo, arrastrado!

Doña Ramona sacó entonces de la faltriquera de su delantal un enorme ovillo de lana parda, que allí tenía, desenvolvió un par de metros, hizo un lazo corredizo y se le echó a Currito cogiéndole por el pescuezo y teniéndole por el otro extremo a modo de brida.

Aplaudieron todos que al fin se hubiera humanado la maestra y aplaudieron más aún que, en virtud de nuevas declaraciones y promesas de Currito, se reconociese y se proclamase allí la autonomía de Rosita y de doña Marcela. Para solemnizarla, ambas niñas bailaron unas sevillanas con notable garbo y maestría.

Tres doncellas de la servidumbre del maestro Raimundico, las tres muy aseadas y graciosas, sirvieron luego la cena en el comedor contiguo.

En Villalegre se vive aún a la antigua usanza. Todos los vecinos acomodados comían la sopa y el puchero a las dos de la tarde. No se ha de extrañar, por consiguiente, que los asistentes en la tertulia tuviesen voraz apetito a eso de las once de la noche en que se sirvió la cena.

En ella hubo lomo de cerdo en adobo, conservado en manteca, semejante a líquidos rubíes por el color rojo que le prestaba el aliño. Hubo también pavo asado y boquerones; exquisito vino de los Moriles; y, para postres, frutas y piñonate. Por último, como apéndice y complemento de festín tan opíparo, chocolate con hojaldres, mostachones y bizcotelas.

El festín fue todavía más regocijado y alegre que suculento, prolongándose hasta las dos de la madrugada.

Como despedida, quiso el maestro Raimundico poner el sello y dar la conveniente firmeza a lo que allí se había concertado. Impuso silencio y habló de esta suerte:

—Yo tengo en Chinchón un excelente amigo, llamado don Arturo González, el cual es tan profundo sociólogo como hábil fabricante o cosechero de aguardiente de anís doble. De este producto suyo me ha enviado algunas botellas, en cuyo marbete, que hoy se llama
etiqueta
, se lee con asombro:
Espíritu-Sociológico o líquido altruista
. Yo he querido competir con mi amigo don Arturo, y sin robarle su
marca registrada
he hecho aguardiente de anís doble también, que es tan altruista y tiene un espíritu tan sociológico como el suyo. Estas muchachas traerán en sendas bandejas copas y aguardiente de Villalegre y de Chinchón. Cada uno de nosotros se beberá dos copitas, una de cada clase, dirá cuál le parece mejor, y brindará luego, así por el futuro consorcio de mi hermana y de Currito el Guapo, como por la gloriosa autonomía y plena libertad de Rosita y de doña Marcela.

En efecto, trajeron el aguardiente, y cada uno bebió dos copas. Los pareceres se dividieron. Hubo quien votó por Chinchón, y hubo quien votó por Villalegre; pero, como cada cual bebió por lo menos segunda copa del aguardiente que le pareció mejor, el resultado vino a ser que salieron a tres o cuatro copas por barba.

Todo fue luego regocijo y afecto mutuo, y quedó demostrado que ambos aguardientes eran altruistas y estaban dotados de igual espíritu sociológico.

Entonces el cortesano don Raimundo, merced a varios evidentes indicios, no tardó en convencerse de que la virtud de doña Marcela no era cosa del otro jueves, ni con autonomía, ni sin autonomía.

Pocos días después se volvió don Raimundo a la Corte, convencido ya de que los inocentes idilios no son más fáciles que en ella en los más rústicos y apartados lugares. En la Corte se olvidó pronto de doña Marcela, puso la mira en distinguirse como personaje político, logró salir diputado, y hay quien asegura que es hombre de gran porvenir, que llegará a ser Director General, Embajador o Ministro, y que al cabo el Gobierno español, o cuando no el pontificio, le concederá el título de conde de Cartabón o de Hormabella.

Doña Marcela, reconociendo que Villalegre es mezquino recinto para sus expansiones y propósitos, se ha ido a Tarifa, su patria, y desde Tarifa ha pasado a Gibraltar, cuya reconquista tal vez haga. Lo cierto es que así como a los Escipiones y a otros héroes de la antigua Roma, los apellidaron el Africano, el Numantino, el Británico y el Germánico, según la ciudad de que se habían apoderado o según la nación que habían subyugado, a ella, sin dejar de ser nunca el Sol de Tarifa, la apellidan la Gibraltareña, y como tal es famosa y celebrada en las cinco partes del mundo.

Rosita se ha distinguido y ha prosperado menos desde que es autómata; pero tampoco se duerme en pajas. Sigue con el estanco, y por comprarle tabaco, hasta los que antes no fumaban, ya fuman, y la Tabacalera hace en Villalegre doble o triple negocio. Por comprarle sellos de Correos no hay villalegrino que no escriba hoy más cartas de las que solía escribir. Y por último, Rosita vende tanto papel sellado que es una maravilla. Para explicarla racionalmente, hay quien da por seguro que ella no recibe ni acepta declaración alguna amorosa si no viene escrita en folios de a peseta.

