Inmóvil ante su escritorio, Brunetti sentía el cosquilleo de las gotas de sudor que le resbalaban por la piel. Había oído decir que en Nueva Zelanda, con semejante calor, los hombres iban al despacho en shorts y camisa de manga corta. ¿Y no habían decidido los japoneses prescindir de la chaqueta durante la canícula? Sacó el pañuelo y se enjugó el cuello. Con esta temperatura, la gente se mataba por una plaza de aparcamiento. O por una salida de tono.
Su pensamiento derivó hacia las promesas que había hecho a Paola de que esta noche hablarían de sus propias vacaciones. Él, veneciano, se convertiría a sí mismo y a su familia en turistas, pero turistas que viajarían en sentido contrario, que abandonarían Venecia, dejando espacio a los millones de visitantes que se esperaban este año. El anterior fueron veinte millones. «Que Dios se apiade de todos nosotros», pensó.
Oyó un sonido en la puerta y, al levantar la cabeza, vio a la
signorina
Elettra bañada por la luz que entraba por las ventanas como por la de un foco. ¿Sería posible? ¿Le engañaban los ojos o, al cabo de los más de diez años en que la secretaria de su superior le había alegrado la vista con su impecable aspecto, también en ella había hecho estragos el calor? ¿No era una arruga lo que veía en el delantero derecho de su blusa de lino blanco?
Brunetti parpadeó y mantuvo los ojos cerrados un momento. Al abrirlos descubrió que la arruga había sido una ilusión óptica, una sombra proyectada por la luz de las ventanas. Ella se paró en el umbral, miró por encima del hombro y entonces apareció a su lado otra persona.
—Buenos días,
dottore
—dijo ella.
El hombre que estaba a su lado sonrió al saludarlo.
—
Ciao,
Guido.
Ver a Toni Brusca fuera de su despacho de la Commune en horas hábiles era como ver a un topo a plena luz del día. Brusca siempre había hecho pensar a Brunetti en este animalito: pelo oscuro y espeso, con un mechón blanco a un lado, cuerpo robusto, piernas cortas y una tenacidad increíble cuando un asunto atrapaba su interés.
—He encontrado a Toni cuando venía —dijo la
signorina
Elettra. Brunetti ignoraba que se conocieran—, y he pensado en guiarlo hasta su despacho. —Ella retrocedió y dedicó al visitante la que Brunetti consideraba su sonrisa de primera clase. Esto indicaba o que Brusca era un buen amigo o que, siendo la
signorina
Elettra mujer instintivamente calculadora, estaba enterada de que este hombre era jefe del departamento de Expedientes Laborales de la Commune y, por lo tanto, podía serle de utilidad.
Brusca correspondió con un amistoso movimiento de la cabeza y se acercó a la mesa de Brunetti al tiempo que echaba una ojeada al despacho.
—Tú tienes más luz que yo, desde luego —dijo con franca admiración. Brunetti observó que su visitante traía una cartera.
El comisario dio la vuelta a la mesa, estrechó la mano de Brusca, le dio varias palmadas en el hombro e hizo una seña con la cabeza a la
signorina
Elettra. Ella le respondió con una sonrisa, aunque no de primera clase, y salió del despacho.
Brunetti acercó una silla y se sentó frente a su amigo, que había dejado la cartera en el suelo antes de sentarse, y esperó. Sin duda, Brusca no había venido para hablar de las respectivas ventajas de sus despachos. Toni no era de los que pierden tiempo ni energías cuando quieren hacer —o averiguar— alguna cosa. Esto lo sabía Brunetti desde que los dos estudiaban secundaria. Con él siempre fue la mejor táctica la de mantenerse a la expectativa, y esto pensaba hacer ahora.
No tuvo que esperar mucho. Brusca dijo:
—Quiero preguntarte una cosa, Guido. —Se inclinó, puso la cartera sobre las rodillas y la abrió. Sacó una carpeta de plástico transparente que contenía varios papeles.
