—¿Cuál es la razón para el premio?
—¿Y tienes que preguntar eso a una persona que enseña en el departamento de Literatura de Ca' Foscari? —preguntó ella con la voz que reservaba para sus Expresiones de Pública Indignación. Y, suavizando el tono, dijo—: Ya he visto los libros que te llevas tú.
Así lo esperaba Brunetti, pensando que la sobriedad de su elección serviría de saludable ejemplo y marcaría un contraste con la frivolidad de algunos de los títulos seleccionados por ella.
—¿No se aprecia una insólita modernidad en tus preferencias? —preguntó ella.
—He decidido leer Historia Moderna —afirmó él, ufano.
—¿Por qué la rusa? —preguntó ella señalando un libro titulado
La tragedia de un pueblo.
—Me interesa la Revolución —dijo él.
—Lo que a mí me interesa es por qué tantos de nosotros nos dejamos embaucar —dijo ella con una voz que de repente se había vuelto agria.
—¿Te refieres a nosotros, los de Occidente?
—Nosotros. Los de Occidente. Nuestra generación. El paraíso de los trabajadores. Hermanos en el socialismo. Todas las tonterías que soltábamos para demostrar a nuestros padres que no nos gustaban las opciones que habían elegido ellos. —Se tapó la cara con las manos, y Brunetti no detectó falsedad en el gesto—. Pensar que yo voté a los comunistas. Por propia voluntad. Yo voté por ellos.
El único consuelo que se le ocurrió a Brunetti fue:
—La Historia los ha barrido.
—Mucho ha tardado —dijo ella con ferocidad—. Tú me conoces, sabes que no soy muy dada a la vergüenza ni a la contrición, pero siempre me arrepentiré de haber votado por esa gente, de haberme negado a escuchar la voz del sentido común, a creerlo que no quería creer.
—Ellos nunca tuvieron aquí verdadero poder —dijo Brunetti—. Tú lo sabes.
—Yo no hablo de
ellos,
Guido, hablo de
mí.
De que yo pudiera ser tan estúpida, y durante tanto tiempo. —Tomó el libro de él y se puso a hojearlo, deteniéndose a mirar algunas fotos, lo cerró y lo dejó en la mesa—. Mi padre siempre los ha odiado. Pero yo no quería escucharle. ¿Qué podía saber él?
—¿Crees que nosotros tendremos ese problema con nuestros hijos? —preguntó él, tratando de desviar la conversación.
Ella abrió un cajón y sacó un jersey, a la sola vista del cual Brunetti rompió a sudar.
—Raffi no ha tardado en abrir los ojos —dijo ella—. Y habría que dar gracias por ello. Pero no dejarán de venirnos con alguna otra idea.
Brunetti se acercó a la ventana que miraba al norte, y percibió el leve movimiento de una brisa.
—¿Crees que va a cambiar el tiempo? —preguntó.
—Si acaso, a más calor —dijo ella, y sacó otro jersey.
Al día siguiente, la
signorina
Elettra iba a tomar café con su admirador del Tribunale. Brunetti supuso que iría a comprar las flores a primera hora de la mañana, antes de que el calor acogotara a la ciudad. Dándole tiempo para un plácido café y una amena conversación sobre amistades comunes y empleados del Tribunale, Brunetti calculaba que no llegaría a la
questura
antes de las once. Pero a esa hora lo entretuvo una larga conversación telefónica con un amigo que lo llamó desde la
questura
de Palermo para preguntarle si había oído hablar de dos pizzerías y un hotel que se habían abierto hacía poco en Venecia.
Brunetti había oído decir muchas cosas —supuestas y ciertas— de los tres establecimientos. Lo que le comunicó su amigo se refería a los dueños, y avivó el interés de Brunetti la inusitada celeridad con que se concedieron los permisos para las reformas que se hicieron en las dos pizzerías y el hotel.
Los permisos para el hotel tardaron menos de dos semanas y, además, se autorizó a las cuadrillas a trabajar las veinticuatro horas, algo prácticamente inaudito en la ciudad. Las pizzerías requerían menos obras, y los permisos fueron concedidos antes de una semana.
Cuando su amigo de Palermo reconoció tener un interés especial en el jefe de la oficina que concedía los permisos, Brunetti no pudo sino lanzar un suspiro, por lo familiar que le era el nombre y lo infructuosa que sería toda tentativa de investigar el método aplicado a la concesión de los permisos.
Profiriendo un sonido que quería ser risa y no pudo, Brunetti dijo:
—Cuando yo trabajaba en Nápoles, un día aparcamos una furgoneta en una calle adyacente a cierta pizzería y filmamos a todo el que entraba y salía. Además, pusimos otra cámara delante de la puerta, para filmar a los que ocupaban las mesas, hasta la hora del cierre.
—¿Cuántos clientes, en total?
—Entraron ocho personas y estuvieron dentro el tiempo suficiente para comer. Los filmamos mientras esperaban las pizzas y se las comían. También entró un hombre que se llevó seis pizzas.
