—Aún no sé por qué me lo preguntas, Lorenzo.
—Ni yo estoy seguro de saberlo —reconoció Vianello con una gran sonrisa—. Procuro ir a verla por lo menos una vez a la semana y en mis últimas visitas he visto que tenía revistas de ésas por toda la casa. Y bien a la vista.
Tu Horóscopo, La Sabiduría de los Pueblos Antiguos.
Esas cosas.
—¿Le hablaste de ellas?
Vianello movió la cabeza negativamente.
—No me atreví. —Miró a Brunetti y añadió—: Me pareció que podía molestarse si preguntaba.
—¿Por qué lo dices?
—No sé por qué. —Vianello sacó el pañuelo y se lo pasó por la frente—. Ella me vio mirarlas, bueno, se dio cuenta de que las había visto. Y no dijo nada. No dijo, por ejemplo, que uno de sus chicos las había dejado allí, o que las había olvidado una amiga que había ido a verla. No; nada. Me refiero a que lo normal sería haber dicho algo. Porque es como si hubiera tenido en su casa revistas de caza y pesca o…, qué sé yo, de motos. Pero ella, como si no existieran. Y esto es lo que me preocupa. —Miró fijamente a Brunetti y preguntó—: ¿Tú no dirías algo?
—¿Decir algo a ella?
—Sí. Imagina que es tu tía.
—Quizá. O quizá no —dijo Brunetti, y luego preguntó—: ¿Y tu tío? ¿No podrías preguntarle a él?
—Supongo que sí, pero el
zio
Franco reacciona como la mayoría de los de su generación, que todo lo toman a broma, te dan palmadas en la espalda y te invitan a un trago. Es el mejor de los hombres pero no presta mucha atención a nada.
—¿Ni a su mujer?
Vianello tardó en responder.
—Probablemente. —Hizo otra pausa y añadió—: Por lo menos, no lo demuestra. Yo diría que los hombres de su generación no se ocupaban mucho de la familia.
Brunetti movió la cabeza en un gesto de asentimiento y tristeza. No; ellos no prestaban mucha atención a la mujer ni a los hijos, sólo a los amigos y colegas. A menudo había pensado en esta diferencia de… No sabía muy bien de qué. ¿De mentalidad? Quizá no fuera más que cuestión de cultura: él conocía a muchos hombres que aún pensaban que mostrar sensibilidad era signo de debilidad.
No recordaba cuándo fue la primera vez que se le ocurrió preguntarse si su padre amaba a su madre, o los amaba a él y a su hermano. Brunetti siempre había dado por descontado que sí: es lo que piensan los niños. Pero las manifestaciones de cariño eran escasas: días de completo silencio, ocasionales estallidos de cólera y sólo de tarde en tarde algún que otro momento afectuoso, en el que el padre les decía lo mucho que los quería.
Sin duda, el padre de Brunetti no era ese hombre al que uno le cuenta sus secretos o le hace confidencias. Era un hombre de su tiempo, un hombre de su clase, y de su cultura. ¿Era sólo cuestión de carácter? Trató de recordar qué hacían los padres de sus amigos, pero nada le venía a la memoria.
—¿Crees que nosotros queremos más a nuestros hijos? —preguntó a Vianello.
—¿Más que quién? ¿Y quién es «nosotros»? —replicó el inspector.
—Los hombres. Nuestra generación. ¿Más que nuestros padres?
Vianello volvió a inclinarse hacia adelante, para despegar la camisa del respaldo de la silla.
—No lo sé. De verdad que no. —Giró el tronco, dio varios tirones a la camisa y se pasó el pañuelo por el cogote—. Quizá lo único que hayamos hecho es adquirir nuevos convencionalismos. O quizá se espere que nos comportemos de otra manera. —Echó el cuerpo hacia atrás—. No sé.
—¿Por qué me lo cuentas? —preguntó Brunetti—. Me refiero a lo de tu tía.
—Será porque quería saber cómo sonaba, y si, oyéndome decirlo en voz alta, descubría si debía preocuparme.
—Lorenzo, yo no me preocuparía mientras no quiera leerte la palma de la mano —dijo Brunetti tratando de despejar el ambiente.
Vianello lo miró, compungido.
—Quizá no tarde mucho —dijo, en un vano intento de bromear—. ¿Te parece que se puede tomar café con este calor?
—¿Por qué no?
Detrás de la barra del bar de Ponte dei Greci, estaba Bambola, el ayudante senegalés contratado por Sergio el año anterior. Brunetti y Vianello estaban acostumbrados a ver allí a Sergio, robusto y bronco, el hombre que, en el transcurso de los años, sin duda había oído —y callado— suficientes secretos de la policía como para mantener en activo a un chantajista durante décadas. El personal de la
questura
estaba tan habituado a Sergio que éste había alcanzado un estado cercano a la invisibilidad.
No podía decirse lo mismo de Bambola, con su chilaba color beige y su turbante blanco. Alto y delgado, muy erguido detrás del mostrador, con la cara resplandeciente de salud, y la luz de las ventanas que daban al canal, reflejada en su turbante, hacía pensar en un faro. Bambola se negaba a ponerse delantal y, ello no obstante, su chilaba estaba siempre inmaculada.
