Dafne desvanecida (12 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: Dafne desvanecida
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Atravesamos un amplio pasillo al aire libre flanqueado de tuberías y ventanas redondas como un transatlántico de lujo. Puertas de hangar permitían el acceso a la gigantesca sala, de techo cuajado de barras de metal y luces, como unos estudios de cine. El frescor y la sombra erizaban la piel; los focos hacían parpadear.

Pero la exhibición de libros era lo más increíble. Ni siquiera las hiperbólicas palabras de Salmerón habían preparado al público para aquel decorado.

Bajo la vigilancia del Ojo Escritor se extendía un gigantesco plano de la ciudad de Madrid. Ocupaba casi la mitad del suelo, más de 60 metros de largo de un extremo a otro. Encima de las calles, de los jardines dibujados, de las plazas y monumentos célebres, se hallaban los libros, encuadernados en tapas negras sin ilustraciones y reunidos en columnas o muros, como otra ciudad de ladrillos negros y páginas blancas alzada sobre la primera. Cada volumen se hallaba situado sobre el lugar que describía. Si éste era relativamente amplio o interesante, los libros se arracimaban como hormigas sobre una semilla pesada. Las carreteras perdidas, los extrarradios y las urbanizaciones residenciales contaban apenas con un ejemplar solitario en medio de un amplio vacío. Cordones de museo rodeaban aquel insólito espectáculo. Era una visión fascinante.

—Por supuesto, no están representadas todas las calles —explicaba un empleado de la editorial—. Tampoco todos los barrios. Hubiera sido imposible.

—Ése de ahí es mío. —Un individuo bajito con gafas gruesas señalaba un volumen disperso en la zona de Legazpi—. Doce horas viendo a la gente pasar y escribiendo mis impresiones… ¡Una jornada memorable!

—¿Y la fecha de las descripciones es siempre el 13 de abril? —pregunté.

El empleado de la editorial y el individuo bajito asintieron.

La noche de mi accidente. La noche en que comenzó todo para mí. Observaciones sobre lo sucedido en diversos puntos de la ciudad.

Una idea se abría paso en mi cerebro con obstinada violencia.

Me acerqué al cordón de seguridad y me asomé de puntillas. El plano era fácil de rastrear, de colores y contornos precisos. No tardé en localizar la pequeña calle cercana a Alcalá donde se hallaba el restaurante La Floresta Invisible. Mi corazón era un tambor de pesados mazos. Sí, allí estaba, y había un solo libro sobre ella…

—Perdone. —Me dirigí al empleado—. ¿Cómo puedo examinar uno de los libros de la colección? —Hombre, depende. Algunos los tenemos a disposición del público, en aquellos mostradores. —Indicó la otra mitad del salón, donde se aglomeraban azafatas y mesas—. Pero todos, lo que se dice todos, sólo en el mapa. ¿Qué ejemplar desea en concreto?

Lo señalé, pero el hombre no se enteraba. Mencioné entonces el nombre de la calle, y el tipo se alejó en dirección a los mostradores. Me quedé contemplando aquel punto negro y lejano, aquella isla en medio del oleaje de calles pintadas. ¿Quién sería el autor? Daba igual. Quienquiera que fuese, rezaba para que sus palabras no me traicionaran, para que derrotaran mi amnesia y constituyeran mi memoria perdida, mi solapa. «Una solapa, una solapa, mi reino por una solapa», pensé. Recordé entonces al individuo que hacía de Shakespeare y me pregunté por qué me parecía tan importante averiguar su identidad. Lo busqué en vano entre la muchedumbre.

El empleado regresó meneando la cabeza. Lo sentía mucho, aquel ejemplar no estaba en los mostradores.

—¿Y no sería posible cogerlo del mapa?

—Oh no, señor Cabo. Los libros del mapa están destinados sólo a exhibición. Pero no se preocupe: tendremos mucho gusto en enviarle uno a su domicilio.

