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Authors: Clemente Palma

Tags: #Clásico, Cuento, Fantástico

Cuentos malévolos

BOOK: Cuentos malévolos
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Con
Cuentos malévolos
, Clemente Palma instaura el cuento moderno como género propiamente definido en Perú; y no sólo se convierte en el fundador de este género, sino que instaura la modalidad fantástica en su tradición literaria.

El crítico y también narrador Ricardo Sumalavia explica que los
Cuentos malévolos
son mucho más que simples imitaciones de los relatos de Poe. Escritos con «léxico sonoro e imágenes sugerentes», estos cuentos giran en torno a la muerte («un medio de liberación, una huida del tedio y del desencanto») y sus protagonistas siempre procuran «la restitución del ideal estético de la belleza», aunque eso los conduzca hacia lo fantástico, grotesco, o a las peores manifestaciones del mal. “Los ojos de Lina” y “La granja blanca”, los más conocidos cuentos del libro, son historias de pasiones amorosas que, llevadas al límite, alcanzan extremos de crueldad y horror.

Clemente Palma

Cuentos malévolos

ePUB v2.1

jugaor
07.07.12

Título original:
Cuentos malévolos

Clemente Palma, 1904.

Diseño de portada: laNane

Editor original: chungalitos (v1.0)

Segundo editor: jugaor

ePub base v2.0

A mi padre,

don Ricardo Palma

Los canastos

Entre hacer un pequeño servicio que apenas labre huella en la memoria del beneficiado o un grave daño que le deje profundo recuerdo, elegid lo segundo. Os contaré lo que me sucedió una tarde de invierno con un pobre hombre llamado Vassielich.

Os juro que yo soy bueno, que soy un buen padre de familia, pero sólo en la época en que hay sol en este cielo brumoso. ¡Oh!, la bruma invernal me hace daño y me convierte en malvado. Si yo fuera
poppe,
en verano rendiría culto a Dios, pero en invierno le volvería la espalda y me entregaría a darle gusto al diablo. En el invierno le amo, siento que se introduce en mi ser, que estruja mi espíritu y aviva el fuego de mis malos instintos; entonces me siento nihilista, capaz de ser ladrón y asesino; lo rojo me excita, y lo afilado y lo agudo me fascinan. Cuando llega la época de las primeras nevadas, mi mujer me dice: «Marcof, padrecito mío, ya las malas ideas comienzan a fulgurar en tus ojos. Ya viene el tiempo en que no vives sino gruñendo y blasfemando, en que nos aporrea a tus hijos y a mí. Mira, no te alejes de la estufa, porque el hielo te hace malvado…» Pero decía hace poco que iba a referiros una aventura que tuve: ya lo había olvidado. Escuchadme:

Iba yo una tarde caminando, con mi pipa en la boca, por un largo y estrecho puente. Un carretero sordo llamado Vassielich seguía el mismo camino que yo, conduciendo en su carro más de veinte canastos de pescado fino, que diferentes dueños le habían comisionado que llevara al mercado para la venta del siguiente día. El carro, a causa de la curvatura del puente, se inclinaba hacia el borde derecho, pero no había peligro de que cayese, porque el pretil era suficientemente alto para impedir la caída. Con todo, hubiera querido darle un buen susto a Vassielich. Creedme que no soy malo, pero deseaba con toda mi alma darle un susto, aunque no fuera sino arrojarle con carreta y todo al río. De repente, la cuerda que sujetaba los canastos rompió o desató… A fe que sentí un vuelco en el corazón. El puente es estrecho y largo, el carro caminaba despacio y saltaba mucho, el suelo del puente tiene una inclinación sensible del centro hacia los bordes… A los pocos segundos, ¡pum!, uno de los canastos se desprendió, cayó pesadamente sobre el pretil y desde allí se precipitó al río. Lo vi caer y una voz muy débil murmuraba dentro algo así como: «avisa a ese infeliz carretero que su carga se va al río». Pero el invierno me gritaba más alto: «cállate, hombre, y limítate a mirar, ¿no es curioso y entretenido ver caer veinte canastos, uno detrás de otro, como una manada de estúpida; carneros?» Y la verdad es que preferí esto. Cierto que Vassielich, un buen hombre que jamás me había hecho daño alguno, iba a sufrir mucho con esta desgracia, pero ¿a mí qué me importaba?, ¿perdía yo algo con el desastre de Vassielich? No; al contrario, ganaba una diversión durante el trayecto del puente, que tiene unos cien metros de largo. Callé y vi caer la segunda canasta, luego la tercera y la cuarta, y la quinta y otras muchas. El pobre Vassielich, sea porque fuera sordo, o porque iba distraído, no advirtió el ruido delicioso de los canastos al romper la superficie ondulosa del río, haciendo saltar chorros de espuma. El caballo advirtió mejor lo que pasaba, pues, al sentir el carro menos pesado, aligeró el paso. Cuando llegamos al término del puente, corrí hacia la carreta:

—¡Eh, Vassielich, amiguito!