Cuando los dos policías entraron en el bar, a Brunetti le llamó la atención la luminosidad del local, y levantó la mirada para ver si Bambola había encendido las luces, lo que no era necesario en un día tan radiante.
Pero eran las ventanas: no sólo estaban más limpias de lo que él las había visto nunca sino también libres de las pegatinas y carteles publicitarios de helados, refrescos y cervezas, que habían sido despegados y raspados, innovación que permitía el paso del doble de luz. Además, el alféizar había sido despejado de las revistas y diarios atrasados y de los menús moteados por las moscas que llevaban años ocupándolo y estaba cubierto de extremo a extremo por un paño blanco, con un jarrón azul oscuro que contenía unas flores secas color de rosa.
Brunetti observó que el deteriorado expositor de metacrilato que, desde tiempo inmemorial, contenía los pasteles y los brioches, había sido sustituido por una vitrina de cristal de tres cuerpos. Lo tranquilizó observar que el contenido no había variado: Sergio podía no ser muy aseado, pero entendía de pastas y entendía de
tramezzini.
—¿Se han hecho reformas? —preguntó a Bambola a modo de saludo.
La respuesta fue el destello de una dentadura, resplandor secundario que fulguró de pronto bajo los haces de luz de su turbante.
—Sí, comisario —dijo Bambola—. Sergio tiene gripe de verano y me ha pedido que yo me encargue mientras está enfermo. —Pasó por el mostrador un paño tan blanco que parecía una prolongación del turbante y preguntó qué deseaban tomar.
—Dos cafés, por favor —dijo Brunetti.
El senegalés se volvió hacia la cafetera. Inconscientemente, Brunetti se dispuso a oír los familiares cencerreos y golpes que acompañaban la técnica de Sergio cuando hacía girar la empuñadura del recipiente que contenía los posos del café, lo vaciaba y accionaba la palanca del dosificador para llenarlo de nuevo. Los ruidos llegaron, pero amortiguados, y al mirar a la máquina el comisario vio que la madera que Sergio golpeaba con la cazoleta metálica desde hacía décadas estaba cubierta con una rejilla de goma que reducía el ruido. La marca de la cafetera, Gaggia, estaba libre de la mugre y las manchas de café que la oscurecían desde el primer día en que Brunetti entró en el bar.
—¿Sergio reconocerá su café cuando vuelva? —preguntó Vianello al barman.
—Yo lo espero,
ispettore.
Espero que le guste.
—¿Y esa vitrina? —preguntó Vianello señalando con la barbilla la vitrina de las pastas.
—La encontró un amigo —explicó Bambola, dando al cristal un afectuoso toque con el paño—. Hasta los mantiene calientes.
Brunetti y Vianello no se miraron, pero el largo silencio con el que recibieron la explicación del senegalés surtió el mismo efecto.
—La compró,
ispettore
—dijo Bambola en un tono de voz más grave, recalcando la segunda palabra—. Tengo factura.
—Pues te hizo un gran favor —dijo Vianello con una sonrisa—. Está mucho mejor que la caja de plexiglás con la raja en un costado.
—Sergio pensaba que la gente no veía la raja —dijo Bambola, recuperando su voz habitual.
—¡Ja! —dijo Vianello—. Pues ésta te convida a comer. —Uniendo la acción a la palabra, el inspector abrió la vitrina y extrajo del estante superior un brioche relleno de crema, no sin antes proveerse de una servilleta de papel. Al morder, se espolvoreó de azúcar glas el mentón y la pechera de la camisa—. Los bollos no los cambies, Bambola —dijo, relamiéndose el bigote de azúcar.
El barman puso los dos cafés en el mostrador, colocando un platillo de cerámica junto al de Vianello.
—Nada de platos de cartón —observó el inspector—. Así me gusta. —Dejó el medio brioche en el platillo.
—No tiene sentido,
ispettore
—dijo Bambola—. No es ecológico gastar tanto papel para un plato que se usa una vez y se tira.
—Y se recicla —apuntó Brunetti.
Bambola desestimó la sugerencia encogiéndose de hombros, respuesta a la que Brunetti ya se había acostumbrado. Al igual que el resto de ciudadanos, él ignoraba qué se hacía con los residuos que tan meticulosamente separaban. Sólo cabía esperar que fueran bien aprovechados.
—¿Eso te interesa? —preguntó Vianello. Y, para evitar cualquier confusión, puntualizó—: ¿El reciclaje?
—Sí —respondió Bambola.
—¿Por qué? —preguntó Vianello.
Pero, antes de que el barman pudiera responder, entraron dos hombres que se quedaron en el extremo opuesto de la barra y pidieron café y agua mineral.
Cuando los recién llegados estuvieron servidos y Bambola volvió para retirar las tazas y platos de los policías, Vianello insistió en la pregunta.
—¿Te interesa porque, al no usar platos de papel, Sergio ahorra dinero?
