Cuentos (21 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Cuentos
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»A fuerza de oír tales cosas, pues no es otro el principal asunto de las más frecuentes conversaciones de por aquí, pronto comenzó a hervirme la sangre contra la insolencia de Currito el Guapo. Me entraron ganas de libertar de su cautiverio a doña Marcela. Y crecieron mis ganas, y se hicieron irresistibles cuando vi, primero en la iglesia y después en la feria, a la recatada y joven viuda, con quien quise
timarme
, como decimos por ahí; pero, por lo pronto fue en balde mi conato, porque, sin duda, no lo consentían la modestia y la honestidad de la dama. ¿Qué no logran, sin embargo, la terquedad y la audacia de un mozo como yo, curtido en toda clase de aventuras y acostumbrado a los más peligrosos lances de amor y fortuna? Doña Marcela me miró al fin con mal disimulada complacencia; yo le hablé, valiéndome de la tía Pepa, que desde niño me conoce, y, al fin, logré que, en una de estas últimas noches, que fue de las más calurosas del verano, doña Marcela saliese a la ventana a tomar el fresco.

»Me hice como por casualidad el encontradizo y me puse a hablar con ella. No vayas a creer que es ninguna palurda. Culta y discretísima es su conversación. Y no sólo habla buen castellano, si bien con un gracioso dejo tarifeño, sino que se explica corrientemente en inglés, por haber estado algún tiempo en Gibraltar, cuando era ella mocita soltera, acompañando a su padre, que iba allí para asuntos de comercio. Pero aquí entra lo trágico. Embelesado y engolfado estaba yo charlando con doña Marcela, a ratos en andaluz y a ratos en inglés, cuando la temerosa aparición de Currito el Guapo vino a interrumpir nuestro palique.

»—¡Huya usted, por Dios! —exclamó ella con voz trémula y llena de susto—. Ahí viene ese monstruo que, sin que yo le haya dado motivo, es en este lugar el tirano de mi vida. Sálvese usted, caballero. Currito viene navaja en mano y puede escabechar a usted en un santiamén. Como es loco frenético, no repara en nada. No es cobardía, sino prudencia, escapar de ese forajido.

»Ya te harás cargo, Pepe, de que yo no hice caso ninguno de aquellas medrosas exhortaciones. Me enredé la capa en el brazo izquierdo y saqué de la vaina una larga y recta espada de caballería que llevaba a prevención conmigo. Currito no se arredró por eso, sino que cayó sobre mí, ora agachándose, ora dando brincos, ora acometiéndome por un lado, ora por otro. Por dicha, y si he de decir la verdad, yo sospecho que él no tenía gana de herirme, sino de asustarme. Y como yo también tenía más ganas de asustarle que de herirle, aquella a modo de danza, duraba ya demasiado y se hubiera hecho interminable, a no ser por los gritos que daba doña Marcela pidiendo socorro.

»Los gritos no fueron inútiles. Aunque ya era tarde, acudieron muchos vecinos y bastantes mozos que andaban de ronda, y Currito y yo nos vimos forzados a poner término a nuestro descomunal combate, envainando yo la espada sin ensangrentar todavía, y doblando él su truculenta navaja, que era de virola y golpetillo, y produjo al cerrarse ruido muy temeroso.

»Allí intervinieron y mediaron en nuestra contienda las personas de más respeto, que habían acudido y que en torno nuestro formaban corro, y casi nos obligaron a echar pelillos a la mar, a hacer las amistades y a convertir las casi homicidas manos en cariñosas, enlazándolas y apretándolas generosamente.

»Desde entonces veo y hablo por la reja de doña Marcela todas las noches, sin que Currito me perturbe. Y doña Marcela se me muestra agradecidísima por haberla yo libertado de aquel espantajo o bú que sin querer ella la defendía como el dragón en
Las tres toronjas del vergel de amor
y en otros cuentos de hadas.

»No imagines por eso que estoy más adelantado en mis pretensiones. La virtud de doña Marcela es más firme que una roca, aunque para mi amor más que roca es
lata
. Erre que erre está ella siempre, volviendo por su honor, también como las damas calderonianas, por donde me temo que voy a sufrir constantemente el suplicio de Tántalo, o voy a tener que hacer la barbaridad o digamos la
plancha
de acudir al cura. Porque, eso sí, doña Marcela tiene poquísimo dinero, pero lo que es en punto a conducta, ni las lenguas más maldicientes, y no son pocas las de este lugar, se atreven a decir nada contra ella ni a empañar con ponzoñoso aliento el terso y limpio espejo de su fama».

Este era el contenido de la epístola, salvo los saludos y cumplimientos de costumbre, que en obsequio de la brevedad se omiten.

