Cuestión de fe (19 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Cuestión de fe
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—¡Jo! Listo el tío, ¿eh? —dijo el inspector borrando la imagen de la pantalla.

Lo repentino del acto de Vianello hizo que Brunetti advirtiera de pronto cómo lo había subyugado literalmente la conversación entre aquellas dos personas. Un corazón frágil e iluso, desenmascarado con clínica frialdad por un hombre que se había revelado experto en descubrir sus secretos. Un espectador poco dado a la reflexión sacaría la conclusión de que este hombre conocía las respuestas a esas preguntas que apenas se atreve uno a hacerse a sí mismo.

Pero, ¿qué había hecho en realidad? Percibir la audible vacilación y la incertidumbre de la voz de la mujer, escuchar sus evasivas y justificaciones: también habría podido usar chapas de botella en lugar de cartas del tarot, para sacar a la luz el Engaño.

Brunetti pronunció la palabra en voz alta:

—El Engaño.

Vianello respondió con una sonora carcajada.

—Mi madre habría dicho lo mismo, al oír a alguien contar esa historia en la cola del súper.

Zucchero fue a decir algo y dudó. Brunetti asintió y agitó una mano, y el joven dijo entonces:

—Pero las cartas ayudan,
ispettore.
Hacen que la respuesta parezca venir de un mundo místico, no del sentido común.

Brunetti había tenido unos momentos para buscar paralelismos y, abandonando la comparación con las chapas de botella, dijo:

—Es lo que hacían los augures: abrían un animal y leían en su interior, pero tenían buen cuidado de utilizar un lenguaje ambiguo. De este modo, cuando había pasado lo que fuera que tenía que pasar, podían interpretar su augurio como a ellos les conviniera.

—El Engaño —repitió Vianello despectivamente—. Y para escucharle esa pobre mujer está pagando un euro por minuto. —Miró su reloj—. Hemos estado viéndolo unos ocho minutos. —Pulsó varias teclas y la pantalla volvió a animarse—. A ver si todavía la tiene pegada al teléfono.

Pero el hombre de la cara redonda ya había empezado otra partida de cartas, porque la voz que oyeron cuando él reapareció era de hombre:

—… parece lo más sensato, pero él es mi cuñado, y mi mujer se empeña en que yo haga eso.

—¿Puedes quitar el sonido? —preguntó Brunetti.

Vianello volvió la cabeza bruscamente.

—¿Cómo?

—Quitar el sonido —repitió el comisario.

Vianello se inclinó hacia adelante y fue bajando el sonido hasta extinguirlo. Ellos observaban la cara redonda que dividía su atención entre las cartas y la cámara. Transcurrieron varios minutos en silencio hasta que Brunetti dijo:

—Acostumbro a hacer esto en los aviones cuando ponen una película. No uso los auriculares. Así te das cuenta de lo estudiados que están los gestos y reacciones: en las películas, los actores no se comportan como tus vecinos de mesa del restaurante. Ni como la gente de la calle. No es natural.

Los tres hombres siguieron mirando la pantalla durante varios minutos más. La observación de Brunetti resultó profética, porque ahora las expresiones del hombre de la cara redonda parecían preparadas y estudiadas. La atención con que examinaba las cartas a las que iba dando la vuelta no variaba ni un ápice, como tampoco se alteraba la concentración con que miraba a la cámara cuando, presuntamente, escuchaba a su comunicante: con semejante mirada, lo mismo podría haber estado contemplando una ejecución pública.

Lo vieron juntar las manos y sacar otra carta, y las cámaras se situaron a su espalda y se elevaron, lo mismo que la vez anterior. Con una lentitud destinada a mantener la tensión, dio la vuelta a la carta y la puso al lado de las otras. El anverso no dijo nada a los tres hombres que miraban la actuación, pero Brunetti ya había visto lo suficiente para aventurarse a decir:

—Cuando las cámaras lo enfoquen, su cara se parecerá a la de Edipo al reconocer a su madre.

Y así fue. Cuando la cámara mostró la cara del hombre redondo, el asombro que reflejaba era tan patente como si estuviera pintado con colores acrílicos.

La mano de Vianello fue hacia el ratón, pero Brunetti le oprimió el hombro para frenar el movimiento y dijo:

—No; dejémoslo un minuto más.

Así lo hicieron y durante aquel minuto la cara redonda pasó del estupor a la desolación. El hombre dijo unas palabras, movió la cabeza casi imperceptiblemente y se quedó un rato con los ojos cerrados.

—Ahora se lava las manos con lo que decida el otro —observó Zucchero.

Vianello no aguantó más y subió el sonido:

—… nada puedo hacer para ayudar. La decisión depende de usted. Sólo le aconsejaré que lo medite bien. —Bajó la cabeza como el sacerdote que va a rociar un féretro con agua bendita. Silencio y el sonido de un teléfono al ser colgado.

