—¿Llevas suficiente comida?
—Pan duro, queso, tortas de avena, carne, bacalao, cordero en salazón y un pellejo de vino dulce para quitarme toda esa sal de la boca. No moriré de hambre.
—Entonces, es hora de partir.
—Tienes mi palabra, Jon Nieve: volveré con Tormund o sin él. —Val echó un vistazo al cielo. La luna estaba creciente—. Esperadme para la próxima luna llena.
—Bien.
«No me falles, o Stannis me cortará la cabeza. —Stannis le había hecho prometer que vigilaría de cerca a la princesa, y Jon había accedido—. Pero Val no es ninguna princesa; se lo he dicho millones de veces. —Era una excusa muy endeble, apenas una venda sobre su maltrecha promesa. Su padre no lo habría aprobado jamás—. Soy la espada que vigila los reinos de los hombres —se recordó—, y eso tiene que valer más que el honor de un solo hombre.»
El camino que atravesaba el Muro era oscuro y gélido como el vientre de un dragón de hielo, y retorcido como una serpiente. Edd el Penas los guio por él con una antorcha en la mano. Mully custodiaba las llaves de las tres puertas, donde unas barras de hierro negro del grosor de un brazo cerraban el pasadizo. Los lanceros que guardaban las puertas inclinaron la cabeza al paso de Jon Nieve, pero observaron sin disimulo a Val y a su caballo.
Tras cruzar una gruesa puerta de madera verde recién cortada, emergieron al norte del Muro. La princesa de los salvajes se detuvo un momento para observar el terreno cubierto de nieve donde el rey Stannis había ganado la batalla. Más allá la esperaba el bosque Encantado, oscuro y silencioso. La luz de la luna convertía el pelo color miel de Val en plata clara y le teñía las mejillas del blanco de la nieve. Respiró profundamente.
—El aire está dulce.
—Tengo la lengua demasiado entumecida. Solo me sabe a frío.
—¿Frío? —respondió Val con una risa suave—. No: cuando haga frío dolerá hasta respirar. Cuando se acerquen los Otros… —Era una idea inquietante. Seis de los exploradores que había enviado Jon seguían desaparecidos.
«Aún es pronto. Aún pueden volver. —Pero una parte de él insistía—: Están muertos, todos ellos. Los enviaste a la muerte, y ahora haces lo mismo con Val.»
—Cuéntale a Tormund lo que te he dicho.
—Tal vez no escuche tus palabras, pero las oirá. —Val le dio un beso rápido en la mejilla—. Tienes mi gratitud, lord Nieve. Por el caballo tuerto, por el bacalao en salazón, por el aire libre. Por la esperanza.
Sus alientos se mezclaron en una neblina blanca. Jon Nieve retrocedió.
—Lo único que quiero como muestra de gratitud es…
—… a Tormund Matagigantes. Sí. —Val se caló la capucha de la piel de oso, de piel parda salpicada de gris—. Una pregunta antes de irme. ¿Fuiste tú quien mató a Jarl?
—El Muro mató a Jarl.
—Eso había oído, pero tenía que asegurarme.
—Tienes mi palabra. Yo no lo maté. —«Aunque lo habría matado si las cosas hubieran ido de otro modo.»
—Entonces, esto es un adiós —dijo Val, casi juguetona. Jon Nieve no estaba de humor.
«Hace demasiado frío y está demasiado oscuro para juegos, y se está haciendo tarde.»
—Solo por ahora. Volverás, aunque solo sea por el niño.
—¿El hijo de Craster? —Val se encogió de hombros—. No es de mi sangre.
—Te he oído cantarle.
—Cantaba para mí. ¿Qué culpa tengo de que me escuche? —Una débil sonrisa asomó a sus labios—. Lo hace reír. Oh, de acuerdo, es un monstruito de lo más encantador.
—¿Monstruito?
—Se llama Monstruo. Tenía que ponerle algún nombre. Asegúrate de que esté a salvo y caliente. Hazlo por su madre y por mí. Y mantenlo lejos de la mujer roja. Sabe quién es. Ve cosas en sus fuegos.
