Cosa que, por cierto, hacía casi todas las noches. Lord Ramsay quería una esposa bien limpia.
—La pobre no tiene doncellas —le había dicho a Theon—, así que tendrá que conformarse contigo, Hediondo. Estoy pensando en ponerte un vestido… —Se echó a reír—. Puede que te lo ponga, pero tendrás que suplicarme. Por ahora te conformarás con atenderla mientras se baña; no quiero que acabe oliendo igual que tú.
Así que, cada vez que Ramsay quería acostarse con su mujer, Theon tenía que pedir unas cuantas criadas a lady Walda o lady Austin e ir a buscar agua caliente a las cocinas. Arya no hablaba con ellas, pero era imposible que no le vieran las magulladuras.
«La culpa es suya; no lo ha complacido.»
—Solo tienes que ser Arya —le había explicado en cierta ocasión mientras la metía en el agua—. Lord Ramsay no quiere hacerte daño. Solo nos hace daño cuando…, cuando nos olvidamos. A mí no me ha cortado nunca sin motivo.
—Theon… —susurró, llorosa.
—Hediondo. —La agarró por el brazo y la sacudió—. Aquí soy Hediondo. Tienes que recordarlo, Arya. —Pero aquella chica no era una verdadera Stark, sino la mocosa de un mayordomo.
«Jeyne, se llama Jeyne. ¿Por qué espera de mí que la rescate? —Quizá Theon Greyjoy habría tratado de ayudarla, pero era un hijo del hierro, mucho más valiente que Hediondo—. Hediondo, Hediondo, rima con verriondo.»
Ramsay tenía un juguete nuevo para divertirse, un juguete con tetas y coño, pero las lágrimas de Jeyne no tardarían en saberle sosas y querría recuperar a su Hediondo.
«Me desollará poco a poco. Cuando acabe con los dedos seguirá con las manos, y luego, lo mismo en los pies. Pero no me los cortará hasta que se lo suplique, cuando me duela tanto que le ruegue un poco de alivio. —Para Hediondo no habría baños de agua caliente: volvería a revolcarse en la mierda y tenía prohibido lavarse. La ropa que llevaba se convertiría en harapos malolientes, que tendría que llevar hasta que se le pudrieran encima. Su máxima esperanza era que lo devolvieran a las perreras, para estar con las chicas de Ramsay—. Kyra —recordó—. A la perra nueva le ha puesto Kyra.»
Se llevó el cuenco al fondo del salón y se sentó en un banco vacío, apartado de la antorcha más cercana. De día o de noche, los bancos de los criados estaban como mínimo medio llenos de hombres que bebían, jugaban a los dados, charlaban o dormían vestidos en los rincones más tranquilos. Sus sargentos los despertaban a patadas cuando les llegaba el turno de arrebujarse de nuevo en sus capas para patrullar la muralla. Pero ni uno de los presentes deseaba la compañía de Theon Cambiacapas, y a él tampoco le entusiasmaba la de ellos.
Las gachas estaban grises y aguadas; apartó el cuenco a la tercera cucharada y las dejó para que se convirtieran en una pasta sólida. En la mesa contigua, unos hombres discutían sobre la tormenta y se hacían cábalas sobre cuánto duraría la nevada.
—Todo el día y toda la noche, y puede que más —insistió un arquero corpulento de barba negra con el hacha de los Cerwyn bordada en el pecho.
Los más ancianos hablaban de nevadas que habían vivido en los inviernos de su juventud, comparada con las cuales aquella no era nada. Los ribereños estaban horrorizados.
«A las espadas sureñas no les gustan la nieve ni el frío.» A medida que iban entrando en la estancia, los hombres se acuclillaban junto a las hogueras o se frotaban las manos sobre los braseros mientras sus capas chorreaban colgadas de los clavos, junto a la puerta. El aire estaba cargado y lleno de humo, y ya se había formado una costra en la superficie de las gachas cuando Theon oyó una voz femenina a su lado.
—Theon Greyjoy.
«Me llamo Hediondo», estuvo a punto de responder.