—Deja que haga el cálculo —dijo la voz desde el otro extremo del hilo—: la recaudación de todo el día tenía que ser la correspondiente a catorce pizzas.
Brunetti se rió.
—Recaudaron más de dos mil euros.
—¿Qué hicisteis vosotros?
—Entregamos la cinta a la Guardia di Finanza.
—¿Y?
—Y el caso llegó a los tribunales, y el juez dictaminó que las cámaras suponían una invasión de la intimidad y que la cinta no podía utilizarse como prueba, porque las personas que aparecían en ella no habían sido advertidas de que estaban siendo grabadas. —Al cabo de un momento, Brunetti añadió—: Es lo que ocurrió también con los
handlers
de equipajes del aeropuerto.
—Lo leí en el periódico.
Brunetti miró el reloj y vio que eran casi las doce. Deseaba hablar con la
signorina
Elettra antes de que se fuera a almorzar y, para poner fin a la conversación, dijo:
—Si averiguo alguna cosa, te llamaré.
Para disimular, incluso ante sí mismo, su prisa por hablar con la joven, Brunetti se detuvo en la oficina de los agentes para enseñar la foto de Gorini a los hombres que estaban de servicio. Era un rostro poco corriente, y ninguno de los hombres recordaba haberlo visto por la ciudad. Les dejó la foto para que la enseñaran a sus compañeros y bajó al despacho de la
signorina
Elettra, a la que encontró sentada ante su mesa, frotándose maquinalmente la palma de la mano izquierda. En el alféizar de la ventana estaban, a medio desenvolver, dos ramos de flores que empezaban a mustiarse. Ella, al verlo entrar, movió la cabeza de arriba abajo, sin dejar de frotar.
—¿Qué ha pasado? —preguntó él.
—Un desastre. Todo un desastre.
—Cuente —dijo él, apartando las flores y apoyándose en el alféizar, con los brazos cruzados.
Con un movimiento deliberado, quizá para obligarse a dejar de frotarse la mano, ella apoyó las palmas en la mesa, a cada lado del teclado.
—He comprado las flores y luego he ido al Tribunale y he subido al despacho de mi amigo. Lo he encontrado trabajando y le he dicho si quería salir a tomar un café.
«Hemos entrado en el Cafre del Doge, y él ha sugerido que nos sentáramos a una mesa en lugar de quedarnos en la barra. Le he dicho que no tenía mucho tiempo, pero he dejado que me convenciera, y nos hemos puesto a hablar. Él me hablaba de su trabajo y yo hacía como si el tema me interesara.
»Para llevar la conversación hacia Fontana no se me ha ocurrido otra cosa que mencionar a Rizzotto, otro de los ujieres, porque yo había ido al colegio con su hija y lo había visto varias veces en el edificio. Y entonces he mencionado a Fontana, he dicho que había oído comentar que era un empleado excelente. Y eso ha dado pie a una serie de comentarios sobre él, su dedicación, su eficacia, su experiencia y el ejemplo que los hombres como él nos dan a todos nosotros, y cuando yo ya creía que iba a ponerme a gritar o a golpearlo con las flores, él ha levantado la cabeza y ha dicho: "Vaya, ahí está él en persona."»Y, antes de que yo pudiera detenerlo, se ha levantado y ha traído a Fontana a la mesa. Fontana llevaba americana y corbata, ¿imagina? Treinta y dos grados, y americana y corbata. —Calló y movió la cabeza al recordarlo.
Esto a Brunetti no le parecía un desastre, ni por asomo.
—Y se ha sentado con nosotros —prosiguió ella—. Es un hombrecito insignificante. Ha pedido un
macchiato
y un vaso de agua y apenas ha dicho una palabra, en tanto que Umberto seguía hablando y yo trataba de hacerme invisible. —Brunetti dudaba de tal eventualidad—. Y entonces, mientras los tres estábamos allí sentados tan amigablemente, ¿quién cree que ha entrado en el café? Pues mi amiga Giulia con Luisa, su hermana.
—¿Coltellini? —preguntó Brunetti, a sabiendas de que era innecesario.
—Sí. Giulia me ha visto, se ha acercado a saludarme y entonces ha venido también su hermana. Creí que el pobre Fontana iba a desmayarse. Se ha levantado tan de prisa que ha volcado su taza y el café le ha caído en el pantalón. Qué horror, él no sabía si darle la mano, de lo contento que estaba de verla allí, pero Giulia se ha limitado a darle una servilleta. ¿Qué otra cosa podía hacer? Él se ha puesto a enjugarse el café. Ha sido grotesco. Pobre hombre. No podía disimular. Era tan evidente como si llevara un cartel: «Te amo, te amo, te amo.»
—¿Y la jueza?
—Después de saludar, se ha desentendido de él. —Ella levantó las manos de la mesa y volvió a frotarse la palma de la izquierda.
—No me parece un desastre —dijo Brunetti.
—Eso ha llegado cuando Umberto me ha presentado. Al oír mi nombre, ella no ha podido disimular la sorpresa, ha mirado a Umberto, ha mirado a Fontana, me ha dado la mano y ha tratado de sonreír.
