Usé los nombres inferiores y trastoqué los apellidos: el abuelo se llamaría Gaspar Guerrero; la madre, Rosalía Parra. Abuelo paterno y madre: el comienzo de una familia cualquiera.
¿Quién faltaba?… El padre. Pero el desconocido y Grisardo me sugerían un padre absurdo: que «me miraba» y a quien «no conocí».
He ahí el dilema.
Al pronto pensé en desechar los dos últimos papeles y escoger otros, pero enseguida opté por respetar las leyes del juego. Ahora bien, ¿qué clase de hombre podía elaborarse con aquellas dos tenues circunstancias? «Quizá el padre había muerto cuando ella nació», pensé. Pero no era cuestión de matarlo tan rápido. No podía matar al padre antes de inventarlo. «Quizá se había divorciado de su madre, y ella nunca lo conoció: casos así son muy frecuentes». Pero entonces, ¿cómo utilizaría lo de «me miraba»? Un padre muerto o desconocido no miraba a nadie. Medité en el curioso problema. Sherlock Holmes acostumbraba a decir: «Cuando has eliminado todo lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca…».
La única solución que se me ocurría era absurda, pero era la única. «El padre estaba en casa, convivía con ellas, pero era un
desconocido.
Miraba y callaba. Miraba y escribía. Ni su propia hija lo había conocido jamás.» Una conclusión un poco confusa, pero allí estaba.
El nombre también se resistía. «Grisardo» era un simple apodo, y si bien yo sabía que Cara Fofa se llamaba Adán, no me parecía correcto utilizar aquella información de buenas a primeras. El papel decía simplemente «El desconocido», y así se debía quedar, si es que deseaba respetar al máximo mis propias reglas y evitar en lo posible mis intromisiones.
En el padre, hasta el nombre era un problema. No sucedía lo mismo con el nombre de mi personaje. Incluso me parecía que el azar volvía a beneficiarme. «Cara Fofa ha inventado a una muchacha… ¿Por qué no llamar a la mía de la misma forma?» Los padres son los que bautizan a los hijos: si Cara Fofa (o una mezcla de Cara Fofa y Grisardo) era el padre de mi personaje, el «autor de sus días», como suele decirse, lo lógico era que mi personaje se llamara como él había decidido: Natalia.
Natalia Guerrero Parra.
Eureka.
Sonara bien o no, fuera bello o feo, nadie podría acusarme de haber inventado conscientemente aquel nombre. Me había sido impuesto por las circunstancias, sobre la base de tres o cuatro leyes no muy distintas de las que rigen la realidad.
A las 6:30 de la tarde del lunes 26 de abril, Natalia Guerrero Parra tenía ya un esbozo de biografía. Usé mi propio cumpleaños (que también era un dato inevitable) y la ciudad de su abuelo paterno para traerla al mundo.
Natalia Guerrero nació en Ciudad Real el 13 de abril de 1964. Hija única, vivió gran parte de su infancia rodeada por sus abuelos paternos (su abuela murió pronto; ella recuerda, sobre todo, a su abuelo Gaspar Guerrero) y sus padres. De su abuelo, que había sido portero, aficionado al vino, con fama de mujeriego, Natalia heredó la pasión por escribir. El anciano gustaba de redactar cuentos en los que una niña —Elisita— se comportaba como ella. Después se los leía a su nieta por las noches. Eran cuentos inocentes, llenos de ternura. Natalia los recuerda con mucho cariño. Cuando su abuelo falleció, la infancia de Natalia terminó de golpe.