—Muy bueno ese último detalle —dijo Vianello sin disimular la admiración. La imagen de la pantalla cambió, dando paso a una lista de números de teléfono mientras una voz de mujer explicaba que las personas interesadas tenían a su disposición a consejeros profesionales que responderían a sus llamadas las veinticuatro horas del día. Especialistas con décadas de experiencia en cartomancia, el horóscopo y la interpretación de sueños. A pie de pantalla, en una franja roja, se indicaban los precios de las llamadas.

—¿No hay manera de impedirlo? —preguntó Zucchero, y Brunetti se sintió reconfortado por la indignación del joven.

—La Guardia di Finanza los vigila. Pero, mientras no infrinjan la ley, nada se puede hacer —explicó Brunetti.

—¿Y Vanna Machi? —preguntó el agente, mencionando a la celebridad televisiva que recientemente había sido arrestada y condenada.

—Ella fue demasiado lejos —dijo Vianello. Luego, agitando una mano en dirección a la pantalla, añadió—: A mi modo de ver, ese hombre habla con sensatez. —Antes de que Brunetti pudiera hacer objeciones, el inspector explicó—: Lo he visto varias veces y lo que hace es decir a la gente lo que les diría cualquier persona razonable.

—¿Por un euro al minuto? —preguntó Brunetti.

—Es más barato que un psiquiatra —observó Zucchero.

—Ah, los psiquiatras —exclamó Vianello con la entonación del que derriba un castillo de naipes.

Brunetti pensó en hacer observar a Vianello que lo mismo podía decirse del hombre con el que su tía parecía estar en contacto, pero comprendió que eso podía violentarlo y preguntó, dirigiéndose a Zucchero:

—¿Ha hablado con el vecindario?

—Sí, señor.

—¿Y?

—Un hombre que vive varias casas más abajo dice que oyó algo. Calcula que pudo ser poco después de las once aproximadamente. Estaba sentado en el patio, para escapar del calor, y oyó ruido, dice que podían ser voces de una disputa, pero que no lo sabe con seguridad, que no les prestó atención.

—¿De dónde venían?

—No lo sabe, comisario. Hay bares al otro lado del canal y pensó que el ruido venía de allí. O de algún televisor.

—¿Está seguro de la hora?

—Dice que sí, que acababa de apagar la televisión y de bajar al patio.

—;Alvise le ha dado la lista?

—Sí, señor. —El joven agente dio media vuelta y fue a la mesa que compartía con un compañero. Al volver, traía en la mano un papel, que entregó a Brunetti—. Es la lista de la gente que vive allí, señor. Alvise me ha dicho que sería mejor que con ellos hablara el teniente, y a los que decían no ser vecinos ni les preguntó el nombre. —En respuesta a la mirada de Brunetti, Zucchero explicó—: Parece ser que Alvise no cerró la puerta del patio al entrar. —No había ni el menor ápice de inflexión en su voz.

Brunetti sólo se permitió proferir un débil «Ah».

—Me parece que tú y yo tendríamos que ir a hablar con la gente que vive en el edificio —dijo a Vianello. En vista de que el inspector no contestaba inmediatamente, añadió—: A menos que estés pensando en hacer una llamada para que te hagan el horóscopo —pero lo dijo riendo.

Vianello cerró la pantalla y se puso en pie.

20

Brunetti habría podido llamar a los demás inquilinos del
palazzo
en el que había vivido Fontana, para anunciarles que la policía necesitaba hablar con ellos, pero él sabía que la sorpresa daba ventaja al interrogador. Ignoraba lo que aquellas personas querrían revelar —u ocultar— a la policía, pero decidió que él y Vianello se presentarían sin avisar.

El calor hacía imposible pensar siquiera en ir andando hasta la Misericordia y, como no había buena combinación de
vaporetti,
Brunetti pidió a Foa que los llevara en una lancha de la policía. Él y Vianello se quedaron en cubierta: en la cabina de la embarcación, que navegaba con lentitud, no se podía respirar ni con todas las ventanillas abiertas. Foa extendió el toldo encima del timón, pero de poco servía, con aquel sol. Al aire libre se estaba un poco más fresco, con la brisa de la marcha, pero aun así era tanto el calor que ninguno de los dos quería mencionarlo siquiera. Sólo encontraban alivio en alguna que otra franja de aire fresco que atravesaban, un fenómeno que Brunetti nunca había comprendido: quizá era el aire que salía de las
porte d'acqua
de los
palazzi
frente a los que pasaban o, quizá, un régimen de vientos atrapaba bolsas de aire más fresco en algún que otro punto de los canales.

Cuando se detuvieron cerca del
palazzo,
Brunetti, recordando la sesión matinal de natación de Patta, dijo a Foa que regresara, por si el
vicequestore
lo necesitaba, que ya le llamaría cuando terminaran o, si tardaban más de lo previsto, él y Vianello se irían a almorzar y regresarían por sus propios medios.

En el rótulo situado al lado del
portone,
junto al timbre del último piso, se leía «Fulgoni». Brunetti llamó.


Chi é?
—preguntó una voz de mujer.


