Después de haber sollozado un rato en mis brazos y de haberse repuesto, me contó lo que acabo de referir. Su rostro pálido y noble tenía la expresión de una infinita tristeza.
Durante tres días durmió Ernesto en mi casa, y obligué a mi arpista a que no viniera por algún tiempo. Ernesto tenía horror a su cuartito del tercer piso de la calle Marbeuf. Una noche me decía:
—¿Quién le leerá el periódico al pobre viejo?… Pero no, no quiero ir, porque siento que la amo y que la perdonaría a pesar de todo; bastaría que la viera para que este maldito amor me hiciera ver como cosa inocente la infamia que ha cometido. Me volvería sutil para perdonar. Ella me diría con ese aire de ingenua pasión: «Te amo, Ernesto, y lo que tanto te ha hecho sufrir fue una calumnia de tus sentidos». Y yo pensaría que realmente soy un calumniador. No, no quiero verla más.
¡Pobre Ernesto! No hay mayor infortunio que amar a una mujer a quien se desprecia. Una noche no fue a dormir a casa. Pensé que mi buen amigo había optado por creer que el alma de su novia continuaba inmaculada, a pesar de lo que había sucedido, y que al fin había regresado a leerle el periódico al ciego. —La cree un cisne, cuyas alas blancas y oleosas ni se mojan ni se manchan en el fango. ¡Bah! ¡Debilidades humanas! Probablemente mañana escribiré a Ivette que ya puede regresar—. Mas no había sido así. Ernesto, antes que transigir con su amor, había optado por el medio más tonto, es cierto, pero el más sencillo y eficaz para extinguirlo: matarse. Se encerró una noche en una casa de huéspedes, tapó las rendijas de las puertas y ventanas, puso bastante carbón en la estufa e interrumpió el tiro de la chimenea. No le bastó eso, porque estaba resuelto a poner fin a su pasión y tomó una buena dosis de láudano y atropina; tampoco le satisfizo: quería morir del modo más dulce posible: colgó de la cabecera de la cama un embudo con algodones empapados en cloroformo; puso su aparato de modo que cada 15 ó 20 segundos cayera una gruesa gota en un lienzo que ató sobre sus narices; la absorción del líquido mortífero fue continua durante el sueño de Ernesto, ese sueño que era la primera página de la muerte… ¡Pobre Ernesto! ¡Qué uso tan triste hizo de la terapéutica estudiada en la facultad; qué aplicación tan extraña a la curación de las dolencias del alma! Su optimismo tan brutalmente herido, la honrada rectitud de su corazón, su idealismo sentimental le mataron más que la lujuria hipócrita de su novia. Le enterramos en Montparnasse.
Seis años más tarde, supe que Suzón se había casado con un oficial francés, que fue después a San Petersburgo de agregado militar en la embajada. Un día que me engañó una mujer, se me agrió el espíritu y sin más razón que el deseo de vengarme en el sexo, escribí al esposo de Suzón una pequeña esquela en que decía lo siguiente:
«M. LOUIS HERBART
San Petersburgo
«Soy un antiguo conocido de usted y de su estimable esposa, y, en previsión de posibles desavenencias conyugales, me permito dedicarle un aforismo que, probablemente, no se le ocurrió a Claude Larcher al escribir su
Fisiología del amor moderno
. Helo aquí: “Los pilluelos son menos inofensivos de lo que parecen”. No consienta usted que madame Herbart acaricie más chicuelos que los propios. Madame Herbart sabe por qué doy a usted este consejo, que me lo inspiran los manes de mi infortunado amigo Ernesto Rousselet. Créame afectísimo servidor de usted y de su esposa».
Ignoro si Mr. Herbart habrá recibido mi esquela.
El teniente Jym de la armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:
No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Cristianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores.
Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el
frufrú
de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos y fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de
pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz
, las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.
Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: —¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces!—. Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas obscuras de mi encéfalo.
Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: —¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos?—. A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: —negros—. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos
felinos
y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa.
Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir algo los brillores múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes, sus alegrías, violadas, sus celos amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperio horrible, y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma ardiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Todo Cristianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndola sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo llorar a Lina la hacía cerrar los ojos, y cerrados los ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.
Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego tenía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar terriblemente mi vejez. Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre, un rico armador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la obscuridad de mi alcoba; veía al techo y allí estaban terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterías y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mi sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé si por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mi espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina.
El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en mis brazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.
—¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego!
Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos:
—¿Qué tienes, Jym?… Habla. ¡Dios Santo!… ¿Estás enfermo? Habla.
—No… perdóname; nada tengo, nada… —le respondí sin mirarla.
—Mientes, algo te pasa…
—Fue un vahído, Lina… Ya pasará…
—¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío.
No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chisporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mi turbado silencio, se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mi cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:
—No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame.