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Authors: Clemente Palma

Tags: #Clásico, Cuento, Fantástico

Cuentos malévolos (13 page)

BOOK: Cuentos malévolos
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—¡Ven! —me dijo.

Me senté en la popa del esquife en un alto sillón de ónix, sostenido por cariátides de acero azul; y mi conductora comenzó a bogar. A nuestro paso, de todas las terrazas nos dirigían maldiciones e injurias. Pronto abandonamos la ciudad y nos vimos en medio de un mar sereno, inmenso, sobre el que se deslizaba el misterioso barco silenciosamente. De vez en cuando veía, junto a las bordas de la galera, el dorso de un delfín, la cabeza azorada de un tritón, el cuerpo híbrido y voluptuoso de alguna sirena que se ocultaba rápidamente haciendo un elegante escorzo, y dirigiéndome una sonrisa provocativa y medrosa.

—¿A dónde vamos? —pregunté a mi guía—, ¿al infierno o al paraíso?

El Carón femenino no me respondió limitándose a indicarme con un signo que debía confiarme a su pericia. Mucho tiempo estuvimos así, hasta que vi aparecer en el horizonte grandes bloques de hielo. La mar se endurecía a medida que la galera avanzaba, y entramos, por fin, en una zona silenciosa y helada, alumbrada solamente por la aurora boreal. En una costa vi un triste caserío, habitado por unos cuantos hombres forrados de pieles.

—¿En dónde estamos? —pregunté con angustia a mi callado piloto.

—¡Upernawick! —me contestó secamente. Y seguimos.

La barca de plata resbalaba sobre los hielos y a nuestra aproximación huían manadas de focas a esconderse entre las grietas. Arriba, en medio de la gris noche semestral, brillaba el carro de la Osa y el Boyero con fulgores intensos. Y seguimos; estábamos más allá del 85 paralelo. Los bosques de pinos escuetos habían quedado ya muy atrás, y la flora de esta región de las penumbras y de los hielos —algunas especies de hongos, helechos, musgos y líquenes— se hacía cada vez más escasa. De vez en cuando aparecía sobre algún
flint glass
un reno escuálido escarbando la nieve con la pezuña, o alguna osa que, navegando sobre algún carámbano, enseñaba a su cría la caza de la morsa. En otra comarca vi unos hombrecillos espantables con grandes cabezas erizadas.

—¿Los demonios de Dante? —pregunté horrorizado.

—No, son los runoyas. —Y seguimos.

Más adelante vi pasar unas mujeres envueltas en blancos peplos de lino; parecían buscar afanosamente algo perdido entre las grietas del hielo; iban de un lado a otro, regresaban, se inclinaban al suelo, en donde pegaban el oído como si quisieran oír los pasos de los antípodas. Pálidas, esqueléticas y llorosas expresaban en sus tristes caras y en sus ojos, que brillaban de fiebre, la ansiedad más vehemente. Cuando se aproximó nuestra galera, dieron todas un aullido y corrieron al borde del carámbano para mirarnos con ojos de locura y de dolor.

—¡Son las novias difuntas que buscan a sus amantes infieles! —murmuró mi compañera.

—¡Oh, ninfa misteriosa! —la dije—, ¿a dónde me llevas?, ¿terminará acaso esta lúgubre peregrinación en el país de la Muerte?

—No —me respondió—, ¡vamos al país de la viñeta! —Y seguimos.

Llegamos a un mar amplio, negro como de tinta china, un mar libre sin bloques de hielo. La naturaleza parecía reanimarse, volver a latir con la vida exuberante de los trópicos. Lejos se veía una isla parda, coronada por penachos de abundante vegetación. La faz de mi guía se animó; con mano ágil hizo en la vela la maniobra necesaria para que el esquife se dirigiera a la isla. Por todas partes se observaba el regreso la vida; pero, no a la vida natural, sino a una vida nueva, desconocida y extraña. El color del cielo era rojizo semejante al tono que colorea los párpados, cuando, cerrados los ojos, se aproxima una luz a la membrana. Las aves que cruzaban el espacio eran muy raras: tenían cabezas de sierpes y por colas y alas ramos de lis. Llegamos a una costa en que las peñas eran de cristal opaco. Desembarcamos, y a poco nos hundimos en un bosque de hongos gigantescos, que vertían sangre cuando se les hería en el tronco; las flores y los frutos eran animados, y las panzas de los árboles se agitaban como a impulsos de la respiración. No menos curiosos eran los animales; además de los centauros, faunos, esfinges e hipogrifos, observé otros muchos seres híbridos: perros cubiertos de hojas y con las extremidades de aves palmípedas, serpientes con cabezas humanas, salamandras que comenzaban siendo campánulas. Había violetas, heliotropos y camelias aladas que, como mosquitos, chupaban, no el jugo y néctar de las flores, sino la sangre-savia de lodos aquellos animales ambiguos de ornamentación. En un bosque de tulipanes grandes como hoteles, vi seres humanos que paseaban sobre los pétalos: eran mujeres, las mujeres más idealmente bellas que se puede concebir, envueltas en tules de rocío hilado. Sus carnes eran como de marfil y nácar blandos, sus ojos azules dirigían miradas candorosas y angelicales, sus labios parecían impregnados en la sangre de las granadas, y sus cabelleras, rubias como el jerez pálido, descendían en apretadas guedejas hasta más abajo de los muslos… Apenas me vieron me rodearon con adorable gracia y ternura. Sus inocentes caricias, desprovista del menor impudor, me causaron un placer purísimo de niño acariciado por los serafines; sentí por una de ellas un amor típico, sin deseos, sin turbaciones, una especie de amor apasionadamente místico e inefable, que me habría hecho quedar allí una eternidad si mi guía no me hubiera arrancado violentamente de mi éxtasis tirándome de un brazo a la vez que las miraba con despreciativa sarna.

