Cerré los ojos y la besé en la frente.
—No me beses, mírame, mírame.
—¡Oh, por Dios, Lina, déjame!…
—¿Y por qué no me miras? —insistió casi llorando.
Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mi necedad:
—No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo reprimir.
Callé, pues, y me fui a mi casa, después que Lina dejó la habitación llorando.
Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mi novia estaba en cama y la habitación casi a obscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices era confesar mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo… Usando anteojos negros… quizá. Después que le referí mis dolores, Lina se quedó un momento en silencio.
—¡Bah, que tontería! —fue todo lo que contestó.
Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una obscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí estaba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo.
Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita.
—Mírala a la luz —me dijo—, son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente.
Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza horrorizado y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano.
—¿Qué has hecho, desdichada?
—¡Es mi regalo de boda! —respondió tranquilamente.
Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre…
* * *
Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.
—¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis cómo lo remediará ella? Pues arrancándoos los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros.
Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.
A una amiga
I
Momo, Arlequín y Pulcinella, grandes chambelanes de S.M. Pierrot IV, hacían inauditos esfuerzos para distraer la inmensa e inexplicable tristeza del rey.
—¿Qué tiene su majestad? —era la pregunta que, llenos de estupor, se hacían unos a otros los cortesanos. Fue en vano que las sotas de oros, de copas, de espadas y de bastos, ministros del rey, intentaran mil diversiones para disipar su misteriosa congoja: el gorro de Pierrot ya no se agitaba alegremente haciendo sonar los cascabeles de oro. Ni Colombina cuando saltaba en su jaca blanca, a través del aro de papel, lograba conmover la apatía del pobre monarca.
—No hay duda de que el rey está enamorado… ¿pero de quién? —se preguntaban los palaciegos.
Pierrot subía todas las noches a la terraza y pasaba allí largas horas contemplando el cielo y sumido en incomprensible éxtasis. Pasada la medianoche iba a su alcoba a acostarse; en el vestíbulo encontraba a Colombina, quien le aguardaba con la esperanza de que Pierrot la arrojara el pañuelo al pasar. El rey parecía ignorar hasta el uso de esta prenda, y cruzaba ante la hermosa con la mayor indiferencia. Toda la noche se la pasaba Colombina llorando como una loca, y al día siguiente formaba un escándalo en palacio, azotaba a sus perros sabios, abofeteaba los pajes, consultaba la buenaventura los gitanos, hablaba de incendiar el palacio y comerse una caja de cerillas, se desmayaba cada cinco minutos, y concluía por encerrarse en sus habitaciones, en donde se emborrachaba con champaña y
kirschenwasser
.
Corrían mil conjeturas en palacio respecto a la persona que tan profundamente había impresionado al rey. Unos aseguraban que Pierrot había perdido su ecuanimidad desde que miss Fuller, la Serpentina, se había ido a Cracovia; para otros no cabía duda de que el rey estaba enamorado de Sara Bernhardt, a la que había visto hacer la
Cleopatra
; no faltaba quien jurase por Melecarte y los Siete Cabires, que la mortal afortunada era Ivette Guilbert, la deliciosa y picaresca
chanteuse
, que había sido el encanto de la ciudad en el pasado invierno; por último, había individuo, para quien era cosa tan digna de fe como el credo, que quien había turbado la paz del corazón de Pierrot era nada menos que la princesa de Caramán Chimay. Lo cierto es que todas estas conjeturas tenían visos de probabilidad y nada más; que las rabietas de Colombina eran más frecuentes, y que el rey estaba cada día más mustio y entristecido.
II
Y nunca se hubiera sabido en la corte quién era la persona cuyos encantos tenían a Pierrot con el seso sorbido, si él mismo no se lo hubiese dicho a maese Triboulet, su camarero y secretario de asuntos reservados.
—¡Ay, mi buen Triboulet! —dijo el rey bizcando los ojos y entornándolos para ver mejor, pues era extremadamente miope—. ¡Ay, ay, ay!
Triboulet, que en ese momento le ponía las calzas a la real persona, alzó la cabeza alarmado:
—¿Qué tiene vuestra majestad? ¿Algún dolor?…
—Sí, Triboulet, un dolor.
