—¿Te gusta mi guarida? —preguntó.
Asentí. Claro que me gustaba; estaba fascinado.
Abandonó la boquilla en un cenicero que temblaba como un náufrago sobre la balsa rosada de la mesa; se quitó el fular y dejó que planeara hacia el sofá. Entonces se acercó a un mueble de curioso diseño. Era una maqueta del Teatro Real del tamaño de un velador de baja altura. Abrió el techo, y el interior fulguró de bombillas y espejos y expulsó la obertura de
Carmen
a través de altavoces en miniatura. Se inclinó y sacó una botella de martini, otra de champán y otra de whisky. Volvió a cerrar la tapa y la música cesó. «Un mueble bar precioso», comenté por decir algo. Sonrió y dijo que un decorador alemán lo había diseñado expresamente para ella. Durante un par de minutos contemplé cómo se dedicaba, con gran habilidad, a preparar la bebida. Molió hielo y agitó una coctelera sobre una barra color verde hierba. Abanicos de luz desvelaban, en la pared, la colosal foto de estudio de una mujer desnuda y arrodillada, los brazos envolviendo las rodillas, el rostro oculto entre las piernas, un moño pequeño como un chichón, todo el cuerpo en azul pavo real sobre fondo blanco. Demoré un instante en percatarme: era Musa. La Musa real, de pie frente a la foto, parecía lejana comparada con aquella enorme anatomía.
—A ver si te gusta. —Me entregó el cóctel—. Dicen que lo preparo bien.
El vaso (no podía ser menos) parecía la copa del Grial; su borde estaba repintado de oro. La vi arrellanarse en un diván rojo, cruzar las piernas y dejar caer una guinda en la bebida (hizo «pluc»). Alabé el cóctel sin exagerar. Ella sonrió, y una de sus bellísimas rodillas, al alzarse, imitó la forma y el paisaje de una cremosa cumbre nevada de montaña. ¿Me apetecía cenar? Podía preparar algo en un minuto. No, no, gracias, yo ya había cenado (era mentira; en realidad no sentía hambre, ni siquiera sed). La bebida me mareaba, también la decoración. Pero lo peor era Musa: sus largos muslos revelados por la tensa gruta de la minifalda; su sonrisa cazadora, disparada con puntería hacia mis ojos como un perfecto fogonazo. Me entraron unas ganas enormes de escribir: casi se igualaron a las que tenía de orinar y de satisfacer mis impulsos eróticos. En aquella casa, con aquella mujer, bebiendo aquel filtro, la ficción literaria surgía casi sin esfuerzo. Comencé a mover una pierna en un tic mecanográfico.
Hablamos de literatura: los autores que le gustaban, los temas. Después ella empezó a contarme una historia muy extraña. Creí que se trataba de una especie de argumento de novela, porque lo narraba en tercera persona: una niña, hija de padres millonarios, a quien su padre, que era un sádico, maltrataba sexualmente. Él la amenazaba con matarla si lo denunciaba a la policía; ella estaba sola y era muy joven (su madre también se hallaba bajo la férula paterna). Desde los 12 a los 16 años, la vida de aquella criatura fue infernal: obligada a permanecer desnuda, encadenada en una celda del sótano de su casa, tratada como una esclava, peor aún, como un animal… Musa detallaba cada uno de los espantosos suplicios. De vez en cuando cambiaba de postura, mostraba otro polígono de su muslo y seguía derramando en mi oído torturas sexuales. Las gotas de sudor resbalaban por mi frente. No sé cuántas veces me llevé la copa vacía a los labios. Las peripecias de la chica habían terminado bien, sin embargo: había escapado de casa a los 16 años y se había unido sentimentalmente a un profesional del mundo de la moda. En cuanto al padre, había sido detenido y enviado a un manicomio, donde falleció. Musa agregó: «La chica era yo». Y cruzó y descruzó las piernas, zis, zas, como agujas de gancho tejiendo una prenda invisible. Hubo un silencio. «Qué historia más…», pensé, sin acertar con la palabra. ¿Increíble? ¿Terrible? ¿Estúpida? Mi cerebro se había convertido en una marquesina de colores chillones que anunciaba escenas de violación. Protagonista: Musa Gabbler Ochoa.
