Volantis cerraba las puertas al anochecer, y los guardias de la puerta norte se mostraban impacientes con los rezagados. Se pusieron en la cola detrás de un carro cargado de limas y naranjas. Los guardias dejaron pasar el carro, pero el corpulento ándalo con su caballo de guerra, su espada larga y su cota de malla mereció un segundo vistazo, así que llamaron a un capitán. Mientras este intercambiaba unas palabras en volantino con el caballero, un guardia se quitó el guantelete con forma de garra y frotó la cabeza de Tyrion.
—Rezumo buena suerte —le dijo el enano—. Tú libérame, amigo mío, y te aseguro que serás recompensado.
—Guárdate las mentiras para los que hablen tu idioma, Gnomo —le dijo su captor cuando los volantinos los dejaron pasar.
Habían reemprendido la marcha para cruzar la puerta y atravesar la impresionante muralla de la ciudad.
—Vos sí que habláis mi idioma. ¿Puedo conmoveros con promesas, o ya habéis decidido compraros un señorío con mi cabeza?
—Ya he sido señor, y por derecho de nacimiento. No me interesan los títulos vacíos.
—Pues es lo único que le vais a sacar a mi querida hermana.
—Anda, y yo que tenía entendido que un Lannister siempre paga sus deudas.
—Hasta la última moneda, no lo dudéis…, pero ni una más. Se os servirá la comida que negociasteis, pero no estará aderezada con gratitud y a la larga no os aprovechará.
—A lo mejor, lo único que quiero es que pagues por tus delitos. Aquel que mata a la sangre de su sangre queda maldito a ojos de los dioses y de los hombres.
—Los dioses están ciegos y los hombres ven lo que quieren.
—Yo te veo perfectamente, Gnomo. —La voz del caballero había adquirido de pronto un matiz oscuro—. He hecho cosas de las que no estoy orgulloso, cosas que sumieron en la ignominia mi casa y el apellido de mi padre… pero ¿matar al hombre que te engendró? ¿Cómo pudiste hacer semejante cosa?
—Dadme una ballesta, bajaos los calzones y os lo enseñaré. —«Y de muy buena gana.»
—¿Te parece que esto es una broma?
—La vida me parece una broma. La mía, la vuestra… La de todo el mundo.
Tras atravesar la muralla y entrar en la ciudad pasaron a caballo junto a casas gremiales, mercados y casas de baños. En el centro de amplias plazas, fuentes cantarinas salpicaban a los hombres que, sentados en torno a mesas de piedra, jugaban al
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al tiempo que bebían vino en copas altas, mientras los esclavos encendían los faroles ornamentados para mantener a raya la oscuridad. A lo largo de la calle empedrada crecían palmeras y cedros, y en cada intersección había un monumento. El enano advirtió que muchas estatuas carecían de cabeza, pero hasta esas resultaban imponentes a la luz violácea del ocaso.
A medida que el caballo se dirigía hacia el sur a lo largo del río, los comercios fueron haciéndose más pequeños y míseros, y los árboles que bordeaban la calle se convirtieron en una hilera de tocones. Bajo los cascos de su caballo, el empedrado dejó paso a la gramilla, y después, a un lodo blando y húmedo color caca de bebé. Los pequeños puentes que cruzaban los arroyuelos que discurrían hacia el Rhoyne crujían de manera alarmante bajo su peso. En el lugar donde otrora se alzaba un fuerte que dominaba el río no quedaba más que una puerta rota que se abría como una boca desdentada de anciano, mientras las cabras los miraban desde las almenas.
«Antigua Volantis, primogénita de Valyria —pensó el enano—. Orgullosa Volantis, soberana del Rhoyne y amante del mar del Verano, hogar de nobles señores y hermosas damas del más rancio linaje. —Mejor no pensar en las bandas de críos desnudos que pulularían por los callejones y gritaban con vocecita aguda, ni en los jaques apostados a las puertas de las tascas, siempre con la mano cerca del puño de la espada, ni en los esclavos encorvados con las mejillas tatuadas que corretearían de aquí para allá como cucarachas—. Poderosa Volantis, la más grande y populosa de las Nueve Ciudades Libres. —Las largas guerras habían despoblado buena parte de la ciudad, y amplias zonas de Volantis se estaban hundiendo en el lodo sobre el que se construyeron—. Hermosa Volantis, ciudad de fuentes y flores.» Pero la mitad de las fuentes se había secado y casi todos los estanques estaban agrietados o llenos de agua hedionda. Las enredaderas trepaban por cualquier grieta de los muros o la calzada, y en tiendas abandonadas y en los templos sin tejado habían arraigado árboles nuevos.
Además estaba el olor que pendía en el aire cálido y húmedo, un olor denso, penetrante, repulsivo.
«Con un toque de pescado, y de flores, y matices de estiércol de elefante. Algo dulzón, algo terreno, y algo muerto y podrido.»
—Esta ciudad huele a puta vieja —anunció Tyrion—. Como cuando una fulana sucia se remoja sus partes en perfume para disimular el hedor que tiene entre las piernas. No es que me queje, claro. En cuestión de putas, las jóvenes huelen mejor, pero las viejas se saben más trucos.