«Arya», pensó Jon esperanzado.
—Solo brasas y cenizas.
—Reyes y dragones.
«Otra vez los dragones.» Durante un momento, Jon casi pudo verlos serpentear en la noche, con las alas oscuras recortadas contra un mar en llamas.
—Si lo hubiera sabido, nos lo habría quitado. Al hijo de Dalla, no a tu Monstruo. Una palabra al oído del rey, y habría sido su final. —«Y el mío. Stannis lo habría considerado traición»—. Si lo sabía, ¿por qué no hizo nada?
—Porque no le convenía. El fuego es caprichoso. Nadie sabe qué derrotero tomarán las llamas. —Val subió un pie al estribo, se encaramó al caballo y lo miró desde la silla—. ¿Recuerdas lo que te dijo mi hermana?
—Sí. —«No hay manera segura de agarrar una espada sin empuñadura.» Pero Melisandre había estado más acertada: hasta una espada sin puño era mejor que las manos vacías cuando se está rodeado de enemigos.
—Bien. —Val giró el caballo hacia el norte—. Hasta la próxima luna llena, entonces. —Jon vio como se alejaba, al tiempo que se preguntaba si volvería a verla. «No soy ninguna dama sureña —la oyó decir—, sino una mujer del pueblo libre.»
—Me da igual lo que diga —musitó Edd el Penas mientras Val desaparecía tras una hilera de pinos soldado—. El aire está tan frío que ya duele respirar. Pararía, pero eso dolería más. —Se frotó las manos—. Esto va a acabar mal.
—Siempre dices lo mismo.
—Sí, mi señor. Y suelo tener razón.
—¿Mi señor? —intervino Mully—. Los hombres dicen que dejar suelta a la princesa de los salvajes… me convierte en medio salvaje, en un cambiacapas que pretende vender el reino a nuestros saqueadores, y a caníbales y gigantes. —Jon no necesitaba mirar ningún fuego para saber qué decían de él. Lo peor era que no estaban del todo equivocados—. Las palabras se las lleva el viento, y el viento sopla siempre contra el Muro. Vamos.
Aún era de noche cuando Jon volvió a sus habitaciones, tras la armería. Se fijó en que Fantasma no había regresado.
«Sigue de caza. —Últimamente, el gran huargo blanco pasaba más tiempo fuera que dentro, y cada vez iba más lejos en busca de presas. Los hombres de la Guardia y los salvajes de Villa Topo habían barrido los campos y colinas cercanos al Castillo Negro, y quedaba poco que cazar—. Se acerca el invierno, y cada vez más deprisa.» Se preguntó si volverían a ver una primavera.
Edd el Penas fue a las cocinas y regresó enseguida con un cuenco de cerveza negra y una bandeja cubierta. Bajo la tapa había tres huevos de pato fritos que flotaban en grasa, una loncha de panceta, dos salchichas, una morcilla, y media hogaza recién salida del horno. Se comió el pan y medio huevo. También se habría comido la panceta, pero el cuervo se hizo con ella antes de que tuviera ocasión.
—Ladrón —musitó mientras el pájaro volaba hasta el dintel de la puerta para devorar su botín.
—Ladrón —reconoció el cuervo.
Jon mordió una salchicha. Estaba quitándose el sabor de la boca con un trago de cerveza cuando Edd volvió para decirle que Bowen Marsh lo esperaba fuera.
—Y también Othell y el septón Cellador —añadió.
«Qué rapidez.» Se preguntó quién andaría contando chismes. O quiénes.
—Que pasen.
—De acuerdo, mi señor. Yo vigilaría las salchichas de cerca; tienen pinta de estar hambrientos.
No era la palabra que Jon habría escogido. El septón Cellador estaba desconcertado y soñoliento, con aspecto de necesitar urgentemente una copa para sacudirse la resaca, y Othell Yarwick, el capitán de los constructores, parecía haber comido algo que no acababa de digerir. Bowen Marsh estaba furioso. Jon se lo notaba en los ojos, en la rigidez de la boca, en la congestión de las mejillas redondeadas.