—¿Te pongo otro? —preguntó.
No sabía a qué se refería. Señaló mi copa, y caí en la cuenta. Dije que no. Musa no había cambiado de tono para hacerme la pregunta, y quizá a ello se había debido mi confusión: su voz había pasado de las torturas de su infancia a la cortesía de la bebida con similar frialdad. «Qué ficticio me parece todo —pensé—. Cuando intente narrar esto en el futuro me costará suspender la incredulidad del lector.» (Y ahora, mientras lo escribo, sospecho que mi temor se ha cumplido.)
Tras una pausa insoportable, decidí cambiar de tema.
—Musa, perdona, pero tengo una duda.
Le comenté lo que había pensado en el café. ¿Su declaración era suya o una invención de su cliente? La vi enderezarse, fruncir el delicioso ceño. «Oh, no debes pensar eso, Juan.» Me dijo que la cita era ficticia, pero que sus palabras eran reales. Palabras Reales frente al Palacio Real y el Teatro Real (se me ocurrió aquella tonta comparación). Se levantó y se sentó junto a mí. Me miró con ojos diáfanos, preocupados y azules. No estarás enfadado, ¿verdad? No, no, claro que no. Yo sentía un calor insoportable. Todas las islas de mi rostro que no estaban cubiertas de pelo se hallaban húmedas. Me incorporé para quitarme la chaqueta, que era moderna, de un diseñador madrileño llamado Cabo (otra coincidencia, sí), y carecía de solapas, como casi todo, y la abandoné en la mesa de tela rosada. Allí puesta, desinflada, inútil y oscura, parecía mi conciencia moral. Cuando volví a sentarme, Musa me besó.
Fue así: me senté y me besó; sin transición ni preámbulos.
Sin embargo, aunque he escrito con exactitud lo sucedido —«me besó»— no se materializan el golpe de su mucosa contra la mía, el tacto a fruta y tabaco de su boca, el ardor de ojos cerrados, la humedad de los gestos, el émbolo de las mejillas. Recuerdo vagamente que dejé caer mi copa sobre la alfombra y que apenas me percaté de ello cuando nuestros rostros se apartaron. En sus labios brillaba mi saliva. Deslizó una mano perfumada por mi barba y, con un simple ademán, me quitó las gafas, las plegó y las abandonó sobre la mesa. Volvió hacia mí un hermoso rostro en tonos pastel, obra de mi miopía impresionista, y dijo:
—Viólame.
Sencillamente. Yo no sabía muy bien cómo tomarme aquella orden. Si ella hubiera sonreído me habría echado a reír, pero no veía ninguna semiluna blanca partiendo sus borrosos rasgos. Musa estaba seria. La orden era seria. Yo estaba serio. Procedió a explicarme, entre jadeos intermitentes, que la experiencia con su padre la había traumatizado, y que eso era lo que más la excitaba, su fantasía predilecta: descubrir a un extraño en casa que saltara sobre ella, rasgara su ropa y la poseyera a la fuerza. ¿Te gustaría? Lo pensé un momento. No mucho, sólo un momento. Podríamos intentarlo, le dije, pero antes, ¿dónde está el servicio, por favor?
Me acompañó con aires de azafata por un pasillo de parqué morado y paredes verde quirófano, encendiendo incontables luces a nuestro paso. Estatuas como ladrones o rameras aguardaban en las esquinas, espejos ocultos ejercitaban la paranoia, líneas de colores rayaban el suelo. Escogimos tres bifurcaciones hasta llegar a nuestro destino. Musa pulsó los interruptores de un baño largo y cegador como un camerino y me abandonó allí.
