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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (23 page)

BOOK: Cuestión de fe
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—Pues sí —dijo finalmente—. Me parece que vamos a tener que investigar en su vida.

—¿La de Fontana o la de Penzo?

Vianello levantó la mirada rápidamente.

—La de Penzo. La de los dos, pero con Fontana ya hemos empezado. Primero, descubrimos que es gay y, después, el hombre que, si no me equivoco, pudo ser su amante, nos hace un lacrimoso relato de su triste vida. Pienso que conviene averiguar dónde estaba Penzo la noche en que mataron a Fontana.

—¿Quieres decir con eso que su lastimera historia no te convence? —preguntó Brunetti en un tono más cínico que el habitual en él.

Vianello partió otro trozo de palillo y respondió:

—Me convence, sí. Es evidente que él amaba a Fontana.

—¿Pero?

—Todos los días hay personas que matan a sus seres queridos —dijo Vianello.

—Exactamente —afirmó Brunetti.

—¿Eso quiere decir que lo consideramos sospechoso?

Brunetti arrojó a la fuente el último trozo de emparedado y dijo:

—Eso quiere decir que debemos considerarlo sospechoso. —Miró al inspector y preguntó—: ¿Tú qué opinas?

—Como te he dicho, deduzco que Penzo lo amaba. —Vianello hizo una pausa y prosiguió con una voz que sonaba casi a decepción—: Pero no creo que lo matara él.

Brunetti tuvo que mostrarse de acuerdo en ambos puntos, pero finalmente dio voz a una inquietud que había despertado en él su conversación con el abogado:

—¿De verdad te parece que Penzo fuera su amante?

—Ya has oído cómo hablaba —insistió Vianello.

—Que ames a una persona durante cuarenta años no significa que seas su amante. —Brunetti vio el gesto de tenaz escepticismo de Vianello y añadió—: No es lo mismo, Lorenzo. —Pensó en agregar que también él y Vianello se querían; pero a Vianello no podías decirle algo así. Tampoco le gustaría que Vianello se lo dijera a él, reconoció.

—Puedes considerar que lo uno no implica lo otro, si quieres —dijo Vianello, dando a entender que él no haría tal cosa—. Y si resulta que él no estaba en Bellino esa noche, ¿entonces qué haremos?

Brunetti no pudo menos que descartar esa posibilidad.

De nuevo en su despacho, un agotado Brunetti estaba frente a la ventana, buscando un soplo de brisa mientras consideraba nuevas conexiones y las posibilidades que entrañaban. Penzo y Fontana, dos amigos que se querían, fuera lo que fuera lo que esto significaba. O dos amantes: él no excluía la posibilidad. Fontana y la jueza Coltellini, enfrentados por el extravío de documentos legales, Fontana, enzarzado en sendas
«battaglie»
verbales con sus vecinos. Y, finalmente, el
signor
Puntera, rico empresario y propietario del
palazzo,
con intereses diversos y, por lo tanto, diversas razones para procurarse amistades en los juzgados.

Abandonando todo intento de combatir el calor, Brunetti bajó al despacho de la
signorina
Elettra. La puerta estaba cerrada. Llamó con los nudillos y, al oír una voz, entró. Entró en el paraíso. El ambiente estaba fresco y seco, y Brunetti tuvo un escalofrío, no sabía si por la temperatura o por el placer. Ella estaba frente al ordenador, con un cárdigan ligero color azul celeste que parecía, ¿sería posible, en agosto?, parecía de cachemir.

Él cerró la puerta rápidamente.

—¿Cómo lo ha conseguido Patta? —inquirió y, sin poder reprimir un gesto de sorpresa, agregó—: ¿Le ha ayudado usted?

—Por favor, comisario —dijo ella con indignación—, usted sabe lo que pienso del aire acondicionado.

Lo sabía, sí. Casi habían discutido a causa del tema: él mantenía que, para ciertas personas y en ciertas circunstancias, en las que incluía su propia casa en los meses de julio y agosto, era necesario, y ella opinaba que era un despilfarro y una inmoralidad.

—¿Qué ha pasado?

—El teniente Scarpa —dijo ella con evidente desdén—. Tiene un amigo que reconstruye aparatos de aire acondicionado y esta mañana le ha hecho venir y han instalado uno en el despacho del
vicequestore.
—Se irguió y añadió—: Yo he dicho que no lo necesito: me basta con el aire que sale de ese despacho cada vez que se abre la puerta.

En este momento, la puerta situada detrás de la mesa de la
signorina
Elettra se abrió violentamente golpeando la pared y, en lugar de una oleada de aire frío, salió Patta, hecho un basilisco.

—¡Ah, está usted aquí! Hace horas que llamo a su despacho. Entre. —No gritaba; no hacía falta: la intensidad de su furor casi neutralizaba el efecto del aire acondicionado.

El
vicequestore
dio media vuelta para entrar en su despacho, pero como la puerta, del impulso, había vuelto a cerrarse, tuvo que pararse a abrirla.