—¿Qué ha hecho usted?
—Fingir que no había notado nada, y no creo que ella se haya dado cuenta de que yo había observado su reacción.
—¿Qué ha pasado luego?
—Se ha sentado con nosotros. Antes de eso, daba la impresión de que deseaba echar a correr para no tener que estar cerca de Fontana, pero se ha sentado y ha empezado a hablar.
—¿De qué?
—Me ha preguntado dónde trabajaba, ahora que ya no estaba en el banco.
—¿Usted qué le ha dicho?
—Que trabajaba en la Commune, y como ella seguía preguntando, he dicho que era todo tan aburrido que no soportaba hablar de ello, y le he preguntado dónde había comprado la blusa que llevaba.
—¿Ha dicho ella algo más?
—Cuando ha visto que no iba a sacar nada de mí, ha preguntado a Fontana de qué estábamos hablando, pero lo ha hecho con naturalidad y simpatía: «¿Y decíais cosas interesantes, Araldo?», le ha dicho con voz de sacarina. Pobre hombre. Se ha puesto tan colorado al oírla llamarlo por su nombre, que he pensado que iba a darle una apoplejía.
—¿Pero no le ha dado?
—No, señor. Y tampoco le ha contestado, y entonces Umberto ha dicho que hablábamos del trabajo en los tribunales. —Ella ha callado un momento y ha movido la cabeza—. Probablemente, es lo peor que podía decir. —Miró a Brunetti—. Tendría que haberle visto la cara cuando ha oído esto. Congelada.
—¿Cuánto tiempo se ha quedado después de eso? —preguntó Brunetti.
—No lo sé. Yo he recogido las flores y he dicho que tenía que volver a la oficina. Umberto ha dicho que me acompañaría hasta el
traghetto:
él cree que trabajo en Ca' Farsetti, de manera que he tenido que cruzar el Canal y entrar por la puerta principal, porque Umberto estaba en la otra orilla, saludando con la mano.
—¿Pero la jueza no se ha creído que usted trabajara allí?
—Ni pensarlo. Lo tenía escrito en la cara. Es «jueza», por favor: a la fuerza tiene que saber quién trabaja en la
questura.
—Quizá —trató de atemperar Brunetti.
Ella se levantó y fue hacia él tan aprisa que Brunetti tuvo que hacerse a un lado para esquivarla. Sin mirarlo, recogió las flores, arrancó el papel y las puso en la mesa, fue al
armadio,
sacó dos floreros y salió al pasillo. Él se quedó donde estaba, reflexionando acerca de lo que acababa de oír.
Cuando ella volvió, Brunetti tomó uno de los jarrones con agua y lo puso en el antepecho de la ventana. Ella dejó el otro en la mesita que estaba junto a la pared, fue a su escritorio y agarró uno de los ramos de flores. Tiró bruscamente de las gomas que sujetaban los tallos, las arrojó a la mesa y prácticamente embutió las flores en el jarrón, luego repitió la operación con el otro ramo.
Ella se sentó en su sillón, miró a Brunetti, miró a las flores y dijo:
—Pobrecitas. No debería desahogarme con ellas.
—No creo que tenga usted de qué desahogarse.
—No diría eso si hubiera visto cómo ha reaccionado ella.
—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Brunetti.
—Me gustaría echar un vistazo a lo que sea que despertara su curiosidad acerca de la jueza.
La
signorina
Elettra fue con Brunetti al despacho de éste, donde él le dio los papeles del Tribunale que le había entregado su antiguo condiscípulo. Él le explicó lo que pensaba de los aplazamientos de ciertos casos encomendados a la jueza Coltellini y señaló la firma de Fontana al pie de los papeles.
—Juego de niños —dijo ella refiriéndose al método utilizado por el Ministerio de Justicia para preservar la inviolabilidad del sistema judicial. Mirando la firma de Fontana ella dijo:
—¿Sabe?, he estado pensando en todo esto y tengo la impresión de que hay algo extraño en la manera en que Fontana se comportaba con la jueza. Cuanto más lo pienso, más raro me parece su comportamiento.
—El amor no correspondido siempre parece extraño a quienes no saben lo que es —observó Brunetti, sintiéndose más sentencioso que Polonio.
—Ahí está —dijo la
signorina
Elettra mirándolo fijamente—. No estoy segura de que se trate de amor no correspondido.
—¿De qué si no?
—No lo sé —respondió ella. Cruzó los brazos y se golpeó el labio inferior con una punta de los papeles—. Yo he visto amor no correspondido —dijo, sin explicar desde qué lado—. Al principio creí que era eso, pero cuanto más lo pienso, más me parece otra cosa. Él se muestra muy humilde, muy servil cuando le habla: hasta el más obtuso se daría cuenta de que a nadie le gusta que le hablen como le habla él.
—Según quién, sí —objetó Brunetti.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero no a ella. Eso está claro. No le he dicho, porque violenta hasta hablar de ello, la manera en que él se ofrecía continuamente a traerle cosas: un café, un vaso de agua, una pasta. Era como si se sintiera en deuda con ella, pero de un modo extraño.