Dejó la cartera en el suelo y los papeles en sus rodillas, y miró a su amigo.
—En la Commune viene a hablar conmigo mucha gente —dijo. Al ver que Brunetti asentía, prosiguió—: Y, a veces, las cosas que me dicen despiertan mi curiosidad y entonces pregunto por ahí y me entero de más cosas. Y, como estoy siempre en mi despacho de la planta baja, que por cierto sólo tiene una ventana, y como mi trabajo me induce a sentir curiosidad por lo que hace la gente…, y como siempre, además de minucioso, soy muy cortés, la gente suele contestar a mis preguntas.
—¿Aunque no sean cosas de tu incumbencia profesional? —preguntó Brunetti, que empezaba a sospechar por qué Brusca había venido a ver a su amigo policía.
—Exactamente.
—¿Es lo que tienes ahí? —preguntó Brunetti señalando los papeles con la barbilla. Al comisario tampoco le gustaba perder tiempo.
Brusca miró los papeles, los sacó de la carpeta y los pasó a Brunetti.
—Echa un vistazo —dijo.
El primer papel tenía el membrete del Tribunale di Venezia. La parte izquierda de la hoja estaba dividida en cuatro columnas con los títulos: «Caso N.°», «Fecha», «Juez», «Juzgado N.°». Al otro lado de una gruesa línea vertical se leía: «Resultado». Brunetti apartó el papel hacia un lado y debajo encontró otros tres similares. La calidad de las fotocopias variaba: una estaba tan borrosa que apenas podía leerse. En el ángulo inferior derecho de cada papel figuraba una fecha y, a su lado, una pulcra firma y, al lado de la firma, el sello del Ministerio de Justicia. Las fechas diferían, pero la firma era la misma. En dos de los documentos, el sello del ministerio se había estampado descuidadamente y se había salido del papel. Brunetti se había pasado lo que le parecía toda una vida mirando documentos similares. ¿Cuántos habría estampillado él antes de pasarlos al lector siguiente?
Éstos no eran documentos judiciales de la clase que él solía leer durante sus propias investigaciones, no eran las transcripciones de testimonios ni de informes hechos a la conclusión de un juicio, ni tampoco copias del veredicto final. Eran papeles únicamente de uso interno y, si no se equivocaba, trataban de sesiones preliminares al juicio. No encontraba relación alguna entre ellos.
Miró a Brusca, que estaba impasible. Brunetti volvió a concentrarse en los papeles. Buscando coincidencias, vio que muchas de las sesiones de la lista habían sido aplazadas y que la mayoría habían sido asignadas a la misma jueza. Brunetti la conocía de referencias y no tenía buena opinión de ella, aunque no habría podido explicar por qué. Cosas que se oyen, comentarios cazados al vuelo, cierto tono de voz percibido cuando se la mencionaba en una conversación, y algo que uno de sus informadores había dicho años atrás. No; no lo había dicho, sólo lo había insinuado y no acerca de ella sino de alguien de su familia. El nombre del funcionario del juzgado que había firmado los papeles le era desconocido.
Brunetti miró a su amigo y preguntó:
—Supongo que estos aplazamientos favorecen, en cada caso, a una de las partes y que la jueza Coltellini está implicada en las demoras de un modo o de otro.
Brusca movió la cabeza de arriba abajo y señaló los papeles con la barbilla, como para alentar a un buen estudiante.
—Si eso significa que tengo que ver aquí algo más, supongo que también está implicada la persona que firmó estos papeles.
—Araldo Fontana —dijo Brusca—. Es ujier del Tribunale. Empezó a trabajar allí en 1975. Diez años después fue ascendido a ujier en jefe y ocupa el cargo desde entonces. Le toca jubilarse el 10 de abril de 2014.
—¿De qué color lleva la ropa interior? —preguntó Brunetti, muy serio.