Brunetti tuvo tiempo de lanzar una mirada a la
signorina
Elettra, que levantó las manos y movió la cabeza negativamente, en señal de ignorancia. Brunetti siguió a Patta al despacho y cerró la puerta.

—¿Es que ha perdido el juicio? —inquirió Patta cuando se hubo situado de pie detrás de su mesa. Se sentó, pero no indicó una silla a Brunetti, lo que significaba que la situación era grave y Patta iba en serio.

Brunetti se acercó a la mesa, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.

—¿Ha ocurrido algo malo, señor?

—¿Algo malo? —repitió Patta y, otra vez, por si alguien que estuviera escondido detrás del archivador no le había oído—: ¿Algo malo? —Entonces, seguro ya de que todo el mundo le seguía, dijo—: Lo malo es que esta mañana he recibido dos llamadas telefónicas para informarme de su comportamiento casi delictivo. Eso es lo malo.

—¿Puedo preguntar quién le ha llamado, señor? —dijo Brunetti, que ya se temía lo peor.

—Me ha llamado el marido de la
signora
Fulgoni, y me ha dicho que su esposa estaba muy disgustada por el tenor de su interrogatorio. —Patta levantó una mano, para rechazar cualquier intento de Brunetti de explicar o justificar su conducta—. Lo que es peor, me ha dicho que usted se ha atrevido a interrogar a la niña del piso de abajo. —La sola idea de las consecuencias que esto podía acarrear, levantó a Patta de su sillón. Se inclinó sobre la mesa y con voz tonante, acompañada del leve zumbido del aparato de aire acondicionado, dijo—: Una niña, Brunetti. ¿Se da cuenta de los problemas que esto puede causarme?

—¿De quién era la otra llamada, señor? —preguntó Brunetti.

—A eso iba. De la directora de los Servicios Sociales. Ha recibido una queja por acoso policial a una niña y me ha preguntado qué ocurría.

Brunetti reprimió el deseo de preguntar quién había formulado la queja, porque sabía que Patta no se lo diría.

Patta se sentó en su sillón y dijo, con voz más serena:

—Afortunadamente, conozco bastante bien al marido, del Lion's Club. Le he asegurado que tenía que ser un malentendido y parece que me ha creído. Por lo menos, no habrá una investigación oficial. —Su alivio era evidente—. Una cosa menos de qué preocuparse.

Brunetti estaba inmóvil, pensando que la mejor táctica sería dejar que las olas de la cólera de Patta se estrellaran contra él y esperar a que bajara la marea antes de dar una explicación.

—Fulgoni es director de banco —dijo Patta—. ¿Tiene usted idea de lo influyente que puede ser un hombre como él? También es amigo del
questore.
—Patta hizo una pausa, para que calara la enormidad del hecho, y dijo con voz más tranquila—: Pero creo que le he convencido para que no curse demanda.

Patta calló, cerró los ojos y aspiró profundamente, para hacer comprender a Brunetti hasta qué extremo había puesto a prueba su paciencia la imprudencia y la irresponsabilidad de su subordinado: una muestra más de los sufrimientos que debía soportar en el desempeño de sus funciones.

—Está bien —dijo con fatiga—. No se quede ahí de pie. Siéntese y cuénteme su versión de lo ocurrido.

Brunetti obedeció y procuró mantenerse bien erguido en la silla, piernas juntas y manos en las rodillas, evitando toda actitud de agresiva pasividad, como la de cruzarse de brazos.

—En efecto,
vicequestore,
hablé con la
signora
Fulgoni. Según consta en el informe del teniente Scarpa, ella y su marido determinaron la hora antes de la cual no podía haberse cometido el crimen. Yo quería saber si habían observado algo insólito o fuera de lugar. Sentía curiosidad por los cuatro trasteros: alguien podía esconderse allí.

—Fulgoni no me dijo nada de eso —dijo Patta, con la suspicacia del hombre acostumbrado a ser engaña-do—. Dijo que usted hizo preguntas de carácter personal.

Brunetti enarboló una expresión de asombro, como si semejante sugerencia le ofendiera, como si sólo él tuviera derecho a ofenderse.

—No, señor; tan pronto como la señora hubo respondido a mi pregunta sobre la hora en que ella y su marido llegaron al domicilio, me limité a felicitarla por la decoración de la casa y preguntar si se trataban con los Fontana. Dijo que no, y Vianello y yo nos fuimos.

—Y bajaron a interrogar a la niña —dijo Patta con renovado furor.

Brunetti levantó una mano, para defenderse de una acusación inmerecida.

—Eso es un malentendido o una exageración, señor. Bajamos la escalera y pulsamos el timbre. Una niña contestó desde dentro y yo dije que deseaba hablar con su madre. Cuando se abrió la puerta, vi a una mujer en el fondo del apartamento. —Brunetti no creyó necesario hacer una descripción de su físico—. Pensé que era la madre y entré con intención de hablar con ella, pero tan pronto como descubrí que la mujer no era la madre de la niña, Vianello y yo nos fuimos. Inmediatamente, señor. Vianello puede confirmarlo.