Se lo agradecí; se alejó sonriente. Sin dudarlo un instante, alcé un pie, luego el otro, y atravesé la barrera acordonada.

«Es una locura —pensé—. Pero todo ha sido una locura desde que encontré ese párrafo en la libreta.»

Al principio mi timidez no puso objeciones: nadie se había percatado del delito. Comencé a avanzar hacia mi objetivo con la prudencia de un soldado en un campo de minas. La empresa se me antojaba muy semejante a desplazarme por el verdadero Madrid a determinadas horas: caminos bloqueados, densa lentitud, vacilaciones sobre la dirección a seguir… Las filas de libros edificaban un verdadero laberinto y yo debía elegir el mejor sendero para evitar tocarlos con el pie (lo que menos deseaba era ensuciarlos). Desde mi estratosférica altura distinguía nombres de autores y títulos, pero no tenía tiempo de saber qué zonas habían inmortalizado con sus plumas. Lo único que me importaba era no pisarlos.

No sé cuánto trecho recorrí hasta darme cuenta de que todo el mundo me observaba. Creo que me hallaba en Moncloa, o había alcanzado ya Princesa. Percibí entonces el novísimo silencio, la extinción de los ecos, el calor de las miradas que me oprimían sin tocarme. No quería alzar la vista, pero lo hice. Escritores verdaderos y falsos, dispuestos alrededor del cordón de seguridad, contemplaban mis evoluciones con el detenimiento y la seriedad de lápidas de cementerio. Hasta Homero se había puesto a observarme con ojos desmesurados, abandonando todo intento de fingir ceguera. Atrapado con un pie de puntillas sobre Callao y otro encajado en Princesa, erguido sobre los libros, yo no podía hacer otra cosa que sonreír, y mi mueca otorgó —creo— mayor ambigüedad a la aventura. Parte del público me devolvió la sonrisa, como si sospechara una inmensa broma. Incluso escuché débiles amagos de aplauso.

Finalmente llegué a la meta y extendí el brazo en medio de un silencio tal que me pareció que me sumergía en un lago.

El regreso resultó más fácil: había recuperado la seguridad en mí mismo. Cuando salté el cordón, el tiempo volvió a transcurrir. Avancé un poco cohibido, aferrando mi botín contra el pecho. Me sentía orgulloso de mí mismo. Por primera vez había conseguido hacer algo sin pensarlo previamente, siguiendo el impulso de mi corazón. Había logrado dejar de razonar por un instante. Y de inmediato me sentí feliz. Intranquilo, pero feliz.

Por supuesto, esperaba una reprimenda. Y allí estaban, aguardándome, dos empleados de la editorial y dos vigilantes de seguridad.

—Lo siento, señor Cabo. No puede llevarse un libro de la exhibición.

—No pretendo llevármelo. Simplemente voy a consultarlo.

—Pero…

—¡Juan!

El trueno había restallado a mi espalda. Salmerón, que había sido guiado hasta mi presencia, se erguía entre la luz y yo como un eclipse. Sus ojos temblaban de ceguera y alegría.

—¡Juan, hijo, qué bueno que hayas venido! Eres tú, ¿verdad? —Y extendió la manaza y tocó mi rostro con la punta de los dedos, como si tecleara sobre mí, o como si mi piel fuera un Braille que él pudiera descifrar. Su palma estaba fresca y olía a perfume de mujer. Mientras me tocaba decía—: Ah, mi Juan, mi Juan Cabo… Mi querido Juan Cabo… —Buscó mi hombro, se apoyó y empezamos a caminar juntos, abrazados. Los empleados se apartaron con una reverencia. La voz de Salmerón parecía surgir de su pecho (a la altura donde quedaba mi oído) —. Me han contado lo que acabas de hacer… No hay nada como pasar con éxito por encima de los libros de los demás para que la gente te admire, ¿eh, hijo? —Lanzó una risotada—. Confío en ti, ya sabes que confío mucho en ti… Te parecerá que has hecho una tontería: has cogido un libro de la exposición, y ya está. Pero es tu decisión lo que cuenta. El impulso. El arrojo. Te felicito.