—Muy gracioso, muy gracioso, Guido.
—Está bien, olvídate de la ropa interior y háblame de él.
—En su calidad de ujier en jefe se encarga de que los documentos sean tramitados y entregados puntualmente.
—¿«Tramitados y entregados»?
Brusca echó el cuerpo atrás, puso una pierna encima de la otra y levantó una mano en un ademán que indicaba movimiento.
—Todos los documentos relacionados con los casos se guardan en un depósito central. Cuando se necesitan durante la vista preliminar o el juicio, los ujieres se encargan de que sean entregados en el juzgado correspondiente, para que el juez pueda consultarlos. Terminada la sesión, los ujieres los devuelven al depósito central y los archivan hasta que en la siguiente sesión vuelven a ser presentados. Cuando se pronuncia el veredicto, todos los documentos del caso son trasladados a un depósito permanente.
—¿Pero…?
—Pero, a veces, los documentos se traspapelan o no son entregados, y sin ellos el juez no tiene más remedio que aplazar la vista. Y, en vísperas de fiestas, el juez puede creer conveniente dejar pasar las fiestas. En cualquier caso, el juez debe consultar la agenda para buscar un hueco para la vista, lo que puede dar lugar a largos aplazamientos.
Brunetti asintió: así entendía él que funcionaban las cosas.
—Cuenta, cuenta —dijo—, porque escucharte es como auscultar a la diosa Rumor. ¿Qué ocurre en realidad?
Brusca esbozó una sonrisa, apenas un asomo. Era expresión menos de humor o diversión que de comprensión de lo que es la naturaleza humana en lugar de lo que a uno le gustaría que fuera.
—Antes de añadir algo acerca de lo que pueda estar pasando aquí, debo decirte una cosa. —Calló hasta asegurarse de que Brunetti le escuchaba atentamente, y prosiguió—: Fontana es un hombre de bien. Es una expresión anticuada, ya lo sé, pero él es anticuado. Casi como si fuera de la generación de nuestros padres: así lo ve la gente. Todos los días va al trabajo con americana y corbata, es laborioso, es amable con todo el mundo. En todos estos años nunca he oído ni una palabra contra él y, como tú ya sabes, si en la Commune se dice alguna palabra contra alguien, siempre llega a mis oídos. Antes o después, me entero de todo. Pero, nunca, ni una mala palabra sobre Fontana, sólo que es aburrido y tímido.
Brunetti, creyendo que Brusca había terminado, se creyó en la obligación de decir:
—Si es así, ¿por qué está su nombre en todos estos documentos? ¿Y por qué has creído necesario traérmelos? —Entonces se le ocurrió preguntar—: Y, sobre todo, ¿cómo han ido a parar a tus manos?
Brusca se miró las rodillas, miró a Brunetti, a la pared y otra vez a Brunetti.
—Me los dio una persona que trabaja en el Tribunale.
—¿Con qué objeto?
Brusca se encogió de hombros.
—Quizá porque quería que la información trascendiera del Tribunale.
—Y es lo que ahora está ocurriendo —dijo Brunetti, pero no sonreía al decirlo. Y preguntó—: ¿Me dirás quién es?
Brusca movió la cabeza negativamente.
—Eso no importa. Y le prometí no decírselo a nadie.
—Comprendo —dijo Brunetti, y así era. Después de esperar en vano a que Brusca dijera algo más, añadió—: Explícame qué significa esto, o qué crees tú que significa.
—¿Te refieres a las demoras?
—Sí.
Brunetti echó la silla atrás, cruzó las manos en la nuca y contempló el techo.
—En un divorcio hostil, en el que está en juego mucho dinero, favorecería a la parte más rica retrasar el proceso para poder traspasar u ocultar bienes. —Y, sin dar tiempo a Brunetti a preguntar, añadió—: Si el día de la vista los documentos se entregan en el juzgado erróneo, o no se entregan, el juez puede ordenar que se aplace la vista hasta disponer de todos los documentos.