Entretanto doña Ramona y Currito, convertido ya en maestro, son cada día más venturosos y prosperan mucho haciendo y vendiendo corambres. No sabemos cómo se las compone Currito, pero es el caso que nunca sabe a pez el vino que se echa en sus odres; que hace botas lindísimas; y que también construye otra clase de cueros muy a propósito para llevar en ellos aceite a las Alpujarras, porque los
mangurrinos
, que así llaman en Villalegre a los alpujarreños, no producen aceite. En cambio producen miel de caña o de prima, de la cual miel llenan los arrieros los odres en que llevaron el aceite, y la traen a la provincia de Córdoba. Esta miel hace las delicias de las golosas lugareñas cordobesas, que la sacan del plato a pulso empapando en ella pedacitos de pan, y luciendo así las lindas manos con los deditos engarabitados en forma de cresta de gallo.

No acierto a decidir qué lección moral pueda sacarse, ni qué tesis pueda probarse, en vista de los sucesos que he referido. Diré, pues, sencillamente, que cada cual saque la lección moral o pruebe la tesis que se le antoje, o no saque lección moral ni pruebe tesis alguna, con tal de que no se fastidie demasiado leyéndome.

Madrid, 1893.

Garuda o La cigueña blanca
I

En las fértiles orillas del azul y caudaloso Danubio, no muy lejos de la gran ciudad de Viena, vivía, hace ya cerca de medio siglo, la Condesa viuda de Liebestein, nobilísima y fecundísima señora. Al morir el Conde, su marido, le había dejado en herencia muchos pergaminos, poquísimo dinero, escasas rentas, abundantes deudas, y once hijos, entre varones y hembras, el mayor de dieciocho años.

La Condesa, con admirable economía, fue poco a poco pagando todas las deudas del Conde, y halló además recursos para dar carrera a sus hijos varones, que fueron militares, unos al servicio de Prusia, otros al de Austria, y otros al de Baviera. Casó además con caballeros de su clase, que todos eran Condes, y el que menos tenía dieciséis cuarteles, a cuatro de sus hijas, condesas también desde su nacimiento.

Conseguido tan difícil triunfo, la Condesa viuda vivía tranquila y retirada en el castillo o mansión señorial que le había dejado en usufructo y de por vida su difunto esposo.

Las hijas, casadas, se habían ido con sus respectivos consortes. Los hijos, militares, andaban por los campamentos, o de guarnición, o asistiendo y sirviendo en distintas residencias imperiales y regias.

La Condesa se hubiera quedado sola con su servidumbre, si el cielo no hubiera dispuesto que el más alegre y entendido de sus hijos, cuando apenas tenía doce años, hiciese la travesura de montar en un potro cerril, que se despeñó y rodó con él por un barranco, dejándole lisiado para siempre, y tan cojo, que difícilmente podía salir de casa, a no tomar muletas, en vez de tomar las armas. El conde Enrique vivía en el castillo; acompañaba a su madre, y, pensador y estudioso, se iba haciendo gran sabio y leía mucho, porque en el castillo daba pábulo a su afición una copiosa y escogida biblioteca, fundada hacía siglos por sus antepasados y acrecentada de continuo.

No pequeña parte del castillo estaba muy cómoda, elegante y hasta ricamente amueblada aún, gracias al esmero cuidadoso de la Condesa viuda. Tapices flamencos cubrían las paredes de dos amplios salones. Los antiguos muebles se hallaban en perfecto estado de conservación. En las alcobas había camas de roble primorosamente esculpido y con colgaduras de damasco. Varios retratos de familia, de pomposas damas y de caballeros armados, prestaban autoridad a las habitaciones y les ponían muy aristocrático sello. Durante los fríos y las nieves invernales se estaba allí muy a gusto, gracias a enormes chimeneas donde podían arder troncos enteros de encina y a colosales estufas de loza vidriada que había también en no pocos cuartos. Pero el edificio era vastísimo, y proporcionalmente era pequeña la porción de él que se conservaba amueblada y habitada. Largas y desiertas galerías, salas sin muebles, pasadizos misteriosos y estrechas y torcidas escaleras que bajaban a los profundos sótanos o subían hasta lo más alto de las torres, prestaban al conjunto del edificio muy medroso aspecto y a la imaginación fértil y extenso espacio donde crear fantasmas y sobrenaturales prodigios.

Acostumbrada y encariñada la Condesa viuda con su antigua vivienda, nada, sin embargo, temía. Al contrario, tal vez se hubiera complacido ella en ver con los ojos de su cuerpo mortal y en hablar y en oír hablar a varias almas en pena de los progenitores de su marido, las cuales almas, según afirmaba el vulgo, solían aparecerse durante la noche, y andaban vagando por los más recónditos camaranchones y obscuros escondrijos de aquel laberinto arquitectónico.

