Cuestión de fe (14 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Cuestión de fe
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En el tren que regresaba a Venecia también hacía fresco, pero con intermitencias, porque la refrigeración funcionaba sólo cuando le apetecía, alternando el soplo ártico con la brisa tropical. Las ventanas de los trenes modernos no se abren, por lo que él y los otros tres pasajeros que ocupaban el compartimento de primera clase al que lo había conducido el revisor, tenían la sensación de utilizar un medio de transporte que tanto podía parar en Calcuta como en Ulan Bator. Brunetti había dejado su maleta —y sus jerséis— con la familia, por lo que, cada vez que el tren se acercaba a Ulan Bator, tenía que refugiarse en el pasillo, donde la temperatura era alta, sí, pero, por lo menos, se mantenía constante.

Esta anomalía impedía a Brunetti leer en paz y pensar con calma acerca de la situación que encontraría en Venecia y lo haría cuando llegara. Al fin, decidió refugiarse en el vagón restaurante, donde la refrigeración funcionaba correctamente, y se sentó a leer el periódico mientras se tomaba dos cafés y una botella de agua mineral.

Cuando el tren entró en Mestre, Brunetti marcó el número de Griffoni y se alegró de oír que ella lo esperaría en la estación con una lancha.

—¿Vianello? —preguntó él, sabiendo que su amigo estaba de vacaciones, pero confiando en que Griffoni hubiera pensado en llamarle.

—Le llamé después de hablar con usted. Conoce a alguien de la Guardia Costiera que ha conseguido permiso para entrar en aguas de Croacia a recogerlo.

—¿A quién conoce? —preguntó Brunetti.

—Sólo ha dicho que es alguien con quien había ido a la escuela —explicó ella.

—Bien. Gracias.

El tren empezaba a salir de la estación y Brunetti cortó. Cuando cruzaban el puente, le llamó la atención las enormes masas de algas que se acumulaban a uno y otro lado. Por la mañana, la marea alta las disimulaba, pero ahora estaban bien a la vista. Circularon durante varios minutos y las algas no se acababan. Botellas de plástico se mecían sobre la capa verde que se extendía a uno y otro lado, y sin duda también debajo del puente, sin solución de continuidad. Las embarcaciones la evitaban. Las aves acuáticas se mantenían alejadas. La capa verde se iba extendiendo como un eczema mal cuidado.

Brunetti vio la lancha de la policía amarrada delante de la estación y bajó rápidamente la escalera en dirección a ella. Se estaba tan cómodo en el vagón restaurante que tardó un momento en reconocer la sensación de sofoco de aquel calor. Antes de llegar a la lancha, ya sentía la camisa pegada a la espalda, y entonces advirtió con disgusto que sus nuevas gafas de sol se habían quedado en la maleta que, a estas horas, ya habría llegado a una altitud de 1.450 metros en el monte que se alzaba sobre Glorenza.

Brunetti saludó con un movimiento de la cabeza a Foa, el piloto; subió a bordo y estrechó la mano de Griffoni. La faldita que ella llevaba dejaba al descubierto una gran extensión de pierna morena. El bronceado hacía que la melena de la mujer pareciera aún más rubia. Por el aspecto, podía ser todo menos una comisaria de policía de servicio. Foa soltó la amarra, entró en la cabina y puso en marcha el motor.

—¿Vianello? —preguntó él.

—Ya ha vuelto. Nos espera en casa de la víctima. Ha tardado menos de tres horas.

Brunetti sonrió. Tener que volver a Venecia podía haber desbaratado los planes de Vianello para las vacaciones, pero hacer la travesía del Adriático en una patrullera de Guardacostas, a toda velocidad, era una buena compensación.

—Imagino que habrá disfrutado.

—¿Y quién no? —preguntó ella con envidia en la voz.

La embarcación viró a la izquierda por el Canale di Cannareggio, pasó a velocidad moderada bajo los dos puentes y salió a la laguna. Griffoni explicó que había hablado con el
dottor
Rizzardi, quien le había dicho que trataría de volver de su casa de los Dolomitas aquella misma noche, para hacer la autopsia. Si no, habría que esperar a la mañana siguiente.