Su madre, Rosa, una mujer tímida, débil y muy dependiente de su esposo…
A partir de aquel punto, todo me costó más trabajo. La niñez con el abuelo Gaspar había sido otra cosa. Pero cuando afronté el comienzo de la adolescencia, lo vi todo negro. A su modo, no había nada que reprocharle a la madre; siempre había velado por la salud de su hija, como Ninfa por la mía («¿Adónde vas, mi niña? ¿De dónde vienes?»: Natalia recuerda sus constantes preguntas, sus inagotables consejos, su disgusto cada vez que ella decidía salir fuera del nido). Pero su condición de persona dependiente (de la bebida, de un hombre que la ignoraba) la había convertido en un ser asustadizo y represivo. Era fácil deducir que Natalia había sido educada en el aprendizaje del temor, y ello había reforzado su soledad para el resto de su vida. Quizá también había heredado cierta afición a beber más de la cuenta. En todo caso, la influencia materna no representaba ningún misterio en la vida de mi personaje. Natalia podía
comprender
a su madre, de la misma forma que yo comprendía a la criatura elaborada con Ninfa y Rosalía Guerrero. Pero ¿y el padre?
El padre continuaba siendo un enigma.
En algún momento de la tarde, una soprano horrorizada me sobresaltó con sus gritos. Un instante después descolgué el teléfono.
—¿Cómo va, señor Cabo? —Era Neirs.
Le conté mis progresos: había terminado la descripción física, pero la biografía presentaba el obstáculo del padre. Aún no había logrado imaginar nada al respecto.
—Mi consejo es que siga indagando en él —dijo Neirs—. No lo rehuya. Le otorgará más realismo a Natalia si profundiza en el padre.
—Veré lo que puedo hacer.
—Y no pierda tiempo: Ovidio ha publicado su segundo libro.
Lo escuché como si estuviera soñando.
«Repleto de fantasía
2» era muy similar al primer volumen, apenas tres o cuatro páginas, y, en contra de lo esperado, no relataba ninguna escena sádica. Se limitaba a describir, con ligeros pormenores, un maniquí femenino.
—¿Comprende lo que eso significa? —observó Neirs—. Está intentando convertir a esa mujer en un objeto. Usted, por el contrario, lucha por darle vida. Recuérdelo: tiene hasta la noche de hoy. A las once y media iré a su casa y recogeré todo lo que haya escrito. Ánimo.
Cuando Horacio Neirs colgó, recorté otro rectángulo de papel que uní al grupo de «Personas»:
14. Natalia Guerrero: real.
Me había propuesto conseguirlo: crear a una mujer de carne y hueso, tan verdadera como el papel donde la imprimiría.
«Una vida contrarreloj»: así hubiera podido titularse aquella extraña biografía que mis dedos arañaban (incansables perros feroces atados a mis manos) sobre los huesecillos de las teclas. Surgían las anécdotas, los momentos felices y las lágrimas. La historia no revestía especial dificultad: creo que fue Tolstoi quien dijo que todas las familias felices se parecen entre sí, pero erró al afirmar que las desgraciadas son diferentes. En realidad, la vida (lo descubrí en aquel momento) carece de imaginación: un bebé, una abeja y una foto amarilla olvidada en un álbum poseen innúmeras réplicas, todas iguales. El pasado de cualquier ser humano es idéntico al de todos; sólo nos diferenciamos a la hora de contarlo. Fue sencillo inventar fiestas, navidades y juguetes para Natalia; insomnios, pesadillas y terrores emergieron con similar facilidad.
Dejé un espacio en blanco para el padre. Abordaría aquel problema en último lugar.
Oscurecía cuando escribí que Natalia se hallaba triste. Que su juventud, encerrada en casa con una madre alcohólica y un padre enigmático, había sido solitaria… ¿Y al llegar a la universidad? ¿Se había quedado en Ciudad Real? ¿Había emigrado? Como deseaba que todo fuera azaroso, escogí dos rectángulos de «Sucesos»:
3. Casa de Mirasierra: desde hace 7 años.
8. Ella goza con sus fantasías.
De modo que Natalia vivía en una casa como la mía, en Madrid, desde hacía 7 años. Era de suponer que había venido antes a la ciudad, quizá para acabar sus estudios de Filología Clásica y abrirse camino como escritora. Porque «Ella goza con sus fantasías» me hacía pensar en mi propio trabajo. Natalia había heredado aquella pasión de su abuelo Gaspar. Obtuve su bibliografía de mis propios títulos, deformándolos ligeramente:
Soy
yo quien me mira desde el espejo (1989), Encuentro tenue (1991), La mujer de los sábados (1995).