—De eso entiendes más que yo.
—Claro, claro. ¿Os acordáis del burdel donde nos conocimos? Seguro que entrasteis porque creíais que era un septo, ¿no? La que se contoneaba en vuestro regazo era vuestra hermana virgen, seguro.
—Contén la lengua o te la hago un nudo —replicó, malhumorado.
Tyrion se tragó la réplica. Aún tenía el labio hinchado de la última vez que se había pasado de la raya con el corpulento caballero.
«Las manos grandes y el humor pequeño hacen mala pareja. —Al menos eso había descubierto en el camino de Selhorys. Volvió a pensar en su bota, en las setas que guardaba en la punta. Su secuestrador no lo había registrado tan a fondo como habría debido—. Siempre me queda esa salida. Al menos, Cersei no me cogerá vivo.»
Más al sur reaparecían los indicios de prosperidad. No había tantos edificios abandonados; los niños desnudos desaparecieron y en las puertas se veían jaques de ropa más suntuosa. Hasta vieron posadas que parecían aptas para pasar una noche sin temor a amanecer con el cuello rajado. El camino del río estaba iluminado por faroles que colgaban de puntales de hierro y se mecían con el viento. Las calles eran más anchas, y los edificios, más imponentes, algunos incluso con cúpulas acristaladas. Anochecía, y los fuegos que ardían bajo ellas brillaban azules, rojos, verdes y violáceos. Pese a todo, en el aire flotaba algo que desasosegaba a Tyrion. Sabía que, al oeste del Rhoyne, los puertos de Volantis estaban llenos de marineros, esclavos y mercaderes, y las tabernas, posadas y burdeles los acogían. En cambio, al este del río no había apenas forasteros de allende los mares.
«Aquí no nos quieren», comprendió el enano.
La primera vez que pasaron junto a un elefante, Tyrion no pudo contenerse y se quedó mirándolo. Cuando era niño había un elefante en la casa de fieras de Lannisport, pero el animal murió cuando él tenía siete años, y además, aquel gigante gris era el doble de grande.
Más adelante les tocó ir tras un elefante de menor tamaño, blanco como un hueso viejo, que tiraba de un carromato ornamentado.
—¿Un carro de bueyes sigue siendo un carro de bueyes si no tiene bueyes? —preguntó a su secuestrador.
Su ingenio no obtuvo respuesta, de modo que volvió a refugiarse en el silencio para contemplar la grupa bamboleante del elefante blanco enano que los precedía.
Volantis estaba atestada de elefantes blancos enanos. A medida que se acercaban a la Muralla Negra y a los populosos barrios más cercanos al puente Largo vieron al menos una docena. Los grandes elefantes grises, aquellos gigantes con castillos en el lomo, también abundaban, y a la escasa luz del anochecer, los carros de estiércol y los esclavos semidesnudos que los llevaban ya estaban consagrados a su tarea de cargar los humeantes montones que habían dejado los elefantes grandes y pequeños. Enjambres de moscas seguían los carros, por lo que los esclavos del estiércol tenían moscas tatuadas en las mejillas para denotar su misión.
«He aquí una buena profesión para mi querida hermana —pensó Tyrion—. Estaría preciosa con una palita en las manos y moscas tatuadas en sus bellas mejillas sonrosadas.»
Por aquella zona tenían que avanzar con extremada lentitud. El tráfico era denso en el camino del río y casi todo se dirigía hacia el sur. El caballero se incorporó a la riada de viajeros, como un tronco atrapado por la corriente. Tyrion examinó a la muchedumbre: nueve de cada diez viandantes llevaban marcas de esclavitud en las mejillas.
—Cuántos esclavos. ¿Adónde van?
—Los sacerdotes rojos encienden las hogueras al anochecer. El Sumo Sacerdote va a hablar. Si pudiera evitarlo, no pasaríamos por el templo rojo, pero no hay otra manera de llegar al puente Largo.
Tres manzanas más adelante, la calle se ensanchaba para crear una gigantesca plaza iluminada por antorchas, y allí lo vio.
«Los Siete nos guarden, es tres veces más grande que el Gran Septo de Baelor.» El templo del Señor de Luz, una monstruosidad de columnas, peldaños, arbotantes, contrafuertes, cúpulas y torres, todo unido como si lo hubieran tallado en una única roca colosal, se alzaba como la Colina Alta de Aegon. Sus fachadas lucían un millar de tonos de rojo, amarillo, naranja y dorado, que se mezclaban y se fundían como nubes al anochecer. Sus esbeltas torres arañaban el cielo como llamaradas detenidas en el tiempo.
«Fuego hecho piedra.» A los lados de la escalinata del templo ardían hogueras gigantescas y, entre ellas, el Sumo Sacerdote había empezado a hablar.
«Benerro.» El sacerdote usaba de pedestal una ancha columna de piedra roja, unida por un esbelto puente de piedra a la terraza elevada donde aguardaban los sacerdotes de menor rango y los acólitos. Estos últimos iban ataviados con túnicas amarillo claro y naranja vivo, mientras que los sacerdotes y las sacerdotisas vestían de rojo. En la gran plaza que se extendía ante ellos no cabía ni un alfiler. Muchos fieles llevaban una tira de tela roja prendida en la manga o atada alrededor de la cabeza. Todos los ojos estaban clavados en el Sumo Sacerdote, excepto los de ellos dos.