—¿Son los ángeles esos seres divinos? —la pregunté suspirando.

—No —me respondió con irónica sonrisa—; son mujeres sin sexo… su amor es el amor del Limbo, desgraciado.

Substraído por mi guía de la influencia de esos seres, llegamos a una llanura cubierta de polvo y arena de oro, en el centro de la cual había un disco de plata bruñida enclavado al suelo. Entonces el guía volviose a mí y quedé deslumbrado: su rostro había adquirido la belleza ilustre y triunfadora de Helena, y de sus ojos de admirable brillo salía un fuego de orgullo divino, a la vez que de compasión y complacencia; me encontré turbado y caí de rodillas mientras ella me decía:

—Mírame… Yo soy el Amor con todas las energías… yo soy la eterna pasión con todos sus misterios de placer y de vida. Yo soy el delirio loco del amor de las almas vibrando en los nervios más sutiles y en la más pequeña gota de sangre viva… Ámame, que yo soy el Supremo Espasmo, en la doble ventura de las almas y de los cuerpos… Mírame, tal como en la aurora del mundo nací en el Egeo… ¡Yo soy la Forma Pura, la Belleza Inmortal!

Sus blancas vestiduras cayeron, y quedó ante mis ojos deslumbrados desnuda, alba, sublime, triunfal… Se inclinó sobre mi frente y besó mis labios. ¡Oh, divina Afrodita! Quise estrecharla en mis brazos para morir allí, y la diosa retrocedió y se elevó al cielo lentamente. Su cuerpo níveo y moldeado, como jamás lo fuera cuerpo de mujer, se deshacía en el espacio como si fuera de niebla y se descongelara. Yo avanzaba angustiado, sin mirar el camino, con los brazos extendidos, loco, hipnotizado por la sublime visión…

—¡Adiós, espérame, que algún día nos volveremos a ver… adiós! —me dijo.

Di un salto desesperado y logré coger un rizo de sus cabellos, que quedó en mis manos. Pero había puesto el pie, al caer, en el disco de plata, en el Polo del mundo. Mi cuerpo, adherido al disco por extraño magnetismo, se puso a girar vertiginosamente. Sentí un mareo agudo, y en mis angustias veía a mi amada perderse en el éter, mientras el carro de la Osa y el Boyero describían en torno de ella pequeños y rápidos círculos. El dolor en mis sienes era cada vez más agudo, una nube sangrienta cubrió mis ojos y caí desmayado en el momento en que, desde la Estrella Polar, venía hasta mí el último adiós de la inmortal Afrodita.

V

Estaba sentado junto a mi escritorio, tenía en las manos un rizo de los finos cabellos de Leticia, sobre mi escritorio estaba un ejemplar de una vieja edición de la
Cosmographia
de Munster, abierto en un final de capítulo engalanado con una viñeta; en frente de mí, el retrato al óleo de la implacable amada difunta, cuyo amor me perseguía hasta en mis ensueños. Allí estaba ella, la triunfadora anémica, la pálida e inolvidable, mirándome con esa mirada bondadosa y apacible de animal doméstico.

CLEMENTE PALMA (Lima, 1872-1946). Escritor y periodista peruano, hijo del gran tradicionalista Ricardo Palma. Fue director de las revistas
Prisma
(1906-1908) y
Variedades
(1908-1931) y del diario
La Crónica
(1912-1929). Su obra narrativa, de tendencia modernista, introdujo los temas fantásticos, psicológicos, de terror y de ciencia ficción en la literatura de su país. Sus personajes, frecuentemente anormales y perversos, denotan una fuerte influencia de Edgar Allan Poe y, en menor medida, de los escritores rusos del siglo XIX y del decadentismo francés. Sus títulos más conocidos son
Cuentos malévolos
(1904),
Mors ex vita
(novela, 1918),
Historietas malignas
(1925) y
XYZ
(novela, 1935), obra que se considera un precedente de
La invención de Morel
(1940) del argentino Adolfo Bioy Casares.

Nota

[1]
San Jerónimo refiere esta visita de un sátiro a San Antonio.
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