Danza de dragones (64 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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A los lobos no les resultaría fácil, claro, porque no tenían barcos propios, y Asha nunca acercaba a la orilla más de la mitad de sus naves. La otra mitad permanecía a salvo en el mar, con órdenes de izar las velas y poner rumbo a Punta Dragón Marino si los norteños tomaban la playa.

—Hagen, toca ese cuerno y que tiemble el bosque. Tris, ponte una cota de malla; ya va siendo hora de que pruebes esa espada tan bonita. —Al ver lo pálido que se ponía, le pellizcó una mejilla—. Salpica la luna de sangre a mi lado y te prometo un beso por cada lobo que mates.

—Mi reina, aquí tenemos las murallas —dijo Tristifer—. Pero si llegamos al mar solo para encontrarnos con que los lobos se han apoderado de nuestras naves o las han puesto en fuga…

—… moriremos —concluyó Asha con tono alegre—, pero al menos moriremos con los pies mojados. Los hijos del hierro luchan mejor cuando huelen el mar y las olas suenan a sus espaldas.

Hagen sopló tres veces el cuerno en rápida sucesión: era la señal para que los hijos del hierro volvieran a sus barcos. Abajo se oyeron gritos, ruido de lanzas y espadas, y relinchos.

«Pocos caballos, pocos jinetes.» Asha se dirigió a la escalera. En el patio se encontró con Qarl la Doncella, que la esperaba con su yegua castaña, su yelmo de combate y sus hachas arrojadizas. Los hijos del hierro estaban sacando los caballos de los establos de Galbart Glover.

—¡Un ariete! —gritaron desde la muralla—. ¡Tienen un ariete!

—¿En qué puerta? —preguntó Asha al tiempo que montaba.

—¡En la norte!

Unas trompetas resonaron al otro lado de la muralla musgosa de Bosquespeso.

«¿Trompetas? ¿Lobos con trompeta?» Algo no encajaba, pero no tenía tiempo de analizarlo.

—Abrid la puerta sur —ordenó justo cuando la puerta norte empezaba a estremecerse bajo el impacto del ariete. Se sacó un hacha arrojadiza de mango corto del tahalí que llevaba cruzado al hombro—. La hora del búho ha pasado, hermanos. Ha llegado la hora de la lanza, la hora de la espada, la hora del hacha. ¡En formación! ¡Volvemos a casa!

Un centenar de gargantas gritaron: «¡A casa!» y «¡Asha!». Tris Botley galopó a lomos de un semental ruano para situarse junto a ella. En el patio, sus hombres formaron filas prietas con los escudos y las lanzas. Qarl la Doncella, que no montaba, ocupó su lugar entre Lenguamarga y Lorren Hachalarga. Hagen iba bajando por los peldaños de la atalaya cuando la flecha de un lobo lo alcanzó en la barriga y lo hizo caer de cabeza al patio. Su hija corrió hacia él entre alaridos.

—Traedla —ordenó Asha.

No había tiempo para el duelo. Rolfe el Enano subió a la chica pelirroja a su caballo, mientras la puerta norte gemía bajo las embestidas del ariete.

«Puede que tengamos que abrirnos camino entre ellos», pensó Asha cuando la puerta sur se abrió de par en par. El camino estaba despejado. ¿Cuánto duraría?

—¡Adelante! —ordenó, y clavó los talones en los flancos de la yegua.

Los caballos y la infantería iban ya al trote cuando llegaron a los árboles al otro lado del lodazal en que se había convertido el campo, donde los brotes muertos del invierno se pudrían bajo la luna. Asha ordenó a los jinetes que fueran en retaguardia para mantener en marcha a los rezagados y asegurarse de que nadie se quedaba atrás. Los rodeaban altos pinos soldado y robles viejos y nudosos; el nombre de Bosquespeso era muy adecuado. Los árboles eran gigantescos, oscuros, amenazadores en cierto modo, y sus ramas bajas se entrelazaban y crujían con cada soplo de viento, mientras que las más altas parecían arañar la faz de la luna.