III

Se cuenta que el maestro Raimundico era escéptico por naturaleza, dudaba mucho de todo y apenas se decidía a formar juicios sin examinar antes detenidamente las cosas y enterarse bien de ellas. Sobre su hijo hacía tiempo que tenía su juicio en suspenso, sin decidir si el chico era discreto o tonto. Tratar de ponerlo en claro era uno de los propósitos que tuvo al llamarle al lugar. Desde que estaba en él, le espiaba, le estudiaba y le seguía recatadamente los pasos. Prevalido además de su posición de alcalde, interceptó la carta que acabamos de poner aquí, la abrió y la leyó. El maestro se desconsoló con aquella lectura e imaginó que al chico le faltaban por lo menos dos o tres tornillos en la cabeza. Doña Ramona, hermana del maestro y viuda del pellejero, quería mucho al chico, de quien había cuidado en la niñez, y sostenía que su candor no debía calificarse de simplicidad, sino de exceso de imaginación poética. Una vez cortados los vuelos de esta imaginación, el chico, según doña Ramona, sería apto para todo, se abriría camino y subiría como la espuma.

—Cortemos, pues, los vuelos de la imaginación del chico —dijo para sí el maestro—, y mostrémosle la realidad tal cual es.

Después de haber recapacitado, formado su plan y hecho los convenientes preparativos para realizarle, el maestro, a solas una noche con su hijo en la principal sala alta de la casa, al toque de ánimas, le habló de este modo:

—Mira, Raimundo: tú eres hijo de un zapatero y no puedes ni debes presumir de aristócrata; pero no conviene tampoco que por seguir ciertas opiniones, muy de moda en nuestros días, te des a creer que las almas heroicas, el semillero de las virtudes y de las proezas y los corazones donde brota el germen de los más nobles sentimientos, se hallan en las tabernas y en los presidios, y que la educación esmerada más bien agosta y comprime que desenvuelve tan excelentes facultades. Quien piensa así es lo contrario de progresista, ya que debe entender que nada conduce mejor a la virtud que retroceder al estado selvático. Tu padre, con su zapatería hubiera entonces contribuido no poco a la corrupción humana, porque los hombres calzados deben de ser mil veces más perversos que los descalzos. Pero no quiero aturrullarme. Ya no sé lo que te digo. Discursos, pues, a un lado. Y así, en vez de abrir los oídos para oírme, abre bien los ojos para ver lo que ocurra en la tertulia que voy a tener aquí, echando una cana al aire y renovando esta noche, por extraordinario, mis retozonas costumbres de otros días.

Doña Ramona, hermana del alcalde y viuda como él, fue la primera que se presentó en la sala. Tres años hacía que había muerto su esposo el pellejero, pero la fabricación, la recomposición y el despacho de corambres seguían más florecientes que nunca, si bien en aquellos últimos meses había surgido y continuaba una crisis en los asuntos de doña Ramona. Currito el Guapo, su más aventajado oficial, hábil como nadie en remendar y zurcir cueros, y sobre todo en poner botanas, se había despedido de casa de la maestra, y se había lanzado en la vida heroica del jaque, buscando aventuras y aterrando a toda la gente pacífica de la población. Naturalmente la pellejería de doña Ramona se resentía ya y empezaba a perder crédito y marchantes con la retirada de Currito.

Las malas lenguas del lugar daban por causa de esta retirada el sobrado empeño de Currito en vigilar y celar a doña Ramona, aislándola de todo pretendiente, y el amor de ésta a la libertad y su indómito aborrecimiento a todo linaje de tutela. Currito salió, pues, de su casa como de estampía; y, según hemos visto, se puso a ejercer su misión avasalladora y morigeradora de mujeres, en defensa y custodia de su hermana la estanquera y del resplandeciente Sol de Tarifa, de quien estaba o aparentaba estar enamorado. Se sonaba, no obstante, en el lugar que el verdadero objeto del amor de Currito era la maestra doña Ramona, la cual no había cumplido aún cuarenta años, estaba colorada y sana, y por los bríos y robustez de sus frescas y apretadas carnes era una bendición de Dios y daba gloria verla. Recelaba la gente que los amores de Currito por el Sol de Tarifa eran fingidos o por lo menos fruto de anterior despecho amoroso, y que estos amores ponían la mira, más o menos conscientemente, en dar picón a doña Ramona.

La segunda persona que acudió a la tertulia fue el ciego organista, don Antonio, a par que gran músico y maestro en el órgano, hábil tocador de guitarra, así rasgueando como de punteo.

El Sol de Tarifa entró poco después en la sala, seguida de la tía Pepa. Y vinieron por último, y según vulgarmente se dice, con este melón se llenó el serón, Currito el Guapo, acompañado de Rosita la estanquera, su linda hermana.

No había ni vinieron más convidados, porque el alcalde quiso que su tertulia fuese aquella noche de lo más íntimo, selecto y
cremoso
que en el lugar podía imaginarse. La sala, sin embargo, resplandecía como un ascua de oro, porque estaba iluminada con tres magníficos velones de Lucena de a cuatro mecheros cada uno y con algunas velas de cera que ardían en los candeleros de media docena de hermosas cornucopias, colgadas en las paredes sobre el rojo damasco que las tapizaba.

