—Es raro —comentó Neirs mientras subíamos al tercero—. La señora Guerrero es una anciana y apenas sale de casa. ¿Por qué no contesta?
Aquella simple pregunta bastó para inquietarme. En el rellano, el detective empleó el puño para llamar a la puerta.
—No abre —dijo innecesariamente. Y dirigiéndose a Virgilio—: Vamos a entrar.
El enano, con rápida habilidad, deslizó una tarjeta o una cartulina gruesa por la cerradura, y la puerta cedió con la fácil sencillez, lector, con que tú pasas las páginas de este libro. El piso olía a oscuridad, si tal cosa es posible o comprensible. No se trataba de buen o mal olor sino de un olor sin luz, que persistió aunque Neirs encendió varias bombillas.
—¿Señora Guerrero?
Paisajes enmarcados, lámparas que imitaban candelabros, mesas camillas con manteles de encaje, fotos rancias: el ambiente revelaba la presencia de una España antigua y clausurada. Pasamos del vestíbulo a la salita de estar, y de ésta al comedor. Todo estaba en silencio. Nadie respondía. Entonces Virgilio se detuvo.
—¡Espera! ¡Esto es lo MÁS…!
Pensé que había visto algo extraño y mi corazón dio un vuelco. Pero lo único que hacía era rascarse la cabeza con los ojos fuertemente cerrados. Se dirigió a Neirs:
—Sigue tú, Horacio. Ahora te alcanzo. ¿No te importa?
—En absoluto.
Su jefe dio una vuelta completa por la habitación —la enjuta figura reflejándose en las lunas de los armarios barnizados que guardaban la vajilla— y salió. Entre tanto, Virgilio había sacado una especie de calculadora y se dedicaba a teclear. Me incliné sobre él. Comprobé que el aparato no era una calculadora sino una agenda electrónica con un visor verde y amplio. El enano tecleaba palabras. Leí:
El cadáver parecía un signo tipográfico de interrogación en el suelo del comedor. Era Rosalía Guerrero. Tenía la cabeza hundida en el pecho, los brazos cruzados, las piernas flexionadas. Un punto de sangre coagulada a sus pies completaba la macabra figura:
?
Pensé que su crimen era la misteriosa pregunta cuya interrogación dibujaba la infortunada mujer con su propio cuerpo: ¿Quién?
—Suelo apuntar las ideas que se me ocurren —comentó al percibir que yo lo había estado mirando—. Y este chisme es UTILÍSIMO. ¿Usted no usa agenda electrónica?
Le dije que no. Me miró con repentina suspicacia, como si mi negativa ocultara un ligero desprecio hacia sus palabras, pero enseguida sonrió.
—¡Me encantaría publicar en Salmacis! —dijo mientras guardaba la agenda en la chaqueta—. ¿Sabía usted que es la editorial MÁS grande del mundo? ¿Y que Salmerón es el editor MÁS poderoso? ¿No me cree?… Usted piensa, claro, que esto es España, no Estados Unidos, ¿no es cierto? —Yo no pensaba nada en concreto, aunque sospechaba que a Virgilio no le interesaba mi respuesta. Prosiguió—. Pero hoy día las fronteras las marcan las multinacionales. Salmacis pertenece a un grupo editorial mucho MAYOR, y éste, a su vez, a otro MAYOR, y así sucesivamente… Un juego de cajas chinas, ¿comprende?… ¿Y detrás? Alguien invisible que lo controla TODO… Siempre igual. Usted cree que piensa con libertad, yo creo que pienso con libertad, pero ambos nos equivocamos: en realidad pensamos y hacemos lo que ese ser invisible nos ordena… Amigo mío, así funciona la vida. Somos simples personajes.
Las palabras del enano (o el vetusto silencio de la casa) me amedrentaban. Entonces sonrió, cambió de tono (sus ojos, sin embargo, seguían helados y azules).
—¿Ha leído lo que he escrito? ¿Cree que tengo posibilidades?
—¿De qué? —dije.
—De tener la misma suerte que usted: publicar en Salmacis.
—Por supuesto —me apresuré a contestar.