«Cuanto antes nos vayamos de aquí, mejor me sentiré —pensó Asha— En lo más profundo de su corazón de madera, estos árboles nos detestan.»

Avanzaron hacia el sur y hacia el sudeste hasta que perdieron de vista las torres de madera de Bosquespeso y los árboles engulleron el sonido de las trompetas.

«Los lobos ya han recuperado su castillo —pensó—. A lo mejor se conforman con eso y nos dejan en paz.»

Tris Botley galopó para situarse junto a ella.

—Vamos en dirección incorrecta —dijo al tiempo que señalaba la luna a través del dosel de ramas—. Para ir hacia los barcos tendríamos que habernos desviado hacia el norte.

—Primero hacia el oeste —insistió Asha—. Hacia el oeste hasta que salga el sol, y luego hacia el norte. —Se volvió hacia Rolfe el Enano y Roggon Barbarroya, sus mejores jinetes—. Adelantaos y aseguraos de que el camino está despejado; no quiero sorpresas cuando lleguemos a la orilla. Si veis lobos, volved para avisarnos.

—Si no hay más remedio… —masculló Roggon a través de su frondosa barba rojiza.

Los exploradores se perdieron entre los árboles y los demás hijos del hierro reanudaron la marcha, pero iban muy despacio. Los árboles les ocultaban la luna y las estrellas, y el suelo que pisaban era negro y traicionero. No habían recorrido ni mil pasos cuando la yegua de su primo Quenton metió la pata delantera en un agujero y se la rompió. Quenton tuvo que rajarle el cuello para que cesaran sus relinchos.

—Tenemos que hacer antorchas —suplicó Tris.

—La luz atraerá a los norteños.

Asha maldijo y se preguntó si no habría cometido un error al salir del castillo.

«No. Si nos hubiéramos quedado para luchar, ya estaríamos todos muertos. —Pero avanzar a ciegas en la oscuridad tampoco servía de nada—. Estos árboles nos matarían si pudieran.» Se quitó el yelmo para echarse hacia atrás el pelo empapado de sudor.

—Dentro de pocas horas saldrá el sol. Pararemos aquí a descansar hasta que amanezca.

Parar resultó bastante fácil; no tanto descansar. Nadie pudo conciliar el sueño esa noche, ni siquera Dale Parpadopesado, un remero que tenía fama de echarse una siesta entre bogada y bogada. Unos cuantos hombres se sentaron a pasarse de mano en mano un odre de la sidra de Galbart Glover. Los que habían llevado provisiones las repartieron con los demás, y los jinetes dieron de comer y abrevaron a los caballos. Su primo Quenton Greyjoy apostó a tres hombres en las copas de los árboles para que dieran la voz de alarma si divisaban antorchas en el bosque. Cromm se dedicó a afilar el hacha, y Qarl la Doncella, la espada; los caballos pastaban la hierba muerta y los hierbajos de los alrededores. La pelirroja hija de Hagen agarró a Tris Botley por la mano para llevárselo entre los árboles, y cuando él la rechazó eligió a Harl Seisdedos en su lugar.

«¿Por qué no hago yo lo mismo? —Sería bonito perderse por última vez entre los brazos de Qarl; tenía un mal presagio. ¿Volvería a sentir la cubierta del
Viento Negro
bajo los pies? Y si la sentía, ¿adónde la llevaría?—. Las islas me están vetadas a menos que quiera ponerme de rodillas, abrirme de piernas y aguantar los abrazos de Erik, y ningún puerto de Poniente recibirá bien a la hija del kraken.» Podía dedicarse al comercio, como parecía querer Tris, o dirigirse a los Peldaños de Piedra para unirse a los piratas, o…

—Enviaros un trozo de príncipe a cada uno —murmuró.

—Prefiero un trozo de ti —sonrió Qarl— A ser posible, ese trocito tan tierno que está…

Un objeto salió volando de los árboles y cayó entre ellos con un sonido blando, pegajoso; rebotó y rodó unos palmos antes de detenerse entre las raíces de un roble. Era redondo, oscuro, húmedo, cubierto de pelo largo.