No sabía por qué me decía todo aquello, pero de cualquier manera se lo agradecí. Me preguntó por mi salud.

—¿Sigues sin recordar nada? —inquirió. Y cuando respondí que así era—: Bueno, no desesperes… ¡Paciencia! Estas cosas suelen resolverse bien. Pero si notas algún cambio, no dejes de comunicármelo. Ya sabes cuánto me preocupo por ti. —Sonrió y me dio una última palmada. Pensé que su perturbadora presencia había servido, al menos, para que pudiera llevarme el libro sin problemas.

Me alejé con dificultad de la órbita salmeroniana y encontré un sitio tranquilo junto a las cabinas telefónicas, al fondo de la sala. En la portada del volumen sólo venía el nombre de la calle y el de la autora, que era Rosalía Guerrero, una anciana cuya celebridad provenía —así afirmaba la solapa— de las novelas de su popular detective Braulio Cauno. Rosalía vivía en un edificio frente a La Floresta Invisible, circunstancia que la editorial había aprovechado para encargarle la descripción de aquella calle. La coincidencia, pensé, no podía ser más afortunada.

El libro constaba de 50 páginas. Se dividía en dos partes que representaban las dos únicas horas cubiertas: de 8 a 9 y de 9 a 10 de la noche. Finalizaba, pues, a las 10 de la noche del 13 de abril (no a las 8 de la mañana siguiente, como las demás obras), y la editorial pedía disculpas por la ausencia del resto del texto, que —anunciaba— sería publicado «próximamente». Me angustiaba la posibilidad de que el acontecimiento que me interesaba hubiera sucedido después de las 10.

En La Floresta abrían a las 9, de modo que era absurdo leer la primera parte. Lo que había, si es que había algo, tenía que haber sucedido en la segunda. Me apoyé junto al teléfono, acerqué el libro a la luz de la cabina y comencé a leer. Las descripciones eran precisas. Sentí que mi corazón se aceleraba.

Guerrero hablaba de coches yendo y viniendo, de ventanas apagándose y encendiéndose, de gente que entraba y salía de los comercios. Tomé aliento y contuve la respiración.

Un hombre robusto, cabezón, con patillas blancas y unas gafas enormes, se desliza como una sombra hacia el interior de La Floresta Invisible.

La descripción parecía clara: tenía que ser Modesto Fárrago, que habría llegado a las 9 en punto. Reconocí después la llegada de Gaspar Parra («calvo y estirado») y del hombre de la cara fofa («complexión robusta y traje gris»). Entonces, en el siguiente párrafo:

Un taxi se detiene frente al restaurante. De él se baja una joven singular.

Interrumpí la lectura y cerré los ojos. Estaba tan nervioso que pensé que iba a desmayarme. Debe de referirse a Musa, razoné. Según su propia declaración, ella había llegado antes que yo. Sin embargo, cabía la posibilidad de que me hubiera mentido, o de que, simplemente, se hubiera equivocado al recordar. Reuniendo fuerzas, proseguí.

La noche y las farolas la dibujan un momento antes de entrar en el restaurante. Lleva un vestido negro muy breve que le desnuda la espalda. Sus largas piernas son de ensueño. Es una figura hermosa, irrepetible. Parece una modelo.

Lo es, sin duda. «Lo es, sin duda». Toda la ansiedad que había estado sintiendo hasta ese momento se desplomó a mis pies como una bandeja de cristales frágiles. La cara me ardía. Musa no me había engañado, por tanto: aquella noche había estado en La Floresta. Continué la lectura sin esperanza, cada vez más seguro de que ya había averiguado todo lo que necesitaba saber. Ocho páginas más allá llegaba yo. Rosalía apenas me dedicaba dos líneas.