—No lo dudo —dijo Patta con uno de esos destellos de lucidez que desde hacía años impedían a Brunetti considerarlo un cretino integral.

—¿Cómo vamos a presentar esto? —preguntó Patta—. He leído el informe de la autopsia —agregó—. Seguro que la prensa no tardará en enterarse.

—No por Rizzardi —dijo Brunetti con ardor, y Patta le lanzó una mirada de advertencia.

—El
dottor
Rizzardi no es la única persona que trabaja en el laboratorio de patología, como usted recordará, ni la única persona que tiene acceso al informe —dijo Patta—. Cuando esto trascienda, ¿cómo lo gestionamos?

Brunetti examinó las patas de la mesa, pensando en la
signora
Fontana y en cuánto tiempo se habría mantenido ignorante de ciertas cosas y cómo lo había conseguido. ¿Con qué sueñan las madres para sus hijos? ¿Y qué esperan de ellos? ¿Una vida feliz? ¿Unos nietos? ¿Motivos de orgullo? Brunetti conocía a mujeres que sólo deseaban que sus hijos no cayeran en la droga ni fueran a la cárcel; otras querían que se casaran con una mujer hermosa, hicieran fortuna y adquirieran una buena posición social; otras más, muy pocas, sólo querían que fueran felices. ¿Qué se había permitido la
signora
Fontana desear para su hijo?

—¿Y bien? —La voz de Patta hizo volver a Brunetti de sus divagaciones.

—Dice Rizzardi que los resultados de las pruebas del laboratorio aún tardarán unos días, señor.

—¿Qué hacemos entonces?

—Creo que deberíamos buscar a la persona que pudiera querer matar a…

Antes de que Brunetti nombrara a Fontana, Patta lo interrumpió diciendo:

—No parece la clase de hombre al que alguien desea matar. Pudo ser un crimen callejero.

Brunetti estuvo tentado de preguntar quién podía haberlo golpeado con tanta furia hasta matarlo, pero la prudencia frenó el impulso, y sólo dijo:

—Eso parece,
vicequestore.
Pero alguien deseaba matarlo, y lo ha matado. —Conocía a Patta y sabía que ahora sugeriría que la policía atribuyera el crimen a un atraco, lo cual, pensaba Patta, tranquilizaría a los ciudadanos. Por consiguiente, Brunetti dijo en prevención—: Podría ser una imprudencia hablar de violencia callejera,
vicequestore.
Nadie desea visitar una ciudad en la que te atracan y te matan.

Aunque Patta era siciliano, no veneciano, Brunetti sabía que el
vicequestore
había frecuentado a los políticos y las llamadas altas esferas de la ciudad lo suficiente como para haber absorbido su fe en el turismo. Sacrificad a los niños, capturad a los ciudadanos y vendedlos como esclavos, degollad a todos los hombres en edad de voto, violad a las vírgenes sobre los altares de los dioses, haced esto y más, pero no toquéis a un turista, ni al turismo. La espada de Marte es menos poderosa que sus tarjetas de crédito; sus compras todo lo pueden.

—¿… me escucha, Brunetti?

—Por supuesto,
signore.
Trataba de pensar en la manera de presentar esto a la prensa. —También Brunetti había aprendido a contemporizar.

Patta cruzó los brazos y contempló la superficie de la mesa, tan limpia de papeles como limpia de incertidumbre estaba su cabeza.

—Antes o después, los resultados de la autopsia tendrán que ser hechos públicos, y pienso que hay que decir que empezamos a sospechar que su muerte está relacionada con su vida privada.

—¿Sin prueba alguna? —preguntó Brunetti, pensando aún en la madre de Fontana.

—Hay una prueba: el semen de otro hombre.

—No es eso lo que lo mató —replicó Brunetti con osadía.

Patta apoyó los codos en la mesa y oprimió los labios contra sus dedos entrelazados, como si de este modo confiara en poder reprimir la respuesta que deseaba dar a Brunetti. Los dos hombres se quedaron un rato en silencio, y Patta preguntó:

—¿Querrá usted hacer esta declaración a la prensa o debo pedírselo al teniente Scarpa?

Con su voz más templada y razonable, Brunetti dijo:

—Creo que es preferible que lo haga el teniente, señor.

—¿Está seguro de que no quiere hacerlo usted, Brunetti? Al fin y al cabo, algunos de esos periodistas son amigos suyos.

—Gracias, señor; pero, si les pidiera que publicaran eso, tendría que decirles que no es lo que yo creo. El teniente tiene mucho más aplomo para mentir a la prensa. —Brunetti sonrió y se levantó. Fue a la puerta, la abrió y la cerró suavemente, tirando de ella, para asegurarse de que quedaba bien encajada: no quería que escapara mucho frío del despacho del
vicequestore.

24

Brunetti, optando por la prudencia, no se paró a conversar con la
signorina
Elettra. Subió a su despacho y llamó a la granja en la que se alojaban Paola y los chicos. A la séptima señal, Paola contestó con su nombre.

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