Bambola puso los servicios en el fregadero. Los aclaró rápidamente y los introdujo en el lavaplatos.
—Yo soy ingeniero,
ispettore
—dijo finalmente—. Es interés profesional. El estudio de ciclos de consumo y producción.
Vianello asintió.
—Ya me figuraba que tenías estudios, pero no sabía cómo preguntar. —Esperó un momento, para ver cómo Bambola se tomaba estas palabras y preguntó—: ¿Qué especialidad?
—Hidráulica. Plantas de purificación de agua. Esas cosas.
—Ya —dijo Vianello. Sacó unas monedas del bolsillo y puso el importe exacto en el mostrador.
—Si hablas con Sergio —dijo Brunetti yendo hacia la puerta—, dale recuerdos y que se mejore.
—Lo haré, comisario —dijo Bambola, y fue hacia los otros dos clientes.
Brunetti esperaba que Vianello volviera a hablar de su tía; pero, al parecer, el impulso se había quedado en la
questura
y, como Brunetti tampoco deseaba proseguir la conversación, el tema quedó aparcado.
En la puerta del bar los dos hombres se detuvieron involuntariamente al recibir el trallazo del sol. Brunetti sabía que la
questura
estaba a menos de dos minutos, pero con aquel calor, que parecía haber aumentado mientras ellos estaban en el bar, era como si se hallara a media ciudad de distancia. El sol calcinaba la ribera del canal. Había turistas sentados bajo los parasoles de la
trattoria
del otro lado del puente. Brunetti los observó un momento, acechando movimiento. ¿Podría ser que el calor los hubiera secado y estuvieran huecos, como caparazones de langosta? Pero en aquel momento un camarero llevó un vaso alto de un líquido oscuro a una de las mesas, y el cliente volvió la cabeza lentamente, para verlo llegar.
Los dos hombres empezaron a andar. Las masas de agua, eso lo sabía Brunetti, debían refrescar el ambiente, pero la lisa superficie verde oscuro del canal parecía redoblar el calor al reflejar la luz. En vez de frescor sólo exhalaba humedad.
—No tenía ni idea de que fuera ingeniero —dijo Vianello.
—Tampoco yo.
—Ingeniero hidráulico, para más señas —añadió Vianello con franca admiración. La puerta de la
questura
estaba a pocos pasos. El guardia se había refugiado en el interior. Era comprensible.
Brunetti se enjugó la cara con la manga de la camisa, admirándose de la estupidez que le había hecho ponerse camisa de manga larga con semejante día.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Brunetti, yendo hacia la escalera.
—No estoy seguro. Tres o cuatro años. Supongo que sin papeles durante mucho tiempo. Siempre desaparecía cuando yo venía de uniforme. —Vianello sonrió al recordarlo—. Es curioso, un individuo tan alto, y era visto y no visto como si se hubiera evaporado.
—Es lo que voy a hacer yo —dijo Brunetti cuando llegaban al primer piso.
—¿Hacer qué?
—Evaporarme.
—Esperemos que él no —dijo Vianello.
—¿Quién? ¿Bambola?
—Sí. Sergio no puede trabajar tantas horas. Y reconoce que el bar tiene mucho mejor aspecto. En un solo día.
—Es que su mujer ha estado enferma —dijo Brunetti—. Tuvo suerte de encontrarlo.
—Trabajo duro, llevar un bar —dijo Vianello—. Todo el día ahí metido, sin saber los problemas que vasa tener con la gente, y obligado a ser cortés con todo el mundo.
—Poco más o menos, lo mismo que aquí —dijo Brunetti.
Vianello se rió y se alejó en dirección a la oficina de los agentes, y Brunetti tuvo que acometer él solo el segundo tramo de escalones.
Dos días después, sentado ante su escritorio, Brunetti especulaba sobre la posibilidad de llegar a un acuerdo con los delincuentes de la ciudad. ¿Se avendrían a dejar tranquila a la gente hasta que pasara la ola de calor? Desde luego, tal eventualidad requería la existencia de una especie de organización central de maleantes, y Brunetti sabía que el crimen se había diversificado e internacionalizado mucho para eso; ahora ya no existía un interlocutor con el que negociar. Antaño, cuando el delito era cuestión puramente local, y los delincuentes, gente conocida e integrada en el tejido social, tal vez habría sido factible el acuerdo, porque ellos, tan afectados por el persistente calor como la policía, habrían cooperado de buen grado.
—Por lo menos, hasta el primero de septiembre —dijo en voz alta.
Muy acalorado para dedicar su atención a los papeles que tenía en la mesa, Brunetti se permitió seguir divagando. ¿Cómo convencer a los rumanos de que dejaran de birlar carteras; y a los gitanos, de enviar a sus hijos a robar por las casas? Y esto, en Venecia, porque, en el continente, las exigencias deberían ser mucho más rigurosas, como la de que los moldavos dejaran de poner en venta a criaturas de trece años y los albaneses suspendieran el tráfico de drogas. Pensó un momento en la posibilidad de convencer a los italianos —hombres como él y como Vianello— de que dejaran de buscar prostitutas adolescentes y droga barata.