—¿Qué quieres?
Se sentó junto a él, en el banco, a horcajadas, y se apartó de los ojos un mechón indómito de pelo castaño rojizo.
—¿Por qué coméis a solas, mi señor? Venid, bailad con nosotros.
—Yo no bailo. —Clavó la vista en las gachas. El príncipe de Invernalia había sido muy buen bailarín, pero a Hediondo le faltaban dedos de los pies, y resultaría grotesco—. Déjame en paz. No tengo dinero.
—¿Me tomáis por una puta? —La mujer le dedicó una sonrisa taimada. Era una de las lavanderas del bardo, la alta y delgada, demasiado flaca y curtida para ser guapa, aunque, en los viejos tiempos, Theon se la habría tirado sin problemas solo para saber qué se sentía con aquellas piernas tan largas en torno a la cintura—. ¿Para qué quiero dinero? ¿Qué puedo comprar? ¿Nieve? —Se echó a reír—. Podríais pagarme con una sonrisa. No os he visto sonreír ni una vez, ni siquiera en el banquete nupcial de vuestra hermana.
—Lady Arya no es mi hermana ni lo ha sido nunca. —«Y yo no sonrío —podría haber añadido—. Ramsay detestaba mis sonrisas, así que me destrozó los dientes a martillazos y ahora casi no puedo ni comer.»
—Pero es una doncella muy hermosa.
«Nunca fui tan bella como Sansa, pero todos me decían que era agraciada.» Las palabras de Jeyne le retumbaron en la cabeza al ritmo de los tambores que tocaban otras dos chicas de Abel. Una tercera se había subido a una mesa con Walder Frey el Pequeño y lo estaba enseñando a bailar, entre las carcajadas de los presentes.
—Déjame en paz —replicó Theon.
—¿No soy del gusto de mi señor? Si lo preferís, le digo a Mirto que venga. O a Acebo, si es lo que queréis. Todos los hombres adoran a Acebo. Tampoco son mis hermanas, pero son encantadoras. —La mujer se le acercó más; le olía el aliento a vino—. Si no me queréis sonreír, al menos contadme cómo capturasteis Invernalia. Abel lo narrará en una canción y viviréis para siempre.»
—Como un traidor. Como Theon Cambiacapas.
—¿Por qué no como Theon el Astuto? Por lo que nos han dicho, fue una hazaña. ¿Cuántos hombres teníais? ¿Cien? ¿Cincuenta?
«Menos.»
—Fue una locura.
—Una locura gloriosa. Dicen que Stannis tiene cinco mil, pero según Abel, ni con cincuenta mil bastaría para derribar estos muros. ¿Cómo os las arreglasteis para entrar, mi señor? ¿Conocíais algún pasadizo secreto?
«Tenía cuerdas —pensó Theon—. Tenía arpeos. Tenía de mi parte la oscuridad y la sorpresa. El castillo apenas contaba con defensores y los cogí desprevenidos.» Pero no dijo nada. Si Abel componía una canción sobre él, Ramsay le perforaría los tímpanos para que no la oyera jamás.
—Podéis confiar en mí, mi señor. Abel confía en mí. —La lavandera puso una mano sobre la de Theon. Las llevaba enfundadas en guantes de lana y cuero; ella las tenía desnudas, bastas, con dedos largos y uñas mordidas hasta la raíz—. No me habéis preguntado mi nombre. Me llamo Serbal.
Theon se apartó bruscamente. Era una trampa; lo sabía.
«La envía Ramsay. Es otra de sus burlas, igual que la de Kyra y las llaves. Es una burla, sí. Quiere que intente escapar, y así podrá castigarme.» Le habría gustado darle un puñetazo, borrarle a golpes aquella sonrisa burlona. Quería besarla y follársela allí mismo sobre la mesa hasta que gritara su nombre. Pero sabía que no se atrevería a tocarla, ni por rabia ni por lujuria.
«Hediondo, Hediondo, me llamo Hediondo. No puedo olvidar mi nombre.» Se puso en pie como pudo y, sin añadir palabra, se dirigió cojeando hacia las puertas.