Griffoni no había visto el cadáver, que había sido trasladado al depósito antes de que Scarpa la llamara para informarla del crimen. Brunetti, con cautela, preguntó cuál había sido la reacción de Scarpa al enterarse de que él y Vianello regresaban para hacerse cargo del caso.

—No se lo he dicho.

—¿Él piensa entonces que el caso es suyo? —preguntó Brunetti.

—Suyo y mío. Pero, como sólo soy una mujer, evidentemente no cuento. —Se habían quedado en cubierta para captar el viento de la marcha, que se llevaba algunas palabras. Brunetti miró a su colega: era una mujer, indiscutiblemente, pero él nunca antepondría a la definición el adverbio «sólo».

—Entonces mi llegada será una sorpresa para él —dijo Brunetti, no sin satisfacción.

—Y espero que también motivo de disgusto —dijo ella con la inquina que solía provocar el teniente en todo el mundo, por breve que fuera el trato.

En esta parte de la laguna, el agua estaba insólitamente rizada, y tenían que agarrarse a la borda para no tambalearse. Foa, no obstante, puso la lancha a toda máquina al salir al agua abierta, y el ruido del motor ahogó sus voces e hizo imposible la conversación. Brunetti se volvió hacia la izquierda y su mirada fue de Murano a Burano y al campanario de Torcello, apenas visible en la bruma.

Viraron a la derecha, pasaron frente a un canal y entraron en el siguiente. Brunetti vio al hombre que conduce el camello y preguntó:

—¿Qué hacemos en la Misericordia?

—La casa está ahí delante, a la izquierda.


Oddio
—exclamó Brunetti—. ¿No será Fontana?

—Le di el nombre por teléfono —dijo ella.

Brunetti recordó las interrupciones y los parásitos de la comunicación.

—Sí, por supuesto —dijo.

—¿Le conoce? —preguntó ella con interés.

—No; sólo de referencias.

—Trabajaba en el Tribunale, ¿verdad?

Al notar que la lancha aminoraba la marcha, Brunetti dijo únicamente:

—Sí. —Se adelantó y asió la amarra.

Foa detuvo la lancha a la derecha del canal y Brunetti saltó a la orilla y ató la amarra a un aro. Alargó el brazo para ayudar a desembarcar a Griffoni. Foa dijo que buscaría un bar para refugiarse del sol y que lo llamaran al móvil cuando terminaran.

Ella abrió la marcha: bajó hasta el primer puente, lo cruzó, subió por la calle y torció a la derecha. La tercera casa de la derecha: un gran
portone
de color marrón con rótulos de nombres y timbres a un lado.

Griffoni tenía llave y entraron en lo que resultó ser un gran patio lleno de tiestos con palmeras y otras plantas. En el fondo ya empezaba a extenderse la sombra del atardecer. Allí se produjo un movimiento que captó la atención de Brunetti. Un joven agente, uno de los recién incorporados, se había puesto en pie y saludaba a los comisarios. Brunetti observó entonces que la cinta de la policía dividía el patio en dos zonas y que el joven estaba en la más alejada. Él y Griffoni pasaron por debajo de la cinta y se acercaron.

—¿Dónde estaba? —preguntó Brunetti.

—Allí, comisario —dijo el agente señalando a su derecha, hacia el fondo, donde arrancaba la escalera.

Brunetti y Griffoni fueron hacia el lugar indicado. Atrajo la mirada de Brunetti una mancha de sangre en forma de triángulo rectángulo que había quedado en el suelo. De la mancha partía el dibujo en tiza de la silueta de un hombre, cuyos pies apuntaban hacia ellos. Desde el ángulo de Brunetti, la figura parecía muy pequeña.

—¿Dónde está la estatua? —preguntó.

—Bocchese la mandó al laboratorio —respondió Griffoni—. Era sólo una copia en mármol del siglo diecinueve, de un león bizantino. —La explicación desconcertó a Brunetti, pero decidió no preguntar.