—Rolfe el Enano ya no es tan alto —comentó Lenguamarga.

La mitad de los hombres de Asha ya se había puesto en pie para recoger escudos, hachas y lanzas.

«Ellos tampoco han encendido antorchas, y conocen este bosque mucho mejor que nosotros —tuvo tiempo de pensar. De repente, los árboles estallaron a su alrededor y los norteños cayeron sobre ellos entre aullidos—. Lobos. Aúllan como putos lobos. Es el grito de guerra del norte.» Sus hijos del hierro respondieron con sus propios gritos, y comenzó la batalla.

Jamás existiría bardo capaz de componer una canción sobre aquella escaramuza; ningún maestre escribiría una crónica para los amados libros del Lector. No ondeó ningún estandarte; no sonó ningún cuerno de guerra; ningún gran señor convocó a sus hombres para dirigirles unas últimas palabras cargadas de emoción. Lucharon a la escasa luz previa al amanecer, sombra contra sombra, tropezando con rocas y raíces, sobre una alfombra de barro y hojas podridas. Los hijos del hierro llevaban cotas de malla y corazas descoloridas por el salitre; los norteños, pieles, cuero y ramas de pino. La luna y las estrellas presenciaron su enfrentamiento mientras los iluminaban con la débil luz que se filtraba por el entramado que los cubría.

El primer hombre que llegó hasta Asha murió a sus pies con el hacha arrojadiza entre los ojos. Aquello le dio un respiro, lo justo para ponerse el escudo.

—¡A mí! —gritó, pero ni ella misma sabía si estaba llamando a sus hombres o a sus enemigos.

Un norteño apareció ante ella y blandió un hacha con ambas manos al tiempo que aullaba su ira sin palabras. Asha levantó el escudo para bloquear el golpe y se le acercó para hundirle el puñal en las tripas. El aullido del hombre cambió de tono durante la caída. Asha dio media vuelta para enfrentarse a otro lobo qué la atacaba por la espalda y le lanzó un tajo bajo el yelmo. La estocada de su enemigo la acertó debajo del pecho, pero la cota de malla paró el golpe, de modo que le clavó el puñal en el cuello para que se ahogara en su propia sangre. Una mano la agarró por el pelo, pero lo llevaba tan corto que no pudo hacerle volver la cabeza, así que le descargó el talón en el empeine y se liberó cuando el otro gritó de dolor. Cuando se volvió, su enemigo ya estaba en el suelo, moribundo, todavía con un mechón de su pelo en la mano. Qarl estaba junto a él con la espada larga goteando sangre y la luz de la luna reflejada en los ojos.

Lenguamarga iba contando norteños en voz alta a medida que los mataba.

—¡Cuatro! —gritó mientras uno caía—. ¡Cinco! —un instante después.

Los caballos relinchaban y coceaban con los ojos muy abiertos, enloquecidos por la sangre y la carnicería; todos excepto el gran semental ruano de Tris Botley; Tris aún conseguía ir a caballo, y su animal giraba y se alzaba sobre los cuartos traseros mientras él lanzaba golpes de espada a diestro y siniestro.

«Me parece que voy a deberle algún beso más antes de que acabe la noche», pensó Asha.

—¡Siete! —anunció Lenguamarga, pero a su lado, Lorren Hachalarga se revolcaba con una pierna retorcida bajo el cuerpo, y las sombras seguían atacando entre aullidos.

«Luchamos contra la vegetación —se dijo Asha al tiempo que mataba a un hombre que llevaba más hojas que ningún árbol de los alrededores. La idea la hizo reír, y su carcajada atrajo a más lobos, a los que mató, y casi le entraron ganas de empezar a contarlos ella también—. Soy una mujer casada; este es mi retoño.» Clavó el puñal en el pecho de un norteño, a través de las pieles, la lana y el cuero endurecido. Sus rostros estaban tan cerca que le llegó el hedor de su aliento rancio, y la mano del hombre se había cerrado en torno a su cuello. Asha sintió como el hierro resbalaba contra el hueso cuando tropezó contra una costilla y pasó por debajo. El norteño se estremeció y murió. Cuando lo soltó se sentía tan débil que casi cayó sobre él.