Fuera, la nieve seguía cayendo húmeda, pesada, silenciosa, y ya había empezado a cubrir las huellas de los hombres que entraban y salían. Los ventisqueros le llegaban casi a la altura de las botas.
«En el bosque de los Lobos será aún más espesa… y en el camino Real, donde sopla el viento, no habrá manera de huir de ella.» En el patio se estaba librando una batalla: los Ryswell atacaban a los niños de Fuerte Túmulo con bolas de nieve. Al alzar la vista divisó a unos escuderos que construían muñecos de nieve a lo largo de las almenas: los armaban con lanza y escudo, les ponían un yelmo de hierro y los colocaban ante la muralla interior como si fueran centinelas.
—Lord Invierno y sus tropas han llegado para combatir a nuestro lado —bromeó uno de los centinelas que montaban guardia ante la puerta… hasta que se volvió y vio con quién estaba hablando. Entonces, volvió la cabeza y escupió.
Más allá de las tiendas los corceles de los caballeros de Puerto Blanco y Los Gemelos tiritaban de frío. Ramsay había incendiado los establos al saquear Invernalia, así que su padre había construido otros nuevos, el doble de grandes, para dar cobijo a los caballos de batalla y palafrenes de sus señores vasallos y caballeros. Todos los demás caballos se encontraban atados con ronzales en los patios, y los mozos de cuadra, protegidos con capuchas, les echaban mantas por encima para protegerlos.
Theon se adentró más en las edificaciones más dañadas del castillo. Al sortear el camino, entre las piedras derrumbadas de lo que había sido la torre del maestre Luwin, los cuervos lo contemplaron desde un boquete del muro, al tiempo que murmuraban entre sí. De cuando en cuando, alguno lanzaba un graznido ronco. Se detuvo ante la puerta del dormitorio que fuera suyo, donde la nieve que entraba por la ventana destrozada le llegaba por los tobillos; visitó las ruinas de la forja de Mikken y del septo de lady Catelyn. Al pasar bajo la Torre Quemada se cruzó con Rickard Ryswell, que iba con la nariz pegada al cuello de otra de las lavanderas de Abel, la regordeta de las mejillas como manzanas y la nariz diminuta. La mujer iba descalza por la nieve y se arrebujaba en una capa de piel. Probablemente no llevara ropa debajo. Al verlo, dijo a Ryswell algo que le hizo soltar una carcajada.
Theon se alejó de ellos caminando con dificultad. Más allá de las caballerizas había unas escaleras que rara vez se utilizaban, y hacia allí encaminó sus pasos. Los peldaños eran empinados y traicioneros. Subió con suma cautela hasta llegar a las almenas de la muralla interior, muy lejos de los escuderos y sus muñecos de nieve. No le habían dado permiso para rondar por el castillo, pero tampoco se lo habían prohibido, así que, si no pasaba de la muralla, podía ir adonde quisiera.
La muralla interior de Invernalia era la más alta y antigua; sus galerías almenadas se alzaban a más de cincuenta varas de altura, y había un torreón cuadrado en cada esquina. La muralla exterior, construida muchos siglos más tarde, era diez varas más baja, pero también más gruesa, y estaba mejor conservada, con torreones octogonales en lugar de cuadrados. Entre las dos murallas estaba el foso, ancho, profundo… y congelado. Los ventisqueros avanzaban ya por su superficie lisa, y la nieve se amontonaba también sobre las almenas, ocupaba los espacios intermedios y cubría la cúspide de las torres con un manto blanco.
Más allá de las murallas, hasta donde alcanzaba la vista, el mundo se estaba volviendo blanco. Los bosques, los campos, el camino Real… Todo estaba cubierto con un suave manto de nieve, que había enterrado los restos de Las Inviernas y los muros ennegrecidos que habían dejado los hombres de Ramsay al prender fuego a las casas.
«La nieve oculta las heridas que ha infligido Nieve.» No, no era cierto. Ramsay era un Bolton, no un Nieve; un Nieve, jamás.