Miró al
portone
que daba a la calle y calculó que la mancha de sangre estaba a unos quince metros, de modo que alguien podía haber estado esperando en el patio. O alguien podía haberlo empujado desde la calle. O había entrado con un conocido.

—¿A qué hora ha ocurrido? —preguntó a Griffoni.

—No estamos seguros. Aún no hemos interrogado a los vecinos, pero uno de ellos ha dicho a Scarpa que él y su esposa volvieron a casa poco después de las doce y no vieron nada. —Extendiendo el brazo en un amplio ademán que iba del
portone
a la mancha, dijo—: Por fuerza habrían tenido que verlo. Por lo tanto, lo mataron después de medianoche.

—Y antes de las siete treinta —dijo Brunetti—. Es mucho tiempo.

Griffoni asintió:

—Es una de las razones por las que quería que Rizzardi hiciera la autopsia.

Brunetti asintió a su vez.

—¿Qué le ha dicho Scarpa?

—Que la mujer de esta pareja dijo que Fontana vivía con su madre. Que es muy religiosa, va a misa todos los días y al cementerio una vez a la semana, a arreglar la tumba de su esposo. Que su hijo la adoraba y que es una lástima que haya acabado así, en la plenitud de su vida. Lo de siempre: una vez se muere uno, todo son elogios, lamentaciones por la pérdida y cumplidos para toda la familia.

—¿Lo cual, para usted, significa…?

Griffoni sonrió al contestar:

—Lo mismo que significaría para todo el que prestara atención a lo que dice la gente en realidad cuando habla de lo maravillosas que son las personas: que esa mujer es una fiera y que, probablemente, amargaba la vida a su hijo. —Estaban a cierta distancia del agente y hablaban en voz baja, y Brunetti lo lamentó, porque habría revelado al joven una de las verdades fundamentales que su profesión le haría descubrir con el tiempo: nunca hay que creer lo que se dice de un muerto.

Brunetti echó otra mirada al escenario del crimen, la cinta, el dibujo en tiza. Llamó con una seña al joven agente:

—¿Ha venido usted con el teniente Scarpa?

—No, señor; yo estaba de patrulla por San Leonardo cuando recibí la orden de venir.

—¿Quién estaba aquí cuando llegó?

—Estaba el teniente, señor. Scarpa. Y los agentes Alvise y Portoghese. Y tres técnicos de criminalística. Y el fotógrafo. —Su voz se apagó, pero era evidente que no había terminado.

—¿Quién más? —instó Brunetti.

—Cuatro personas que viven en el edificio o que hacían como si vivieran. Una llevaba un perro. Y otras más que estaban junto al
portone.

—¿Tomó usted sus nombres?

—Lo pensé, señor, pero como ya estaban aquí un oficial y dos agentes más veteranos que yo, pensé que ellos ya lo habrían hecho. Y no me pareció que me incumbiera preguntar.

Brunetti miró más atentamente al joven y leyó su placa:

—Zucchero. ¿Es hijo de Pierluigi?

—Sí, señor.

—No llegué a conocer a su padre, pero aquí todos hablan de él con respeto.

—Gracias, señor. Era un hombre bueno.

—¿Y el
ispettore
Vianello? —preguntó Brunetti.

—Está arriba, con la madre, comisario. Llegó hace una media hora.

Brunetti se apartó del joven y giró sobre sí mismo, examinando el patio. Una pared discurría a lo largo de la calle; enfrente, al otro lado de la cinta de la policía, había tres verjas, cerradas las tres.

—¿Qué son? —preguntó Brunetti señalando hacia allí.

—Trasteros de los apartamentos, señor. —Zucchero señaló una cuarta verja situada en una de las paredes laterales, cerrada también y medio escondida tras una hilera de palmeras—. Hay otro ahí, señor.

—Vamos a echar un vistazo —dijo Brunetti.