El carretero no me oía; tuve que avanzar más y tocarle la pierna con el extremo de mi pipa, gritándole:

—¡Vassielich! ¡Vassielich!

—¡Eh!, ¿qué deseas? Tengo prisa…

—¡Ay, padrecito, no la tengas ya! Voy a comunicarte una gran desgracia.

—¡Dios de Dios! ¿Ha muerto Ivanowna, mi mujer?

—No, te juro que no; es algo peor y de más trascendencia social.

—¿Ha muerto el Zar?

—¿Eh? ¡Así reventara!…

—Habla, habla…

—Pues, detén el carro, que es algo grave lo que voy a decirte.

—Pero… está anocheciendo y tengo prisa de llegar a la ciudad.

—No la tengas ya.

—¿Por qué? Habla. ¡Dios de Dios! —exclamó Vassielich impaciente deteniendo el carro.

Yo encendí lentamente mi pipa, que se había apagado:

—Te decía, padrecito, que no tuvieras ya prisa en ir a la ciudad… Verás si tengo razón.

—¡Maldición! Pero ¿por qué?

—Porque… Créeme que me duele decírtelo, padrecito. Óyeme bien: no debes apresurarte, porque, porque el señor río se ha engullido, bocado tras bocado, tus canastos de peces. Soy testigo ocular. Te aconsejo que otro día hagas uso de cuerdas más fuertes.

Vassielich volvió el rostro violentamente y al asegurarse de su desgracia se puso horriblemente pálido, luego enrojeció y apeándose de la carreta se asomó al río.

—¡Eh, amigo!, ¿buscas los agujeros que hicieron los canastos al atravesar la superficie? Ya se taparon.

Vassielich se puso a llorar; no tenía dinero con qué pagar; le embargarían sus cosas. Ivanowna y sus hijos sufrirían miserias espantosas, y si no alcanzaba a pagar toda la deuda, le meterían en la cárcel. ¡Y el invierno que era tan crudo! El pobre sordo lloraba amargamente. ¡Era cosa de matarse!

—¡Sí, padrecito, es cosa de matarse! —afirmé yo con acento filosófico.

Y, en efecto, creí que iba a arrojarse al río de cabeza, pues asomó el cuerpo por el pretil. Abrí los ojos desmesuradamente para ver con toda mi alma el chapuzón. Quizás el caballo por una de esas asombrosas fidelidades de que hablan las historias se precipitaría también arrastrando consigo el carro. Y si no lo hacía yo le obligaría a ello. El puente estaba solitario y la ciudad distaba dos
verstas
. Pero no, lo que hizo Vassielich fue ponerse a gritar y a maldecir su suerte… Se desvaneció mi esperanza, e irritado por la estupidez de ese carretero que por un cobarde amor a la vida no cumplía con su deber, le dije sonriéndome:

—Pude avisarte, padrecito, desde que vi caer el primer canasto. Mas ¿para qué? Mañana habrías olvidado el favor que te hacía: en cambio, cuando te lleven a la cárcel, y tu mujer y tus hijos lloren en la miseria, te acordarás de mí, cierto que para maldecirme, pero te acordarás…

Vassielich no me respondió, sea porque no me oyera, sea porque estaba aturdido con su desastre. Me encogí de hombros y proseguí mi camino, fumando mi pipa. Después de todo, el sitio de los peces era el río y no los canastos. He restablecido, pues, el equilibrio de la naturaleza.

Idealismos

Una noche encontré en un asiento de un coche de ferrocarril un cuadernito de cuero de Rusia, que contenía un diario. En las páginas finales estaba consignado el extraño drama, que trascribo con toda fidelidad:

Noviembre 14

Estoy contentísimo: mi buena Luty se muere. Luty era hasta hace poco una muchacha rozagante, alegre y que ofrecía vivir mucho. ¡Quién la reconocería hoy en esta jovencita pálida, delgada y nerviosa! ¡Cuán hermosos eran sus grandes ojos azules y su amplia cabellera de color de champaña! Mi novia se muere y afirman los sabios que ello es debido a la doble acción de una aguda neurastenia y de una clorosis invencible.