La taza era plateada, ultramoderna. Muchas naves espaciales, pensé, no se avergonzarían de poseer aquel diseño. Tenía labrados en su interior, como un tatuaje, un globo terráqueo y una leyenda en letras de oro: «Ensuciamos nuestro planeta todos los días». Mientras orinaba, trataba de ordenar mis pensamientos. Pero ambas cosas me costaban cierto esfuerzo, me refiero a orinar y pensar: la erección disparaba el líquido hacia zonas equívocas, y había de ingeniármelas para encorvarme artísticamente y apuntar al hueco del retrete, justo en el centro de la Tierra. Por otra parte, la mayoría de mis ideas tampoco daba en la diana. Todo había sucedido demasiado rápido: Musa había pasado a ser ELLA, y ahora ELLA aguardaba en el comedor a ser violada mientras ÉL vaciaba su vejiga entre contorsiones sobre una reproducción en plata de nuestro mundo. No era así como yo había imaginado mi primer encuentro con la mujer del párrafo, claro. Pero concluí que la vida no era una de mis novelas, y no tenía por qué amoldarse a los límites de mi imaginación.
Antes de salir, saqué la libreta del bolsillo y escribí:
12. Musa Gabbler: perfecta
Porque era la única «palabra descriptiva» que en aquel momento se me ocurría. Ya pensaría en otras. Cuando encontré el camino de vuelta, tras varios intentos equívocos por pasillos con rayas de colores dibujadas en el suelo, sorprendí a Musa sentada en el diván rojo hojeando una revista de modas, las bellas piernas estiradas, los pies apoyados en la mesa hundiendo con los zapatos la superficie almohadillada. Al pronto pensé que había cambiado de opinión, pero entonces se incorporó y me tendió un papel fotocopiado.
—Por favor, léelo y sigue las instrucciones —dijo—. Si tienes alguna duda, pregúntame.
El original había sido mecanografiado. No era un texto muy largo.
Me da mucha vergüenza decirte esto, seas quien seas, por eso lo tengo escrito. Escóndete tras la cortina. Yo aguardaré un minuto, la descorreré, haré como que te descubro y gritaré. Entonces intentaré huir de ti. Tú no tengas piedad. Sujétame, rómpeme la ropa, golpéame, lo que quieras. No temas hacerme daño. No te muestres amable en ningún caso. Yo tampoco seré sumisa sino rebelde. Mi rebeldía y tu crueldad serán como el negror del tizón y la rojez del fuego: mientras más cruel, más rebelde, mientras más rebelde, más cruel. ¡Así, hasta que nuestro placer estalle y nos corramos como bestias entre una cacofonía de alaridos! ¿De acuerdo? ¡Pero no, no me respondas! No quiero que hables. Vete a la cortina y escóndete, por favor.
Recibe un saludo muy cordial.
Musa Gabbler Ochoa.
Cuando acabé la increíble lectura, Musa me preguntó si tenía alguna duda. No tenía ninguna. Hice lo que me pedía: me situé tras las cortinas de papel y esperé. El minotauro de Picasso, a la altura de mi cara, me miraba con ojos de animal compasivo.
Las cortinas se descorrieron.
Debo hacer un alto en este punto, lector. Lo que sucedió después me avergüenza de tal manera que apenas si encuentro fuerzas para proseguir. Me apresuro a aclarar que no creo ser mojigato ni nada parecido: no me preocupa la moral sino la inteligencia. Lo ocurrido en casa de Musa, justo hasta el momento de la revelación postrera, me hace pensar, cada vez que el recuerdo me asalta como una puñalada, que fui un rematado imbécil. Permíteme, pues, que continúe narrando (porque me he propuesto contarlo todo) en tercera persona. De esta forma, gracias a tan particular subterfugio literario, lograré distanciarme de la conducta de un Juan Cabo que, quizá por vez primera, me pareció indigno de ser yo mismo.