«Ese rojo no es del frío.»
—Sentaos, por favor. ¿Puedo ofreceros algo de comer, o alguna bebida?
—Hemos desayunado en la sala común —dijo Marsh.
—Yo comería algo más. Gracias por el ofrecimiento —intervino Yarwyck mientras se dejaba caer en una silla.
—¿Tal vez un poco de vino? —preguntó el septón Cellador.
—Maíz —gritó el cuervo desde el dintel—. Maíz, maíz.
—Vino para el septón y un plato para nuestro capitán de los constructores —pidió a Edd el Penas—. Para el pájaro, nada. El motivo de esta reunión es Val —dijo dirigiéndose a sus invitados.
—También hay otros asuntos —dijo Bowen Marsh—. Los hombres están preocupados, mi señor.
«¿Y quién te ha nombrado portavoz?»
—Yo también. Othell ¿cómo va el trabajo en el Fuerte de la Noche? Me ha llegado una carta de ser Axell Florent, que dice ser la mano de la reina. Dice que la reina Selyse no está satisfecha con su residencia en Guardiaoriente del Mar y desea regresar al nuevo asentamiento de su esposo cuanto antes. ¿Lo ves viable?
—Hemos restaurado la mayor parte del fuerte, y la cocina ya tiene techo. —Yarwyck se encogió de hombros—. Evidentemente, necesitará comida, muebles y leña, pero se puede usar. Lo cierto es que en Guardiaoriente no hay muchas comodidades y queda bastante lejos de los barcos, en caso de que su alteza desee abandonarnos, pero… Sí, podría vivir allí, aunque ese sitio tardará años en parecer un castillo decente. Acabaríamos antes si hubiera más constructores.
—Puedo ofrecerte un gigante.
—¿El monstruo del patio? —intervino Othell, repentinamente despejado.
—Dice Pieles que se llama Wun Weg Wun Dar Wun. Ya, es demasiado enrevesado. Pieles lo llama Wun Wun, y parece que con eso basta. —Wun Wun se parecía muy poco a los gigantes de los cuentos de la Vieja Tata, criaturas salvajes que echaban sangre a las gachas del desayuno y devoraban toros enteros con pelo, piel y cuernos. Aquel gigante no probaba la carne, aunque cuando le daban una cesta de raíces parecía un monstruo por la forma en que trituraba cebollas enteras y hasta colinabos crudos entre sus enormes muelas cuadradas—. Es un trabajador abnegado, aunque no siempre es fácil hacerse entender. Habla algo parecido a la antigua lengua, pero no tiene ni idea de la común. Sin embargo, es incansable y tiene una fuerza prodigiosa. Sería capaz de hacer el trabajo de doce hombres.
—Mi… Mi señor, los hombres no… Se dice que los gigantes comen carne humana… No, mi señor, gracias, pero no tengo suficientes hombres para vigilar a semejante criatura…
—Como quieras. —Jon no estaba sorprendido—. Nos lo quedamos aquí. —A decir verdad, era reacio a separarse de Wun Wun. «No sabes nada, Jon Nieve», diría Ygritte, pero Jon hablaba con el gigante siempre que se le presentaba la ocasión, a través de Pieles o de la gente del pueblo libre que habían recogido en el bosque, y estaba aprendiendo mucho sobre su pueblo y su historia. Lo único que echaba en falta era que Sam estuviese allí para documentarlo.
Aquello no significaba que estuviera ciego ante el peligro que representaba Wun Wun. Cuando lo amenazaban respondía de manera violenta, y aquellas manazas eran bastante fuertes para partir un hombre por la mitad. A Jon le recordaba a Hodor.
«Es el doble de grande que Hodor, el doble de fuerte y la mitad de listo. Hasta al septón Cellador se le pasaría la borrachera ante algo así. Pero si Tormund tiene gigantes, Wun Weg Wun Dar Wun puede ayudarnos a tratar con ellos.»