—Avisaré al maese Althotas…
—No, Triboulet; mi dolor no se cura ni se alivia con tisanas.
—¡Ah, ya! —dijo el camarero guiñando un ojo—, vuestra majestad sufre del corazón… dolor de amores.
El rey no contestó: se limitó a dar un profundo suspiro.
—¿Y quién es esa persona que hace sufrir a vuestra majestad? ¡Por Hércules, que debía considerarse muy honrada de que vuestra majestad se haya dignado en bajar a ella sus ojos!…
—¡Ay, Triboulet! Es persona muy alta…
Triboulet se puso a pensar en las princesas y reinas de Europa, Asia, África y Oceanía.
—¿Será acaso la princesa de Asturias? —preguntó.
—¡Oh, no!
—¿La reina de Tahití, Pomaré IV?
—¡Bah!
—¿La emperatriz de la China?
—¡Más alta, Triboulet, más alta!
—¿La zarina?
—Más…
—¿La reina de Inglaterra?
—¡Más arriba, hombre!
—¿Más arriba? La hija del Fjord de Islandia.
—Pues sube más.
—¿Más arriba aún? ¿Será la reina de los esquimales?
—Más, más.
—¡Caracoles! Más altas están las nubes.
—Cien ducados de multa por la interjección… Más arriba, Triboulet.
—¡Diablo! ¿Estará vuestra majestad enamorado de la luna?
—¡Doscientos!… Exactamente, mi buen amigo.
—¡Hum!
Y Triboulet se rascó la nariz, tomó un polvo de rapé con el asentimiento del rey, estornudó, se volvió a rascar la nariz, tomó otro polvo, volvió a estornudar y se preparaba a volver a rascarse y así sucesivamente, hasta que se realizara aquello del jinete en un caballo macilento, del libro de las siete cabezas, de que nos habla San Juan en el Apocalipsis; pero Pierrot no tuvo paciencia para esperar el Juicio Final.
—¡Eh! ¿Y qué te parece?
—Nada…
—¿Cómo nada?
—Es decir… casi nada.
—¿Cómo, es decir casi nada?
—Pues, vamos… que me parece vuestra majestad un solemne majadero.
—Mira, en cuanto acabe de vestirme te haré ahorcar, por bellaco; pero antes, explícate.
—¿No reflexiona vuestra majestad que ese amor es un imposible? Primero saldrá pelo a las ranas que ver satisfechas sus amorosas ansias.
—¡Ay, Triboulet!, pues no me queda más recurso que dejarme morir de pena, si no consigo poseer a mi dulce y desdeñosa tirana —murmuró Pierrot con tono lacrimoso.
Hubo un rato de silencio, interrumpido por los suspiros del rey. Por fin, Pierrot despidió al secretario, diciéndole:
—Te prohíbo severamente que refieras a nadie mis cuitas amorosas.
Naturalmente, diez minutos después, gracias a la reserva del confidente de asuntos reservados, todo el mundo sabía en palacio que Pierrot estaba enamorado de la pálida e inaccesible Selene.
III
La corte de su majestad Pierrot IV estaba consternada: el rey había resuelto dejarse morir al no se encontraba medio de traerle a la dama de sus cavilaciones y ensueños. Y todos los palaciegos se imaginaban que el rostro de Selene sería maravillosamente hermoso, puesto que había cautivado tan hondamente el corazón del rey. Colombina se puso furiosa al saber quién era su rival, y se pasaba largas horas de la noche escupiendo al cielo, diciendo desvergüenzas a la luna y disparando los corchos de sendas botellas de «Veuve Cliquot». Intertanto, Pierrot en la terraza se deshacía de amor entregado a su apasionada contemplación. Y cada día que pasaba se desmejoraba y empalidecía más.
Pero una tarde, el duque de Egipto, viejo gitano, marrullero y truhán, que en las ferias tragaba algodones encendidos y se metía en el gaznate luengas espadas de resorte, con gran estupefacción de los bobos; que recorría los campos vendiendo a los labriegos pomada de oso blanco y filtros de amor, el duque de Egipto, repito, pidió una conferencia a Colombina, la cual accedió y quedó contentísima, pues el gitano la había ofrecido, a cambio de veinte libras tornesas y el monopolio de la venta de raíz de mandrágora, curar radicalmente al rey de su extravagante amor.