Ya estaba; ésas eran las novelas de Natalia Guerrero. Nada de premios Bartleby; simplemente buenas ventas, sobre todo del último libro. Traducciones. Había podido permitirse comprar una pequeña casa en una urbanización del norte. Durante un tiempo había enseñado latín y griego en un instituto, pero lo había dejado. Su tesis doctoral versaba sobre las
Metamorfosis.
Ya tenía a Natalia Guerrero, filóloga, escritora, viviendo sola en Madrid, mimada por un relativo éxito. ¿Y cómo era su vida actual? ¿Se había casado? ¿Tenía hijos?
Con aires de sibila frente a un mazo de cartas, escogí otros dos «Sucesos».
7. Soledad, vacío, depresión.
1. Casi me mato con el coche el día de mi cumpleaños.
«¿Por qué, Natalia? —pensé—. Vivías en Madrid, triunfabas como escritora, lo tenías todo… ¿Por qué, de repente, sumida en la más profunda de las tristezas, decidiste coger el coche y
matarte
el día de tu cumpleaños?» La idea se me había ocurrido al ver aquellos dos papeles juntos. Al principio pensé en rechazarla y escribir: «un accidente». Pero de nuevo acaté las leyes del azar. «Un intento de suicidio», gritaba la funesta combinación de rectángulos. Pero ¿por qué? ¿Problemas amorosos? ¿Una enfermedad? No se me ocurría nada plausible.
Desesperado, saqué otro «Suceso».
9. Búsqueda y laberinto
.
Aquel dato no me ayudaba: más bien, me enfrentaba cara a cara con el enigma. «He llegado al nudo gordiano —pensé—. La vida de Natalia es un laberinto. Mi juego es una búsqueda. Ahora estoy en el centro de ambos.» Revisé los papeles previos en busca de pistas, y tropecé con el Gran Desierto Blanco de la figura paterna. «Quizá la clave resida en él. Necesito inspiración. Algo que me ayude a inventármelo.»
En ese instante sonó el timbre de la puerta. Al levantarme, comprobé que me sentía muy débil, casi mareado; no había comido en todo el día. Por otra parte, aquella visita sorpresa me intrigaba. ¿Quién podía ser? Aún era pronto para que se tratara de Neirs. Salí al pasillo y llamé a Ninfa sin obtener respuesta. Pero mi estado de ánimo no me permitía, en aquel momento, preocuparme por el paradero de mi criada. Me tambaleé hacia la puerta y abrí.
Enmarcado en el umbral, con su inevitable traje gris, estaba el hombre de la cara fofa.
—Soy Adán Nadal, señor Cabo. ¿Me recuerda? ¿Puedo pasar?
«Lo siento, estoy muy ocupado.» Estas palabras viajaban hacia mis labios cuando le oí murmurar:
—Se trata de Natalia. Me obsesiona.
—A mí también —repliqué.
Lo invité a pasar a mi despacho. «Quizá él pueda inspirarme», pensaba. Nos sentamos frente a frente y empezamos a observarnos. Lo vi sacar el cuaderno y la pluma. Yo hice lo propio con mi libreta negra de la clínica.
—Disculpe mi visita —dijo—, pero ya sabe cómo es la servidumbre de la inspiración. No puedo dejar de pensar en ella.
—Yo tampoco. Estoy escribiendo una novela con un personaje del mismo nombre.
—¡Eso es una maravillosa coincidencia! —Se admiró.
—Así es.
—Quizá podamos ayudarnos mutuamente.
—Quizá.
Hubo un silencio repleto de propósitos. Pensé en dos jugadores de ajedrez elaborando la apertura.