—Abrid paso —gruñó el caballero mientras su caballo trataba de abrirse paso por la multitud.
Los volantinos lo dejaron pasar, pero con miradas resentidas y furiosas.
La voz estentórea de Benerro llenaba el lugar. Era alto y delgado, con el rostro demacrado y la piel blanca como la leche. Llamas tatuadas le cubrían las mejillas, la barbilla y la cabeza rapada, creando una llamativa máscara roja que crepitaba alrededor de los ojos y serpenteaba hacia abajo, alrededor de la boca sin labios.
—¿Es un tatuaje de esclavo? —quiso saber Tyrion.
—El templo rojo los compra de niños y los hace sacerdotes, guerreros o putas —convino el caballero—. Mira. —Señaló los peldaños, donde una hilera de hombres con armadura ornamentada y capa naranja montaban guardia ante las puertas del templo. Las lanzas que esgrimían tenían la punta en forma de llama—. La Mano de Fuego, los soldados sagrados del Señor de Luz, defensores del templo.
«Caballeros de fuego.»
—¿Cuántos dedos tiene esta mano?
—Un millar. Nunca más y nunca menos. Cada vez que se apaga una llama se enciende una nueva.
Benerro agitó un dedo en el aire, cerró el puño y extendió los brazos con las manos abiertas. Cuando alzó la voz, de los dedos salieron llamaradas que arrancaron gritos de la multitud. El sacerdote se las arregló incluso para dibujar letras de fuego en el aire.
«Glifos valyrios.» Tyrion reconocía uno o dos de cada diez. Uno significaba «maldición», y el otro, «oscuridad».
La multitud prorrumpió en gritos. Las mujeres lloraban y los hombres agitaban los puños en el aire.
«Esto me da mala espina. —El enano recordó el día en que Myrcella zarpó hacia Dorne y la turba que se aglomeró mientras volvían a la Fortaleza Roja. Haldon Mediomaestre había pensado en utilizar al sacerdote rojo para la causa de Grif el Joven, pero después de verlo en persona, a Tyrion no le parecía una idea muy sensata. Con un poco de suerte, Grif tendría más sentido común—. Hay aliados más peligrosos que los enemigos, pero lord Connington tendrá que resolver este enigma él solito. Yo no tardaré en ser una cabeza en la punta de una pica.»
El sacerdote señaló la Muralla Negra, que se alzaba tras el templo, y apuntó hacia las almenas, desde donde lo contemplaba un grupo de guardias protegidos con armaduras.
—¿Qué dice? —preguntó Tyrion al caballero.
—Que Daenerys está en peligro. El ojo oscuro ha caído sobre ella, y los lacayos de la noche traman su destrucción; rezan a sus falsos dioses en templos de engaños y conspiran para traicionarla con forasteros sin dios.
«El príncipe Aegon no encontrará muchos amigos aquí. —A Tyrion se le pusieron los pelos de punta. El sacerdote rojo pasó a hablar de una antigua profecía, la promesa de la llegada de un héroe que libraría al mundo de la oscuridad—. Un héroe, no dos. Daenerys tiene dragones, y Aegon, no. —No le hacía ninguna falta ser profeta para saber cómo reaccionarían Benerro y sus seguidores ante la aparición de un segundo Targaryen—. Grif también se dará cuenta, seguro», pensó, no sin dejar de sorprenderse de que le importase tanto.
El caballero había logrado abrirse camino por el gentío casi hasta el fondo de la plaza, ajeno a los insultos que les dedicaban a su paso. Un hombre se colocó justo ante ellos, pero el secuestrador echó mano de la espada y la desenvainó lo justo para enseñar un palmo de acero. El hombre desapareció al instante, y ante ellos se abrió un pasillo como por arte de magia. El caballero puso su montura al trote y salieron de la muchedumbre. Tyrion siguió oyendo un rato la voz de Benerro, cada vez más lejana a sus espaldas, y los repentinos rugidos atronadores que provocaban de vez en cuando sus palabras.
Llegaron a un establo, donde el caballero desmontó y a continuación aporreó la puerta hasta que acudió a toda prisa un esclavo demacrado con una cabeza de caballo tatuada en la mejilla. Bajaron al enano de la silla sin miramientos y lo ataron a un poste, y el secuestrador fue a despertar al dueño del establo para regatear el precio del caballo y la silla.
«Sale más a cuenta vender el caballo que llevárselo en barco al otro lado del mundo.» Tyrion vio un barco en su futuro inmediato. Tal vez sí que tuviera algo de profeta.
Tras la negociación, el caballero se echó al hombro las armas, el escudo y las alforjas, y preguntó por la herrería más cercana. También la encontraron cerrada, pero las puertas no tardaron en abrirse a los gritos del caballero. El herrero miró a Tyrion de reojo, asintió y aceptó un puñado de monedas.