IV
El duque de Egipto subió una noche a la terraza del palacio; encontró al rey sumido en su acostumbrado éxtasis. Se acercó, sin que Pierrot notara la presencia, y le tocó en el hombro. Pierrot se volvió penosamente.
—Duque, has entrado sin mi permiso. Mañana haré que te azoten en el vientre con colas de cerdos y que en seguida te metan dentro de un saco con siete gatos sarnosos.
—Señor, he venido a poner fin a vuestras cuitas amorosas y, sin embargo, vuestra majestad me recibe de un modo poco amable.
—¿Qué es lo que has dicho, duque?… Me enajenas de gozo… ¡Oh!, con que al fin voy a tener la ventura de… Mira, duque, te perdono y te haré chambelán y ministro, y príncipe heredero, si quieres… todo por tener cerca a mi pálida y desdeñosa adorada. Me vuelves la vida. Te advierto que si mientes, mi furor no tendrá límites y te haré descuartizar por cuarenta onagros salvajes. ¡Habla, por Júpiter, habla!
—Estáis enamorado, señor, de la pálida Selene; pues bien, yo puedo ponérosla al alcance de las manos sumisa y obediente.
—¿Cuándo, duque, cuándo?
—Ahora mismo.
—Tienes ciento diez y nueve segundos de plazo para realizar mi felicidad, so pena de que te desnuque con el as de bastos.
Y Pierrot alzó amenazador el as que le servía de cetro. Al mismo tiempo el duque de Egipto sacó de debajo de su capa andrajosa un canuto de cobre como de un metro de longitud que podía alargarse hasta el doble. Acomodó su aparato sobre la balaustrada de la terraza, lo orientó y luego llamó al rey, que le miraba hacer boquiabierto y alelado.
—Mirad, señor.
Pierrot, dando traspiés y tembloroso por la emoción, se acercó, y miró y dio un grito, poniéndose espantosamente pálido, tambaleándose como si hubiera sentido dentro de sí la muerte súbita de algo. Dos o tres veces se separó del tubo para ver a la luna a la simple vista. A poco volviéronle los colores al rostro y reapareció en él la expresión truhanesca y alegre, que hacía tiempo había desaparecido. Por fin, estalló el rey en una carcajada burlona e inextinguible que resonó por todos los ámbitos de palacio. ¿Qué había sucedido? Sencillamente, que allí donde él había visto, a causa de su miopía, un rostro pálido de virgen, divinamente bella, veía ahora una cara chata, una cara de vieja, una cara ridícula y abominable, llena de protuberancias y verrugones. Estaba deshecha la ilusión. Al ruido acudieron los ministros, los chambelanes y los cortesanos, y unos tras otros fueron mirando por el ocular del anteojo, y todos se separaban desternillándose de risa, señalando burlonamente con una mano la ancha faz de Selene, mientras con la otra se apretaban el vientre en las sacudidas nerviosas de una risa incontenible. Colombina, que también había acudido, estaba lindísima con su vestido rojo y negro de
ecuyère
y su rubia cabellera, que se escapaba bajo el tricornio de
incroyable
. Cuando Pierrot se retiró a su alcoba encontró en el vestíbulo a Colombina, la cual tenía expresión tan picaresca y adorable, que no tuvo más remedio que arrojarla el pañuelo.
A pesar de que su majestad Pierrot IV debía al duque de Egipto su curación y la tranquilidad del Estado, le tomó tal ojeriza que, en una ocasión, por una falta leve, cual era la de comer huevos sin sal, cosa prohibida por las leyes del Reino, le desterró por vida lejos, muy lejos, creo que a las Molucas o a las islas Marquesas. ¡Misterios del corazón!
Pierrot y Colombina son actualmente muy felices. En las noches de luna suben a la terraza y, entre carcajadas y besos, le disparan a la pálida Selene una serie de arcabuzazos con las botellas de «Veuve Cliquot», que se beben hasta emborracharse. Triboulet afirma que varias veces, al llevar cargado al rey a su lecho, en completo estado de embriaguez, ha observado que los ojos del rey estaban llenos de lágrimas. Pierrot no ha querido más anteojos.