Al cabo de un instante estaba con Qarl, espalda contra espalda, los dos rodeados de gruñidos y maldiciones, de hombres bizarros que se arrastraban por las sombras y llamaban a su madre entre sollozos. Un arbusto cargó contra ella con una lanza suficientemente larga para atravesarla y ensartar también a Qarl.

«Sería mejor que morir sola», pensó; pero su primo Quenton mató al lancero antes de que la alcanzara. Justo después, otro arbusto mató a Quenton de un hachazo en la nuca.

—¡Nueve, y malditos seáis todos! —gritó Lenguamarga tras ella.

La hija de Hagen salió desnuda de entre los árboles, con dos lobos pisándole los talones. Asha consiguió arrancar un hacha arrojadiza y alcanzó a uno por la espalda. Cuando cayó, la hija de Hagen se arrodilló junto a él, le cogió la espada, mató al segundo y se levantó de nuevo, llena de sangre y barro, con la larga cabellera roja suelta, dispuesta a entrar en combate.

En algún momento de la batalla, Asha había perdido de vista a Qarl, a Tris, a todos. También había perdido el puñal y todas las hachas arrojadizas, pero tenía en la mano una espada, una espada corta de hoja ancha, casi un machete. Ni bajo tortura habría sabido decir de dónde la había sacado. Le dolía el brazo; la boca le sabía a sangre; le temblaban las piernas, y haces de luz clara del amanecer se filtraban entre las ramas de los árboles.

«¿Tanto tiempo ha durado? ¿Cuánto llevamos luchando?»

Su último adversario había sido un norteño que luchaba con hacha, un gigantón calvo y barbudo con una cota de anillas oxidadas que denotaba su condición de jefe o cabecilla. No le hizo ninguna gracia ver que se enfrentaba a una mujer.

—¡Puta! —rugía con cada ataque; su saliva le salpicaba las mejillas—. ¡Puta! ¡Puta!

Asha también quería gritar, pero tenía la garganta tan seca que no le salían más que gruñidos. El hacha le estaba destrozando el escudo; agrietaba la madera al bajar y arrancaba largas astillas cuando la alzaba de nuevo. Pronto no le quedarían más que virutas en el brazo. Retrocedió, se deshizo de los restos del escudo, retrocedió unos pasos más y bailó a izquierda y derecha para esquivar los hachazos.

Y de pronto se encontró con la espalda contra un árbol; ya no podía bailar más. El lobo levantó el hacha por encima de su cabeza para partir en dos la de Asha, que trató de echarse hacia la derecha, pero tenía los pies atrapados en las raíces. Se retorció, perdió el equilibrio y el hacha le rozó la sien con un chirrido de acero contra acero. El mundo se tornó rojo, luego negro, luego rojo otra vez. El dolor le subió por la pierna como un rayo.

—Puto coño —oyó decir al norteño, muy lejos, mientras alzaba el hacha para asestar el golpe que acabaría con ella.

En aquel momento sonó una trompeta.

«No es posible —pensó—. En las estancias acuosas del Dios Ahogado no hay trompetas. Bajo las olas, las pescadillas aclaman a su señor haciendo sonar caracolas.»

Soñó con corazones rojos que ardían y con un venado negro de astas llameantes en un bosque dorado.

Tyrion

Cuando llegaron a Volantis, el cielo ya estaba amoratado por el oeste y negro por el este, y las estrellas empezaban a aparecer.

«Las mismas estrellas que en Poniente —reflexionó Tyrion Lannister. Eso lo habría reconfortado de no encontrarse atado como un pollo y amarrado a una silla de montar. Ya había dejado de debatirse; los nudos estaban demasiado apretados, de modo que optó por quedarse inerte como un saco de harina—. Así ahorro energía», pensó, aunque no habría sabido decir para qué.

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