—Me parece que empiezo a comprender —dijo Brunetti.
—Piensa en todos los juzgados en los que has estado, Guido, y en la cantidad de expedientes que se apilan junto a las paredes. Los ves en todos los juzgados.
—¿No se pasa todo a los ordenadores? —preguntó Brunetti, recordando las circulares distribuidas por el Ministerio de Justicia.
—Todo se andará, Guido.
—¿Lo que quiere decir…?
—Quiere decir que se tardarán años. Yo trabajo en Personal, y sé que esa tarea se ha asignado a dos personas. Les llevará años, décadas. Algunos de los expedientes que tienen que transcribir datan de los años cincuenta y sesenta.
—¿Fontana es quien se encarga de que los documentos sean entregados?
—Sí.
—¿Y la jueza? —preguntó Brunetti.
—Se dice que ella fue durante mucho tiempo la niña de sus tristes ojitos.
—¡Pero si él no es más que un subalterno, por Dios! Y ella, una jueza veinte años más joven, por lo menos.
—Ah, Guido —dijo Brusca, inclinándose hacia adelante y golpeando la rodilla de Brunetti con un solo dedo—. No creí que tuvieras una mentalidad tan convencional, lastrada por prejuicios de clase y de edad. No piensas más que en amor, amor, amor. O sexo, sexo, sexo.
—¿Y en qué debería pensar entonces? —preguntó Brunetti, haciendo un esfuerzo para mostrarse curioso, no ofendido.
—Por lo que se refiere a Fontana —admitió Brusca—, quizá sí que pudieras pensar en amor, amor, amor. Por lo menos, si nos atenemos a lo que he oído decir. Pero, en lo que atañe a Su Señoría, sería más acertado pensar en dinero, dinero, dinero. —Brusca suspiró y dijo con voz grave—: Pienso que a muchas personas les interesa más el dinero que el amor. O que el sexo.
Por atractiva que fuera la idea de ahondar en la tesis, a Brunetti le interesaba más obtener información, y preguntó:
—¿Y una de esas personas es la jueza Coltellini?
Disipado definitivamente su aire festivo, Brusca dijo con gesto y tono sombríos:
—Viene de familia codiciosa, Guido. —Brusca hizo una pausa y agregó, como si revelara un misterio que acababa de resolver—: Es curioso. Pensamos que el amor a la música se hereda, o el don para la pintura. ¿Y por qué no va a heredarse la codicia? —Ante el silencio de Brunetti, preguntó—: ¿Nunca lo has pensado, Guido?
—Sí —respondió Brunetti. Y así era.
—Aja —se permitió exclamar Brusca, y entonces, abandonando lo general por lo particular, prosiguió—:
Su difunto abuelo era codicioso, y su padre lo es todavía. Ella ha heredado el carácter, podríamos decir que le viene de casta. Si su madre no hubiera muerto, yo diría que la jueza no se privaría de venderla si se presentaba la ocasión. —Subrayó sus palabras con un vigoroso gesto de asentimiento.
—¿Tú has tenido algún problema con ella?
—Ninguno, en absoluto —dijo Brusca, visiblemente sorprendido por la pregunta—. Yo estoy siempre en mi despachito de la Commune, manteniendo al día los expedientes de los empleados: cuándo ingresan, cuánto ganan, cuándo se jubilan. Yo hago mi trabajo, y la gente viene a verme y me cuenta cosas. De vez en cuando, llamo por teléfono. Para poner en claro alguna duda. A veces me sorprenden las respuestas que dan, y entonces me cuentan algo más sobre el caso, o me cuentan otras cosas. Y a la gente no se le ocurre dejar de responder a mis preguntas porque, en el transcurso de los años, han llegado a convencerse de que mi cometido consiste en preguntarlo todo.