Hoy la he visto; tenía la cabeza entre los almohadones de fino encaje, parecía una flor de lis desfallecida. Luty me miró con los ojos brillantes de fiebre y me tendió su mano alba y enflaquecida; me estrechó la mía con misteriosa intención. Me pareció comprender su pensamiento: «No olvides, amigo mío, de poner en mi ataúd pensamientos y gardenias, esas flores amadas que yo he colocado tantas veces en tu pecho; no olvides, amigo mío, mientras los que velen mi cadáver dormiten rendidos por el cansancio y el dolor, no olvides el darme un beso muy largo y apretado en los pálidos y rígidos labios». ¡Pobre amada mía! Se moría sin guardarme rencor, y, sin embargo, era yo quien la mataba, yo, que la adoraba. Vosotros, los espíritus burgueses, si leyerais estas páginas no podríais comprender jamás que la muerte de mi adorada prometida, de mi inocente Luty, pudiera alegrarme profundamente. Al contrario, sentiríais hacia mi viva repulsión y gran horror por mi crueldad. ¡Bah, pobres hombres!, no pensáis ni amáis como yo, sino que sois simplemente ridículos sentimentales. Quiero a mi novia con todas las energías de mi juventud —y oídme bien, que esto os espeluznará, como si sintieseis pasar rozando vuestro pecho una serpiente fría, viscosa y emponzoñada—: si el beso que he de dar a su cadáver pudiera resucitarla… no se lo daría.

Noviembre 18

Cuando comenzaba Luty su adolescencia le hablé de amor. ¡Pobre nerviosa! El primer amor fue penetrando paulatinamente hasta lo más profundo de su ser. La gestación de su alma, el modelado de su corazón y de su cerebro se realizó conforme a mi deseo, formé su alma como quise, en su corazón no dejé que se desarrollaran sino sentimientos determinados, y su cerebro no tuvo sino las ideas que me plugo. ¡Oh!, ¡no sé qué prestigio tan diabólico, qué cohibimiento tan absoluto, qué influencia tan poderosa llegué a ejercer y ejerzo aún sobre Luty! Era tan grande la sugestión que obraba mi alma sobre la suya, que podía hacer llorar a Luty como una chiquilla o enfurecerla, hacerla gozar las mayores delicias ideales o mortificarla con las más horribles torturas y casi sin necesitar hablarla. Cuando yo iba donde ella, mortificado por algún pensamiento doloroso o por alguna pesadumbre, la pobre muchacha palidecía como un cadáver, como si sintiera súbitamente la repercusión centuplicada de mis angustias íntimas. Asimismo sentía resonar en su espíritu la jovialidad y la ventura con que el amor inundaba mi alma. A pesar de la temprana perversión con que estaban contaminadas mi filosofía y mi vida íntima, jamás había tratado de pervertir el alma de Luty, ni de poner en juego sus energías sensuales. Luty era pura aún, sin malicia, sumida en la ignorancia más profunda de las miserias e ignominias del amor.

Una noche de insomnio, sentí rebullir en mi cerebro la tentación inicua, y como un escarabajo de erizadas antenas, el deseo de corromper la inocencia de mi Luty. ¡Ah!, ¡maldito insomnio! Felizmente, vi con colores sombríos el derrumbe espantoso de la pureza moral de mi prometida, vi la explosión de fango salpicando la albura incólume de su alma. Yo era el amo absoluto de Luty, el tirano de su vida interior, ¿para qué someterla a una nueva tiranía, a la tiranía innoble de la carne?; ¿para qué someterla a esa inicua autocracia, en la que el dogal acaba a la postre por estrangular el cuello del mismo tirano? Ya era yo bastante infame con haber esclavizado el alma de Luty. Más de una vez sentí, en las agitaciones del insomnio, las impulsiones malvadas de mis instintos, y más de una vez me vencí. Pero ¿podría vencerme siempre? Mi deber era libertarla. ¿Cómo? Casarme con mi novia era sujetarla para siempre entre mis garras; y mi dignidad, en una violenta sublevación, rechazaba con horror ese anonadamiento del alma de Luty, esa absorción de su ser por el mío, ese nirvana de la voluntad, del pensamiento y del deseo revelados en esa sumisión incondicional, en esa fe irreflexiva y confiada que había nacido entre las inocentes expansiones del amor puro y había de terminar en las ignominias carnales de la vida conyugal, en las que muere toda ilusión y todo encanto, para ceder el sitio a una amalgama de animalidad y respeto. Yo la amaba, la amo con todas las fuerzas de mi alma y me horrorizaba, por ella y por mí, el inevitable desencanto, el rebajamiento del espíritu de Luty y al mismo tiempo el remache de esa cruel tiranía de mi alma. Mi deber era libertarla de la demoniaca influencia que yo ejercía sobre Luty, libertarla por un último acto de la tiranía moral, que había de ser la única forma noble posible de mi absolutismo; crear la libertad por un acto de opresión, puesto que ya el regreso a la primitiva independencia era imposible; esto os parece, señores burgueses, una absurda paradoja. Y desde ese momento toda una labor sugestiva fue la de imponer al alma de Luty la necesidad de morir, la necesidad dulce y tranquila de desaparecer del mundo, de este mundo ignominioso. —Te amo —la decía mentalmente a mi Luty—, te amo y eres mi esclava. La mayor prueba de amor que te doy es la de romper la cadena que te une a mi ser, envileciéndote; muere, Luty mía, muere sin sufrir, muere de un modo paulatino, como por una recobración lenta e inconsciente de tu dignidad moral…

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