Un Opel oscuro estaciona en la acera. Se baja un tipo bajito y barbudo, con gafitas, de aspecto ridículo. Entra en el restaurante.

La cabeza empezaba a dolerme. Mis ojos pugnaban por llorar. Devoré frases, descripciones del vecindario, una pelea callejera, un gato negro hurgando entre los cubos de basura, la calle vacía, nuevos clientes (una pareja de ancianos, una familia), un grupo de jóvenes cantando, el silencio y los coches, las 10 menos cuarto, las 10 menos 10, las 10 menos 5… Perdí la esperanza. El final se aproximaba.

Llegué a la última página sin poder apenas respirar. ¡Nadie ha leído con más ansiedad el final de un libro! Constaba de 10 líneas. Las 3 primeras se dedicaban a comentar el rugido de una moto que pasó a toda velocidad provocando los airados insultos de un probo transeúnte. Entonces, tras un punto y aparte, venían las 7 últimas líneas:

A las 10, otro Opel oscuro estaciona en la acera. Se baja una mujer. Lleva chaqueta negra y bolso. Su pelo castaño claro está recogido en un moño, como el de la chica alta que llegó hace más de media hora. Pero ésta no parece modelo. Antes de entrar en La Floresta se quita el abrigo. Su vestido negro ceñido al cuello le desnuda la espalda. Su figura es… Pero ya no la veo. Ha entrado muy rápido.

Así terminaba el libro de Rosalía Guerrero. Pero para mí comenzaba todo de nuevo. Había
dos mujeres.
Dos mujeres vestidas de forma similar: Musa y ELLA. Yo tenía razón. Grisardo tenía razón. Modesto tenía razón. Cerré el libro, descolgué el auricular del teléfono, introduje unas monedas y marqué un número. Cuando el contestador automático de las oficinas de Horacio Neirs me dejó hablar, dije:

—Señor Neirs: la literatura y yo teníamos razón.

Y me eché a llorar de pura felicidad.

X

Lo que escribió Rosalía Guerrero

H
oracio Neirs cogió el teléfono segundos después, y quedamos en vernos en el Parque Ferial aquella misma mañana de domingo. Fueron puntuales. Cuando salí, los divisé junto al aparcamiento: un poste alto y enjuto, un tocón bajo y robusto. El sol se reflejaba en el blanco pelo de Neirs y en los ojos claros de su ayudante. Ambos leyeron el último párrafo del libro de Rosalía Guerrero, y Neirs dijo:

—Este texto podría constituir una solapa fiable, pero debemos asegurarnos. Además, me sorprende que el resto de las observaciones no haya sido publicado. ¿Por qué motivo? Propongo que visitemos a la señora Guerrero. Quizá nos deje leer el manuscrito de las horas siguientes, y sepamos, al menos, cuándo salió esta mujer del restaurante y qué es lo que hizo después.

Me mostré de acuerdo. Neirs pidió que los acompañara, y nos dirigimos a un Audi negro y alargado cuyo interior era completamente blanco. Neirs condujo. El viaje transcurrió en silencio, entre destellos de coches, fragmentos de edificios y rayos de sol. Aproveché para sacar la libreta y apuntar el noveno «Suceso» de mi vida, que resumí así:

9. Búsqueda y laberinto.

Una imagen me asaltó de repente: la figura del individuo que hacía de Shakespeare en el Parque Ferial. Su rostro seguía recordándome a alguien conocido, pero no lograba etiquetarlo. La voz de Virgilio, que hablaba por primera vez aquella mañana, deshizo mi pensamiento:

—Ya llegamos.

Aparcamos frente a La Floresta Invisible. Neirs, que parecía saber con seguridad dónde vivía la escritora, apretó varias veces el timbre de un portero automático. Nadie contestaba. Al fin, un vecino nos permitió pasar. Penetramos en un vestíbulo oscuro y en la cabina verdosa de un ascensor.

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