—Pues empiece usted, si no le importa —dijo Adán Nadal—. Ya le expliqué ayer que no puedo inventar nada.
—Mi problema es el padre —dije. Cara Fofa hizo un gesto con la cabeza y anotó algo—. No consigo imaginar qué clase de persona era. ¿Tiene usted alguna idea al respecto?
—Le confieso que no. ¿Y usted?
—Lo único que sé es que era un desconocido que no dejaba de mirarla.
—¿Nada más? —se intrigó Cara Fofa—. Qué extraño.
Me encogí de hombros.
—En realidad, no es tan extraño: me he inspirado en usted, como usted en mí. —Sonrió discretamente y anotó algo. Proseguí—. El padre era un individuo enigmático. En cuanto a la madre, se trataba de una neurótica que abusaba del alcohol.
—Entonces todo queda explicado —dijo.
—¿Usted cree?
—El padre tenía que aguantar a una mujer insoportable.
—¡La madre no era insoportable! —protesté—. En cualquier caso, tenía tanto derecho a existir como su marido.
El hombre de la cara fofa agitó una mano.
—No he dicho lo contrario —repuso—. Sólo he planteado una posible explicación para el carácter del padre. —Y agregó, en tono lastimero—: Póngase en su lugar.
«Quizá tenga razón», pensé, y anoté el dato.
—¿Cree usted que él amaba a su hija? —pregunté de improviso.
—¿Y usted? ¿Qué cree?
—Le he preguntado su opinión.
Se removió incómodo en el asiento.
—Ya le he dicho que me cuesta mucho trabajo inventar —dijo—. Pero lo lógico sería que la amara, ¿no? Era su padre.
—Entonces ¿a qué se debía su silencio?
—No comprendo.
—¡Su silencio y su frialdad! —exclamé—. Natalia recuerda, sobre todo, su mirada… Él la miraba y callaba, la miraba y callaba. ¿Por qué? ¿No era capaz de manifestar emociones? ¿No deseaba mostrarle cariño a su única hija?
Cara Fofa anotó algo y me miró sin responder.
—¡Dígame! —pedí.
—Prefiero que sea usted quien lo diga.
«Me deja solo —pensé—. Quiere que las respuestas las obtenga yo.» En mi escritorio se hallaban desperdigados los papeles. Cogí el de Musa y lo contemplé. Se me había ocurrido una idea.
—Usted se basó en el cuerpo de una modelo para describir a Natalia —dije—Su mujer perfecta. Pero mi Natalia no es así, aunque le hubiera gustado serlo… Hubiera querido convertirse en la clase de mujer que a su padre le agradaba… ¡A ella le hubiera gustado ser una modelo, si con ello, al menos, lograba que él dejara de mirarla en silencio y reaccionara! ¡Ella sólo pedía unas gotas de cariño! ¡Fue lo único que pidió durante toda su vida! —Anoté aquel dato mientras hablaba—. ¿Y qué obtuvo? ¡El silencio y la mirada de su padre! ¡Para mí, eso sólo puede definirse de una forma: «desprecio»! —Vacilé, sin decidirme a apuntar aquella palabra. Cara Fofa me escuchaba con profunda atención; sólo bajaba la vista para escribir en su propio cuaderno—. ¿Sabe en qué se convirtió ella? ¿Quiere saberlo? Con una madre que ahogaba en alcohol sus temores atávicos hacia los hombres y un padre que no tenía tiempo ni ganas de ofrecerle una mínima parte del amor que ella reclamaba… ¿Quiere saber en qué se convirtió?
—Soy todo oídos.
—En una mujer solitaria, temerosa y excéntrica. Una ermitaña, una acomplejada… Una Dafne obsesivamente virgen, transformada en el «laurel» de sus éxitos literarios. —Anoté todo aquello. La inspiración se había desatado en mi cerebro, había roto los diques. Movía el bolígrafo al mismo tiempo que hablaba—. Y cuando su madre murió, ella…