Al descorrerse las franjas de papel, Cabo se sintió el único actor de una obra cuyo texto había olvidado. Musa lanzó un grito horrísono y retrocedió. Bruscamente, un deseo poderoso, mamífero, tensó las entrañas de Cabo. Pero al arrojarse sobre ella golpeó con el vientre la maqueta del Teatro Real, provocando que el techo se abriera y surtiera a chorro la obertura de
Carmen. Su
víctima, aprovechando la oportunidad, huyó de la habitación. Cabo la siguió tambaleándose. Tac, tac, tac, tac. Los zapatos de ella dejaron de resonar por los pasillos. Sus gritos se deshilacharon a kilómetros de distancia. Pronto, nuestro héroe comprendió que la había perdido. Corredores y puertas, bifurcaciones y paredes, surgían al azar en cada esquina. Pero Cabo se fijó en las líneas de colores que surcaban el parqué, y, poseído por una idea repentina, se dedicó a estudiar sus recorridos: unas se desviaban por la primera bifurcación, otras por la segunda, el resto continuaba hacia el fondo. Pensó en la posibilidad de que se tratara de una especie de pista. Acaso Musa tenía la casa preparada para ese juego. Eligió la línea roja (quizá porque en aquel momento lo veía todo de ese color), fina como un hilo o como el subrayado de un texto, y la siguió, caminando encorvado para distinguirla. Dos pasillos más allá, la línea doblaba en dirección a una puerta cerrada. Todo era silencio. Cabo abrió la puerta de improviso. Vio un dormitorio. La cama era redonda y verdosa, como las paredes; el techo y el suelo, negros; los muebles y biombos, carmesíes. Musa se hallaba sentada en la cama, las manos en las rodillas, la falda replegada en la cintura, el torso jadeante. Al ver a Cabo, lanzó un nuevo alarido, dio un brinco (se había quitado los zapatos) y corrió hacia un rincón, apoyando la espalda contra la pared. Él se acercó, encorvado y resollando (en parte por fatiga, en parte por asustarla) y ella se llevó una mano a los pechos y otra al pubis y los amasó como pan tierno por encima del conjunto beige y revuelto. «¡No, no, atrás! —clamaba—. «¡No, por favor! ¡No, por favor!». (Él sospechó que la habitación estaba insonorizada.) Tras un instante de vacilación, Cabo flexionó las piernas, tomó impulso y dio un salto selvático. Musa se arqueó, golpeando con el hombro un espejo en forma de sol que colgaba de la pared, al tiempo que alzaba una rodilla y soltaba un aullido extrañamente realista. Cabo descubrió entonces que, al saltar, había aterrizado sobre uno de sus pies descalzos. Percatarse de aquella inefable torpeza extinguió su energía por completo, de cabo a rabo y de rabo a cabo. Y otro detalle: el suelo del dormitorio —ahora se fijaba— se hallaba decorado aquí y allá con huellas blancas de pies y líneas rojas y verdes, como los planos sobre los que aprenden a moverse los bailarines. En la esquina en que se encontraban ambos podían apreciarse dos pares de huellas enfrentadas: Musa pisaba, casi exacta, un par, pero las plantas de Cabo reposaban completamente fuera de las que, acaso, les correspondían. «Por eso la he pisado», pensó, y se movió para corregir el fallo. Al levantar de nuevo la vista, observó por casualidad el espejo que ella había golpeado.
Y sorprendió al hombre.
Se hallaba a su espalda, asomado tras uno de los biombos. Sostenía pluma y cuaderno y tomaba notas mientras contemplaba a la pareja. Su brazo derecho parecía sufrir una crisis epiléptica de inspiración. De sus labios colgaba un hilo de saliva. No se trataba de aquel a quien Cabo apodaba «Cara Fofa» sino de otro, no menos repugnante, sin embargo: de pelo blanco cortado a cepillo, mandíbula prominente y ojos diminutos y bestiales. Su mirada era una enciclopedia de la crueldad. Jamás (podemos asegurarlo) se había sentido Cabo más ridículo en toda su vida. Se volvió hacia el hombre, que, al darse cuenta de que había sido descubierto, desapareció tras el biombo. Cuando retornó a Musa, comprobó que ésta había interrumpido la actuación y lo observaba pálida y tranquila como un maniquí. Los ojos de Cabo, inundados, hicieron trizas el hermoso semblante de la chica.