—A mí me surgen las ideas así… Fue entrar en este comedor y ver a la pobre señora Guerrero en el suelo…
Alabé su fantasía. De hecho, el párrafo del cadáver con forma de interrogación me parecía bueno. No obstante, no dejaba de ser de pésimo gusto imaginar a la anciana escritora de aquella guisa y en aquel preciso momento. Peor aún: no me parecía muy improbable que tal ficción se hiciera, de repente, una espantosa realidad. Me sentía inquieto desde que habíamos invadido el silencioso domicilio. «El falsificador ha llegado antes —pensaba—. Ahora la encontraremos muerta, con las tapas de una de sus novelas de Braulio Cauno sobresaliendo de entre sus labios…»
De pronto oímos la voz de Neirs:
—¡Oh, señora Guerrero!…
Nos precipitamos hacia el pasillo. Dejé que Virgilio se adelantara: tenía miedo de lo que sabía, o sospechaba, que íbamos a encontrar. «¿Horacio?», llamaba el enano. «Aquí estoy, Virgilio.» Pese a que casi siempre resultaba imposible captar emociones en el tono de voz de Neirs, en aquel momento podría decirse que revelaba ansiedad. Hablaba desde una habitación al fondo del corredor. Era un dormitorio agobiado por el olor a alcohol y a fluidos orgánicos. La única luz procedía de una lámpara de mesilla de noche con la tulipa ladeada, pero era más que suficiente para advertir el cuerpo que yacía en el lecho. Estaba cubierto, de la cabeza a los pies, por cuartillas en blanco, arrugadas unas, otras tersas. Entre los papeles posados en la almohada despuntaba la medusa muerta de unos cabellos casi tan blancos como ellos. Las hojas esparcidas por el oscuro parqué componían con éste un disparatado tablero de ajedrez. Neirs se hallaba de pie junto a la cama.
—Oh —dijo Virgilio—, ¿es ella?
Antes de que el detective pudiese contestar, la mortaja de papeles, con un ruido de otoño violento, se removió.
—Dejadme en paz, cabrones —dijo la mujer, deshojándose.
Tras una ducha y dos tazas de café, la señora Guerrero pudo empezar a hablar con cierta coherencia. Yo tuve que encargarme de las labores prácticas, porque Neirs se dedicó a mirar libros en la biblioteca de la escritora y Virgilio a teclear en su agenda. La anciana se dejó hacer: incluso colaboró quitándose el sucio camisón. Por fin, envuelta en una bata, las canas recogidas con una pinza y la segunda taza de café temblando en la mano, sus ojos azules se encendieron de humanidad. Sin embargo, no perdió el olor a alcohol. Más tarde escribí, bajo «Personas»:
13. Rosalía Guerrero: anciana, alcohólica.
Nos sentamos en el despacho, junto a su vieja máquina de escribir color naranja (ella la llamaba «la naranja mecánica»), rodeados de libros, papeles y fotos. Era como encerrarnos dentro de su cerebro.
—Quiero morir —dijo—. ¿Por qué no me han dejado morir?
Resultaba evidente que se había emborrachado, pero ella ignoraba cuánto tiempo llevaba acostada bajo la sábana de cuartillas —quizá horas, o días enteros—incapaz de comenzar la novela en que, por fin, mataría a su personaje. Braulio tenía la culpa, afirmó. Llevaba más de cuarenta años con él. Cuarenta títulos protagonizados por Braulio Cauno, un hombre pálido y cruel que enamoraba a todas las mujeres y se burlaba de todos los hombres, un personaje sin sentimientos, o con sentimientos muy suyos, apartado de la ingenua imagen del detective heroico pero también del estereotipo de hombre sin escrúpulos. Braulio Cauno, que había hecho las delicias de los lectores durante casi medio siglo. Demasiado tiempo para un solo hombre, aunque fuera imaginario, aseguraba Rosalía. Ahora, cuando había llegado el momento de escribir la última novela de Cauno, ella deseaba compartir su suerte.
—Amo a Braulio —declaró—. Lo amo como no he amado a ningún hombre que haya conocido jamás.
Neirs, oportunamente, la dejaba hablar. La escritora no pedía explicaciones sobre nuestra presencia: sólo quería ser escuchada.