Tampoco el conde Enrique, algo descreído y volteriano, tenía miedo de lo sobrenatural. Casi sobrenatural se consideraba él mismo. Vivía artificialmente, merced a un severo régimen y a la atinadísima ciencia de su médico. En su primera mocedad, y, a pesar de su cojera, había gozado de mejor salud relativa, y había podido pasar largas temporadas en Viena, asistiendo a las aulas y dedicándose al estudio. Empeoró después su salud y se encerró tan obstinadamente en el castillo, que nunca salía de él y acompañaba siempre a su madre. Por su carácter era un ángel, y por su facha, a no ser tan bondadoso, hubiera parecido un demonio, aunque por lo feo y pequeñuelo no dejaba de parecer un duende.

El ser que iluminaba el castillo con esplendores de poética hermosura, era la gentil Poldy, única hija de la Condesa viuda que permanecía soltera, aunque frisaba ya en los veintiocho años.

Como era muy distraída y muy corta de vista, y tenía, si es lícito valernos de una expresión gráfica aunque harto vulgar, grandes humos aristocráticos, apenas había tratado ni fijado siquiera la mirada en individuo alguno de la humanidad circunstante, como no tuviese por lo menos dieciséis cuarteles de nobleza. A los criados, a los campesinos y a los desvalidos y pobres, sí los miraba, pero los miraba para protegerlos y ampararlos hasta donde alcanzaban sus medios y recursos. Lo que es de igual a igual, la condesa Poldy no trataba a nadie, ni fijaba su atención en nadie como no fuera de su clase. Para excitar su caridad, para pedir consejo o auxilio, toda criatura humana, por miserable y desvalida que fuese, podía llegar hasta ella, segura de que ella le tendería sin repugnancia sus blancas y piadosas manos, como las de Santa Isabel, reina de Hungría, sobre la inmunda cabeza del tiñoso; pero, si Poldy había de recibir a una persona en su estrado y conversar familiarmente con ella, esta persona necesitaba contar, entre sus ascendientes, héroes y príncipes, y ser además por sí atildado, culto y perfecto dechado de cortesía, de discreción, y de otras mil raras prendas.

Alguien calificará tal vez a esta señorita de engreída, fastidiosa y hasta inaguantable. Yo ni la defiendo ni la injurio. La pinto como ella fue, sin quitar ni poner nada. Su orgullo, a la verdad, aunque es falta que no merece disculpa, no carecía de fundamento, porque, sobre ser Poldy de nobilísima estirpe y contar entre sus ascendientes a un héroe que peleó en Legnano, al lado de Federico Barba-roja, contra el ejército de la liga lombarda, y a otro que estuvo de cruzado en Palestina, con el impío Emperador Federico II, era ella de por sí hermosa y discreta y de tan fino temple de carácter y de tales bríos, que parecía una reina y avasallaba todas las voluntades.

Habían bastado sus breves apariciones en Viena, en casa de una tía suya, para que se llevase a las gentes tras de sí y la proclamasen
hauptcomtesse
o como si dijéramos Condesa capital o princesa y capitana de las condesas todas.

Es evidente que, siendo ella así, no había carecido de novios, entre los señores de su clase; pero, como era tan descontentadiza y dificultosa de gusto, ningún pretendiente le agradaba ni le satisfacía. Uno le parecía tonto, otro ordinario, otro feo y otro vulgar. En suma, ninguno la enamoró, y, repugnando casarse por casarse, sin estar enamorada, permaneció soltera.

Vivía casi siempre retraída en el castillo, donde no veía ni hablaba a nadie más que a su madre, a su hermano y a las gentes que los servían.

A fin de gozar, no obstante, de cierta libertad y de poder ir de vez en cuando a Viena sin otra custodia que la de su doncella, a los veintidós años se había hecho
stiftdame
o sea canonesa. Ningún voto perpetuo la ligaba, apenas tenía obligación de vivir algunos días en comunidad, y alcanzaba en cambio no cortos privilegios, exenciones y autorizada consideración.

A pesar de estas facilidades y ventajas, hacía ya tiempo que la condesa Poldy se había aficionado tanto a la soledad, que no iba a Viena, ni salía del castillo y de sus rústicas cercanías.

Su conversación con el conde Enrique acabó por infundir en su espíritu idéntica curiosidad, igual afán de saber y no menos decidida afición a toda clase de estudios. En ella, sin embargo, predominaba el amor a la poesía, sobre todo, cuando tenía por objeto el examen de lo íntimo del alma propia para sondear sus misteriosos abismos y buscar y hallar luego en el lenguaje humano la expresión adecuada de sus ensueños, anhelos y vagas creencias y esperanzas.

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