Los tres se acercaron a la puerta aislada, que estaba a la sombra de dos de las palmeras. Brunetti vio una cadena pasada entre barrotes de la verja y un aro atornillado al marco de la puerta.

—El teniente Scarpa ha mandado cambiar todos los candados. Yo tengo las llaves, señor. —Pasó por el lado de Brunetti, metió la mano entre los barrotes y encendió una luz que les permitió ver el interior del trastero.

La habitación estaba vacía, barrido el suelo, pero no recientemente, porque pequeñas porciones de estuco desprendidas después de la última limpieza y habían formado islotes en un mar de cemento. Las paredes, con algunos desconchados, estaban desnudas.

Brunetti introdujo la mano y apagó la luz. Los tres hombres cruzaron el patio hacia la primera de las otras puertas. El sol llegaba hasta la mitad de la pared y entraba en diagonal a través de los barrotes, iluminando el primer metro de pavimento. Éste, formado por grandes losas de terracota, quedaba dos escalones por encima del nivel del patio, lo que debía de reducir la humedad y protegerlo del
acqua alta.
Zucchero abrió el candado y tiró de la verja. Brunetti agachó la cabeza al entrar, buscó el interruptor y lo accionó.

A diferencia del anterior, este trastero estaba lleno hasta los topes: cajas, maletas, mochilas, viejos botes de pintura, cubos de plástico llenos de trapos, tarros de mermelada y conservas vacíos. En un extremo, Brunetti pudo leer la historia de una niñez: una cuna plegable de madera, tapada con el cubre colchón de plástico que sólo dejaba al descubierto las ruedecitas metálicas y la parte inferior de las patas. Un móvil de animales y campanillas había aterrizado sobre una librería. Dos cajas de cartón contenían un zoo de animales blandos, todos muy sobados. Al lado del móvil estaban dos cajas de pañales sin abrir, esperando, quizá, la llegada de otro usuario.

Al dar un paso atrás, Brunetti tropezó con Griffoni. Se disculpó, retrocediendo para dejarla salir, y apagó la luz. Zucchero se encargó de cerrar la verja.

Griffoni optó por no entrar en el tercer trastero, una vez Zucchero quitó la cadena y abrió la verja. Era idéntico al anterior, de unos tres metros de ancho y unos cinco de fondo. A cada lado, desde el suelo hasta el techo, había estanterías con cajas de cartón. Las cajas eran todas del mismo tamaño y de color marrón, de las destinadas a almacenar ropa y enseres, no las que te traes de la tienda de comestibles y aprovechas para guardar cosas. Cada una tenía una etiqueta escrita a mano, en la cara anterior. «Juego de té de
zia
María», «Pañuelos», «Zapatos de invierno», «Bufandas», «Libros de Araldo», etcétera. Detritos de la vida, clasificados y embalados. No hay que tirar nada que pueda volver a ser útil.

Brunetti dio la espalda al trastero y a su contenido, apagó la luz y siguió a Zucchero al último cuarto. Ahora Griffoni entró con ellos. Ninguno hablaba.

Cuando Zucchero abrió la verja y Brunetti encendió la luz, vieron que este trastero tenía las mismas dimensiones que el anterior y estaba provisto de estanterías similares. También contenía objetos que daban testimonio de muchas vidas o, por lo menos, de vidas que habían pasado por las manos de sus dueños. Porque la mayor parte de los estantes de la izquierda contenían jaulas de pájaro vacías. Eran, por lo menos, veinte: de madera, de metal, grandes, pequeñas, de distintos colores. En algunas aún estaba el bebedero, ya seco, con manchas oscuras que señalaban el nivel que tenía el agua cuando las habían traído al trastero. Todas las puertas estaban cerradas; y los pequeños columpios de madera, quietos. Las habían limpiado, pero aún se respiraba el olor ácido, amoniacado, a guano. En otros estantes había cajas, también de las que se compran para guardar cosas. En las etiquetas, escritas con otra letra, se leía: «Jerséis de Lucio», «Botas de Lucio» y «Jerséis de Eugenia».

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