Más allá, el camino Real había desaparecido, perdido entre prados y colinas convertidos en un vasto espacio blanco. Y la nieve no dejaba de caer silenciosa del cielo, sin que ningún viento la agitara.
«Ahí fuera, en alguna parte, Stannis Baratheon se está congelando. —¿Tendría intención de asaltar Invernalia?—. Si es así, está perdido.» El castillo era demasiado fuerte; hasta con el foso congelado, las defensas de Invernalia seguían siendo abrumadoras. Theon lo había capturado por sorpresa, porque envió a sus mejores hombres a escalar los muros y cruzar el foso a nado bajo el manto de la oscuridad. Los defensores no supieron que los estaban atacando hasta que ya era demasiado tarde. Stannis no podría utilizar ningún subterfugio semejante.
Tal vez optara por aislar el castillo del mundo exterior y rendir por hambre a sus defensores. Los almacenes y bodegas de Invernalia estaban vacíos. Bolton y sus amigos los Frey habían cruzado el Cuello con una larga caravana de suministros; lady Dustin había llevado alimentos y forraje de Fuerte Túmulo, y lord Manderly también había llegado de Puerto Blanco bien aprovisionado… Pero el ejército era muy numeroso: había muchas bocas que alimentar y las reservas no iban a durar demasiado.
«Pero lord Stannis y sus hombres también tendrán hambre. Y frío, y estarán cansados, no en condiciones de luchar… Pero estarán desesperados por entrar en el castillo para escapar de la tormenta.»
La nieve caía también en el bosque de dioses, pero allí se derretía al tocar el suelo. Bajo los árboles cubiertos por una capa blanca, la tierra se había transformado en lodo. Los tentáculos de bruma pendían del aire como jirones de tejido espectral.
«¿Por qué he venido aquí? Estos no son mis dioses. Este no es mi lugar.» El árbol corazón se alzaba ante él como un gigante blanquecino, con un rostro tallado y hojas que parecían manos ensangrentadas.
Una fina película de hielo cubría la superficie del estanque, al pie del arciano. Theon se dejó caer de rodillas ante él.
—Por favor —susurró entre los dientes rotos—. Yo no quería… —Las palabras se le atragantaron—. Sálvame —consiguió decir al final—. Concédeme…
«¿Qué? ¿Fuerza? ¿Valor? ¿Misericordia? —La nieve caía a su alrededor, pálida y silenciosa, sin darle ninguna respuesta. El único sonido que se oía era un sollozo lejano, quedo—. ¿Jeyne? Es ella, que llora en su lecho nupcial. ¿Quién si no? —Los dioses no lloraban—. ¿O sí?»
Era un sonido tan triste que no pudo soportarlo. Se agarró a una rama para incorporarse, se sacudió la nieve de las piernas y volvió hacia las luces, cojeando.
«En Invernalia hay fantasmas, y yo soy uno de ellos.»
Cuando Theon Greyjoy volvió al patio había más muñecos de nieve. Los escuderos habían creado una docena de señores de nieve para que dieran órdenes a los centinelas de los muros. Uno era obviamente lord Manderly, y Theon no había visto jamás un muñeco de nieve tan gordo. El manco solo podía ser Harwood Stout, y la señora, Barbrey Dustin. El que estaba más cerca de la puerta, con una barba de carámbanos, debía de ser el viejo Umber Mataputas.
Dentro, los cocineros estaban sirviendo con sus cucharones un potaje de carne, cebada, zanahoria y cebolla en cuencos hechos con las hogazas duras del día anterior. Los restos los tiraban al suelo para que los devoraran las chicas de Ramsay y los otros perros.
Las chicas se alegraron de verlo. Lo reconocían por el olor. Jeyne la Roja saltó a lamerle la mano, y Helicent se metió debajo de la mesa y se acurrucó a sus pies para mordisquear un hueso. Eran buenas perras, tanto que a veces costaba recordar que cada una llevaba el nombre de una chica a la que Ramsay había cazado y matado.