El maestro Raimundico sabía vivir y vivía con todo el boato y la pompa que conviene a un señor lugareño. Y ya se presentía por ciertos indicios y hasta se olfateaba y casi se mascaba, merced al grato tufillo y a los vapores crasos que al través de pasadizos llegaban desde la cocina a la sala, que aquella noche iba a haber allí pavo en arrope, y no sólo
refrescanda
, sino
papandina
también, y de lo más delicado y costoso.

IV

El maestro Raimundico había leído no pocos periódicos y algunos libros, iniciándose en varias ciencias morales y políticas, y sobre todo en una novísima, que las comprende casi todas, y que se llama Sociología. Mas no por eso presumía de orador, de sabio o de hombre de consejos. Su orgullo se cifraba en ser hombre de acción y completamente práctico. No aseguraré yo que él hubiese leído los
Ensayos
de lord Macaulay, aunque me parece que hay de ellos versión castellana; pero, si no los había leído, su mérito era mayor, pues coincidía con el positivista noble Lord en uno de sus más singulares pensamientos. Séneca había compuesto un elocuentísimo discurso contra la ira, lo cual de nada sirvió, ya que no se sabe de sujeto alguno que haya dejado de ponerse iracundo y de hacer mil barbaridades, convencido y corregido por los razonamientos de Séneca. Y como no se sabe que nadie haya ido con zapatos sin que los haya hecho algún zapatero, así el Lord como el maestro Raimundico inferían, con juiciosa dialéctica, que es más útil que Séneca, en toda sociedad humana, el más humilde de los zapateros. El maestro Raimundico, por consiguiente, como era o había sido zapatero y como nunca había sido humilde, se estimaba en mucho más que Séneca, sobre todo en lo tocante a utilidad y arte de la vida.

Despreciaba o aparentaba despreciar la oratoria; pero, sin darse cuenta de ello, y dejándose arrebatar de sus convicciones, echaba a menudo discursos, si bien más que floridos, enérgicos y breves.

Veamos ahora lo que dijo a Currito el Guapo, hallándose presentes las demás personas que hemos enumerado:

—Tu modo de proceder, amigo Currito, me tiene ya harto, y como soy alcalde no he de consentir que siga. Nadie te ha dado el encargo de vigilar y de celar a las muchachas y de hacer el papel, navaja en mano, de Catón censorino. Ya sabes tú que yo pertenezco al partido liberal, que gusta ahora de la autonomía y la concede a varias provincias de Ultramar. Considera, pues, si no quieres enojarme, a tu hermana Rosita y a mi señora doña Marcela, y déjalas, autónomas, o sea, en completa, libertad de hacer cuanto se les antoje. Sólo así y no por violencia, miedo o tutela constante, tendrá verdadero mérito que resplandezcan en ellas la entereza y la persistencia con que mantienen su inmaculada virtud, defendiéndola de todos los ataques y asechanzas de los galanes seductores. Si ellas quieren de verdad que no entre en sus dominios contrabando ni matute, no es menester que tú asustes ni que mates a los contrabandistas y matuteros. Y si ellas quieren contrabando o matute le habrá aunque mates a docenas a los matuteros y contrabandistas. No puede ser el guardar a una mujer, ha dicho no sé qué sabio, y con sobrada razón a lo que entiendo. En suma, aunque el sabio no tuviera razón ni yo tampoco, yo tengo aquí la autoridad y la fuerza, que para el caso importan más que la razón, y te declaro que si continúas amedrentando a la gente, a mí no me amedrentas, y te empapelo, y si me empeño te envío a Ceuta o a Melilla para que allí luzcas tu valor matando moros. Si eres tan animoso, ¿por qué no te vas a Cuba o a Filipinas a espantar y a vencer a los rebeldes en vez de espantar al pacífico vecindario que yo gobierno ahora?

—Yo, maestro, me hallo bien en este lugar, y maldita la gana que tengo de ir a Cuba o a Filipinas. Conque así, no me amenace usted, que ya procuraré enmendarme. De todos mis furores tiene la culpa la penilla negra, y de la penilla negra que hay en mi corazón, bien me sé yo quién tiene la culpa.

Aquí intervino doña Ramona y dijo:

—Ea, hermano, déjate de sermones, que aquí no hemos venido a sermonear, sino a divertirnos. Ya se enmendará Curro y se pondrá más suave que un guante. Don Antonio, rasguee usted esa guitarra y que bailen el fandango estas niñas. Currito tiene buena voz y mejor estilo y cantará las coplas.

No fue menester decir más. El organista tocó un fandango estrepitoso.

Doña Marcela y Rosita bailaron con gracia y primor, repiqueteando las castañuelas.

El maestro Raimundico, la tía Pepa y doña Ramona batieron palmas. Fue tal el estruendo que armaron que no parecía que hubiese siete, sino setecientas personas.

Cuando las palmas y las castañuelas cesaron y sólo sonó la guitarra, Currito cantó con voz sentimental y suave la copla siguiente:

Átame con un cabello

a los palos de tu cama,

y aunque el cabello se rompa

no hay miedo que yo me vaya.

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