Se había casado dos veces, dijo. Su primer marido, previsible y aburrido, tuvo el detalle de fallecer pronto. En cuanto al segundo, un empresario, había resultado la imagen opuesta del anterior: arriesgado, ambicioso, entrenado en la sorpresa…, pero, por desgracia —añadía ella—, demasiado acostumbrado a mandar y ser obedecido. «Tengo el dinero suficiente para retirarte, Rosalía», le dijo un mes después de la boda. «No te hace falta escribir. Puedes dejar tus novelas ahora mismo.» A ella, aquel comentario se le antojó una orden. Esa misma noche comenzó una nueva novela de Braulio Cauno, y lo primero que hizo fue matar a su esposo.
—Les juro que fue así —sonrió—: me senté ante la «naranja mecánica» y lo despaché en el primer párrafo. Recuerdo que comencé de esta forma: «El cadáver apareció flotando en el río. Era un hombre de unos 50 años, de pelo gris, bigote…», etcétera. Se trataba de la descripción física de mi marido, por supuesto. Y añadí: «Le habían hundido un cuchillo en el vientre y le habían arrancado los genitales». —Palmeó divertida con sus manos nudosas—. ¿Qué les parece esto de ser escritora? A la tercera frase ya lo había castrado. Por cierto que el asesino, en la novela, era la esposa del muerto. Braulio Cauno se acostaba con ella.
Virgilio se divirtió mucho con aquella anécdota, y sacó la agenda y comenzó a teclear. La señora Guerrero torció el gesto.
—Después le pedí el divorcio. Y pueden estar seguros de que si alguien lo hubiera descuartizado, como ocurría en la novela, no le habría dolido tanto. Hay hombres que se dejarían dar de patadas en los huevos sólo para demostrar que los tienen, pero lo del divorcio fue una patada en su machismo, y eso no me lo perdonó…
Sus ojos se humedecieron de repente, como esferas de hielo junto a una hoguera. Nos dijo que Braulio, a diferencia de sus dos maridos, era un hombre
de verdad,
«creado por una mujer, a su imagen y semejanza». Habían envejecido juntos y compartido los frágiles tesoros de la soledad, también el dolor y el vacío. Ahora tenía que matarlo, y ella no quería sobrevivir.
—¿Por qué tiene que matarlo? —pregunté. Me dedicó una mirada implacable.
—Porque, en el fondo, lo odio. Porque estoy harta de esta vida mentirosa. ¿Saben lo que significan cuarenta años de ficción? ¡Con mis libros podría elaborarse mi ataúd! ¡Estoy enterrada en hojas! Las hojas me rodean por todas partes, suaves, incoloras, repletas de fantasía…
Esta última frase hizo que Neirs, Virgilio y yo nos miráramos. Pero la anciana proseguía, con voz de delirio:
—Hojas que se deslizan sobre el aire, ingrávidas, ficticias…
Sus ojos brillaban como si contemplaran una lenta caída de cuartillas. Pero su expresión era dulce, casi alegre, como la de una niña que nunca hubiera visto nevar.
—Señora Guerrero —dijo Neirs con suavidad—. ¿Recuerda lo que escribió para la novela
Madrid en tiempo real?
La anciana se levantó de repente, rápida como una liebre, y empezó a buscar por toda la habitación.
—Estoy segura de que aquí había una botella. ¿Dónde dejé…?
—Señora Guerrero…
—¡No hay una gota de alcohol en esta puta casa! —gritó—. ¡Quiero morirme!
En ese momento me levanté y la cogí de los brazos.
—Déjeme —gimió, observándome con desprecio. Decidí hablarle con calma, como un hijo hablaría con su madre enferma.
—Señora Guerrero: necesitamos leer el resto de las observaciones que realizó desde esa ventana —señalé la ventana del despacho—, la noche del 13 de abril, ¿recuerda? ¡Su participación en la novela
Madrid en tiempo real!
¡Se lo pido por favor, señora!… ¡Queremos encontrar a una persona mencionada en esos papeles!… ¡Ayúdenos!…
—No puedo —dijo tras un silencio.
—¿No puede? ¿Por qué?
Y ella, parpadeando:
—Braulio no quiere. Él mismo se lo dirá. —Alzó la voz—: ¡Braulio, ven un momento, por favor!
Braulio Cauno entró en la habitación. Sus pisadas resonaban como campanadas fúnebres.