Polizia, signora
—respondió Brunetti—. Nos gustaría hablar con usted.

—De acuerdo —dijo ella tras sólo un momento de titubeo, y la puerta de entrada se abrió con un chasquido.

Ellos ya esperaban que en el patio hiciera menos calor, por lo que la sensación no fue una sorpresa tan grata como las bolsas de aire fresco de los canales. Al pasar por donde habían matado a Fontana, Brunetti observó que la cinta roja y blanca seguía en su sitio, pero el suelo estaba limpio. Ni rastro de estatua alguna.

Subieron al último piso. La única puerta del rellano estaba entreabierta y allí los esperaba una mujer alta, de hombros anchos. Al ver su cabello, Brunetti recordó haberla visto en la calle: era negro como ala de cuervo y lo llevaba recogido hacia atrás, formando a cada lado de la cara una onda aerodinámica que hacía que pareciera que llevaba casco y que sin duda ella fijaba con ayuda de alguna de esas sustancias que conocen las señoras y los peluqueros. En contraste con el pelo, su cutis era muy pálido, como si ella se hubiera dado una capa de polvos de arroz. No llevaba maquillaje, sólo un toque rosa pálido en los labios. Vestía una blusa verde oscuro con volantitos, no muy apropiada para una mujer de su tamaño. Tampoco el color era el más adecuado, y desentonaba de la falda azul. Brunetti observó que era ropa cara y que habría sentado bien a otro tipo de mujer, pero a la
signora
Fulgoni ni la blusa ni la falda la favorecían.

—¿La
signora
Fulgoni? —preguntó Brunetti extendiendo la mano.

Ella hizo caso omiso de la mano y dio un paso atrás, invitándolos a pasar con un ademán. En silencio, los guió por un pasillo hasta una salita de estar con suelo de parquet, un pequeño sofá y una butaca. Multicolores portadas de revistas parecían contemplar la escena con aire risueño desde una mesita de centro. Una de las paredes estaba cubierta de anaqueles llenos de libros con aspecto de haber sido leídos. La luz entraba a raudales entre unas cortinas de lino a rayas, recogidas a cada lado de tres grandes ventanas, en fuerte contraste con la penumbra del apartamento de los Fontana, del piso de abajo. Las paredes eran del más pálido de los tonos marfil. En una de ellas se veía lo que parecía una serie de grabados de Otto Dix y, en otra, más de una docena de pinturas que daban la impresión de haber salido de la misma mano: pequeños cuadros abstractos realizados sólo en tres colores —rojo, amarillo y blanco— y, al parecer, pintados con espátula. Brunetti los encontró estimulantes y sedantes a la vez, aunque no podía explicarse cómo el artista había conseguido dar esta impresión.

—Mi marido pinta —dijo ella con cuidadosa neutralidad levantando las manos para señalar las pinturas y prolongando el ademán para indicar el sofá. A Brunetti le llamó la atención la frase «mi marido pinta», no que su marido fuera pintor, y se quedó esperando la explicación. Ésta llegó:

—Él trabaja en un banco y pinta cuando puede. —Hablaba con evidente orgullo, con una voz serena y clara que tenía un timbre grave muy grato al oído.

—Entiendo —dijo Brunetti, sentándose al lado de Vianello, que había sacado un bloc del bolsillo interior de la chaqueta y se disponía a tomar notas. Después de darle las gracias por haber accedido a hablar con ellos, Brunetti prosiguió—: Nos gustaría confirmar a qué hora regresaron anoche a casa usted y su esposo.

—¿Por qué es necesario que vuelvan a preguntar? —indagó ella más desconcertada que molesta—. Ya se lo dijimos a los otros agentes.

Brunetti mintió con soltura y fluidez, y con una sonrisa.

—Existe una diferencia de media hora entre lo que el teniente y lo que uno de los agentes recuerdan haberle oído decir,
signora.
Es sólo eso.

Ella pensó un momento antes de contestar.

—Debían de ser las doce y cinco o las doce y diez —dijo—. Oímos dar la hora en el reloj de la Madonna del Porto al torcer de Strada Nuova: lo que tardáramos desde allí.

—¿Y no vieron nada extraño al llegar?

—No.

Él preguntó con suavidad:

—¿Podría decirme dónde estuvieron,
signora?

La sorprendió la pregunta, lo que indicaba que Al-vise no se lo había preguntado. Con una ligera sonrisa, dijo:

—Después de cenar nos pusimos a ver televisión, pero hacía calor, y todos los programas eran tan estúpidos que decidimos salir a dar una vuelta. Además —añadió suavizando la voz—, es la única hora a la que una persona puede andar por la ciudad sin tener que sortear a los turistas.

Por el rabillo del ojo, Brunetti vio a Vianello mover la cabeza en señal de asentimiento.

—Cierto —dijo Brunetti con una sonrisa cómplice. Miró en torno, a los techos altos y las cortinas de lino, súbitamente consciente del atractivo del apartamento—. ¿Hace mucho que viven aquí,
signora?

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