El cuervo de Mormont musitó su malestar cuando la puerta se abrió bajo él, lo que anunciaba la llegada de Edd el Penas con una jarra de vino y un plato de huevos con salchichas. Bowen Marsh esperó con manifiesta impaciencia a que Edd acabara de servirle y retomó la conversación en cuanto hubo salido.
—Tollett es un buen hombre, es muy apreciado, y Férreo Emmett ha sido un magnífico maestro de armas. Sin embargo, corre el rumor de que los enviáis fuera.
—Necesitamos buenos hombres en Túmulo Largo.
—Los hombres han empezado a llamarlo el Agujero de las Putas —dijo Marsh—, pero, sea como sea, ¿es cierto que pensáis cambiar a Emmett por el bruto de Pieles como maestro de armas? Es costumbre reservar ese cargo a caballeros, o al menos a exploradores.
—Pieles es un bruto —aceptó Jon con suavidad—, doy fe. Lo he puesto a prueba en el patio. Es tan temible con un hacha de piedra como cualquier caballero con una espada de acero forjado en castillo. Reconozco que no es tan paciente como me gustaría, y algunos chicos lo temen… Pero eso no tiene por qué ser malo. Algún día se verán envueltos en una pelea de verdad y les resultará útil estar familiarizados con el miedo.
—Es un salvaje.
—Lo era hasta que pronunció sus votos. Ahora es nuestro hermano, y puede enseñar a los muchachos algo más que el arte de la espada. No les vendrá mal aprender un poco de la antigua lengua y ciertas costumbres del pueblo libre.
—Libre —musitó el cuervo—. Maíz. Rey.
—Los hombres no confían en él.
«¿Qué hombres? —quiso preguntar Jon—. ¿Cuántos?» Pero aquello lo llevaría por un camino que no quería seguir.
—Siento oír eso. ¿Queríais decirme algo más?
—Ese chico, Seda… También se rumorea que planeáis convertirlo en vuestro mayordomo y escudero, en lugar de Tollett —dijo el septón Cellador—. Mi señor, ese chico se prostituía, era… un… Casi no me atrevo a decirlo. Era un catamita maquillado de los burdeles de Antigua.
«Y tú eres un borracho.»
—Qué fuera en Antigua no es asunto nuestro. Aprende rápido y es muy listo. Al principio, los otros reclutas lo despreciaban, pero acabó ganándoselos y se hizo amigo de todos. Es valeroso en el combate e incluso sabe leer y escribir, más o menos. Yo creo que será capaz de traerme la comida y ensillar mi caballo, ¿a ti qué te parece?
—Puede —respondió Bowen Marsh, con el rostro pétreo—, pero a los hombres no les gusta. Por tradición, el mayordomo del lord comandante es un muchacho de buena familia adiestrado para el mando. ¿Mi señor cree que la Guardia de la Noche seguirá a un catamita en la batalla?
—Han seguido a hombres peores. —Jon perdió los estribos—. El Viejo Oso dejó a su sucesor unas cuantas notas de advertencia sobre ciertos hermanos. En la Torre Sombría tenemos un cocinero que se dedicaba a violar septas. Se marcaba al fuego una estrella de siete puntas por cada víctima. Tiene el brazo izquierdo lleno de estrellas, desde la muñeca hasta el codo, y también tiene varias en las pantorrillas. En Guardiaoriente tenemos un hombre que prendió fuego a la casa de su padre y atrancó la puerta. Los nueve miembros de su familia murieron abrasados. Da igual qué hiciera Seda en Antigua: ahora es nuestro hermano y será mi escudero.
El septón Cellador se sirvió más vino. Othell Yarwyck clavó el puñal en una salchicha. Bowen Marsh permaneció inmóvil, con el rostro encendido.
—Maíz, maíz, matar —dijo el cuervo mientras agitaba las alas.
—Estoy seguro de que su señoría sabe lo que se hace —dijo el lord mayordomo tras carraspear—, pero ¿qué podéis decir de los cadáveres de las celdas de hielo? Inquietan a los hombres. Y ¿por qué los tenéis vigilados? Es desperdiciar a dos buenos hombres, a no ser que temáis…