—Rosa —dijo, y sentí escalofríos, como siempre que me habla—, ¿quiénes son estos caballeros? ¿Tengo el gusto de conocerlos?
La señora Guerrero dejó de escribir un momento y volvió la cabeza hacia nosotros.
—He olvidado sus nombres, señores —dijo—. Por favor, repítanlos. Tengo que presentarles a Braulio.
La escena se me antojaba tan absurda, tan extraña, que no me atreví a intervenir. Horacio Neirs, sin embargo, parecía encontrarse en su elemento. Cuando la anciana, después de llamar a su personaje en voz alta, se había apartado de mí y se había sentado ante la máquina de escribir, el detective nos había indicado con gestos que no la interrumpiéramos. Rosalía Guerrero tecleó el párrafo anterior con un pulso mucho más firme de lo que presagiaban sus temblores. Nosotros, congregados tras ella (Virgilio alzándose de puntillas), leímos la aparición de su personaje. Ante la petición de la anciana, Neirs tomó la palabra.
—Dígale que somos unos amigos, y que queremos pedirle un favor.
—Dígaselo usted mismo —murmuró Rosalía, mirándolo—. Pero no lo enfade, se lo suplico. Tiene un genio…
Neirs se inclinó sobre el papel, carraspeó y habló en voz alta y clara. Mientras ella tecleaba su respuesta, el detective me pidió por señas que continuara con la «conversación». Después se acercó a las estanterías atiborradas de papeles y libros, que se hallaban detrás de la escritora, y empezó a registrarlas sin hacer ruido. Virgilio lo ayudó con las inferiores. En cuanto a mí, me concentré en el texto que mecanografiaba Rosalía.
Comenzó un misterioso diálogo a tres voces. No lo recuerdo todo, ni con las mismas palabras, ni en el mismo orden en que fueron dichas (o escritas). Yo hablaba, la señora Guerrero anotaba mi intervención y después tecleaba la de su personaje o la de ella. Braulio Cauno se reveló como un hombre extraño, impulsivo, peligroso aun desde el papel. Sus frases, concisas, carentes de signos de admiración y puntos suspensivos, denotaban agresividad bajo la aparente calma sintáctica. Ni que decir tiene que como personaje se hallaba muy bien construido: me inquietó comprobar que yo quedaba muy por debajo de él en este aspecto, que mis palabras, aunque expresadas en voz alta y con gran sinceridad, se veían desprovistas, al ser escritas, del aura de realismo que rodeaba las suyas (que no eran pronunciadas, que habían sido inventadas por Rosalía). Como me interesaba prolongar el diálogo (para evitar que ella se percatara del registro que Neirs y su ayudante efectuaban a su espalda), me acomodé a las reglas de aquel juego enloquecedor. Dirigí mis comentarios a Cauno como si éste fuera una persona más en la habitación; rogué y supliqué; me irrité; le pedí disculpas. Cauno, pétreo e inaccesible, se negaba a permitir que Rosalía nos enseñara las observaciones inéditas de su libro. Nunca le gustó, dijo, que aceptara la invitación de Salmerón a participar en
Madrid en tiempo real.
Aducía que Rosa —así la llamaba— no era una escritora realista. «No le agrada asomarse por la ventana y contar lo que sucede fuera.» Yo salía en defensa de la anciana balbuciendo torpes excusas. De vez en cuando ella intervenía, pero era para narrar sus lágrimas, su llanto en primera persona, el amor que sentía por su hombre, a pesar de lo mucho que lo odiaba. El diálogo, entonces, se veía interrumpido por párrafos rectangulares como lápidas, monólogos interiores clavados en el papel como mariposas muertas entre alfileres de comillas: «Basta. Los oigo discutir, y deseo decirle al señor barbudo de las gafas: Basta. ¿Es que no lo comprende? ¡No insista, he nacido para él, para Braulio! Yo soy él, él soy yo. No podemos separarnos, no podemos negarnos el uno al otro, porque eso significaría el fin de ambos. ¡Por favor, basta! ¡Tengo que hacer lo que Braulio diga!». Pero a pesar de ello yo insistía, porque sospechaba que, en parte, Rosalía deseaba que lo hiciera.