—¡No estoy muerto! —protestó el joven, enrojeciendo.
—¿Cómo que no? Mi señor padre envolvió vuestro cadáver en una capa carmesí y os depositó junto a vuestra hermana al pie del Trono de Hierro, a modo de obsequio para el nuevo rey. Los que tuvieron el valor de levantar la capa dijeron más adelante que os faltaba media cabeza.
El muchacho dio un paso atrás, confuso.
—¿Vuestro señor…?
—… padre. Sí. Tywin de la casa Lannister. No sé si habéis oído hablar de él.
—¿Lannister? Vuestro padre…
—… ha muerto. Por mi mano. Así que, si vuestra alteza así lo desea, podéis llamarme Yollo o Hugor, pero sabed que nací Tyrion de la casa Lannister, hijo legítimo de Tywin y Joanna, ambos muertos por obra mía, dicho sea de paso. Todo el mundo os dirá que soy un parricida, un Matarreyes y un mentiroso, y es verdad… Pero claro, somos un grupito de mentirosos, ¿no es así? Vuestro presunto padre, por ejemplo. Grif, ¿eh? —El enano soltó una risita—. Dad gracias a los dioses de que Varys la Araña forme parte de la trama; a ese portento sin polla no lo habríais engañado ni por asomo. «No soy ningún señor —dice su señoría—, no soy ningún caballero.» Vale, y yo no soy ningún enano. No basta con decir algo para que sea cierto. ¿Quién mejor para educar al hijito del príncipe Rhaegar que el mejor amigo del príncipe Rhaegar, Jon Connington, otrora señor de Nido del Grifo y mano del rey?
—Callaos. —La voz de Grif era insegura.
A babor apareció una enorme mano de piedra bajo la superficie. Asomaban dos dedos.
«¿Cuántos de estos habrá? —se preguntó Tyrion. Una gota de sudor frío le corrió por la espalda y lo hizo estremecer. Los Pesares los acompañaban. Al escudriñar la niebla vio un chapitel derruido, un héroe sin cabeza, un viejo árbol caído con las raíces asomando por la cúpula y las ventanas de unas ruinas—. ¿Cómo es que todo esto me resulta tan familiar? —Ante ellos, una escalera de caracol de mármol rosa salía de las aguas oscuras formando una elegante espiral que se interrumpía bruscamente a cuatro varas por encima de ellos—. No. Es imposible.»
—Ahí delante —susurró Lemore con voz trémula—. Una luz.
Todos miraron. Todos lo vieron.
—La
Rey Pescador
—dijo Grif—. O bien otra barcaza de ese estilo. —Volvió a desenvainar la espada.
Nadie pronunció palabra. La
Doncella Tímida
se dejó llevar por la corriente. Habían tenido arriada la vela desde que entraron en los Pesares, de modo que solo podía ir adonde la arrastrara el río. Pato observaba con atención, con la pértiga bien agarrada. Al cabo de un rato, Yandry también dejó de empujar. Todos los ojos estaban fijos en la luz distante. A medida que se iba acercando se convirtió en dos luces, y luego en tres.
—El puente del Sueño —dijo Tyrion.
—Inconcebible —dijo Haldon Mediomaestre, atragantándose—. Lo hemos dejado atrás. Los ríos solo discurren en una dirección.
—La madre Rhoyne discurre como quiere —musitó Yandry.
—Los Siete nos amparen —gimió Lemore.
Sobre ellos, los hombres de piedra empezaron a aullar, y unos cuantos los señalaron.
—Haldon, llevaos abajo al príncipe —ordenó Grif.
Era demasiado tarde; la corriente los tenía prisioneros y avanzaban de manera inexorable hacia el puente. Yandry clavó la pértiga para evitar que se estrellaran contra un pilar, y el impulso los desvió contra un tapiz de musgo gris claro. Tyrion sintió los zarcillos que le acariciaban el rostro, suaves como los dedos de una puta. Oyó un golpe a sus espaldas, y la cubierta se inclinó de manera tan repentina que estuvo a punto de perder el equilibrio y caer por la borda.
Un hombre de piedra había saltado a la barcaza.
Cayó encima del atillo con un golpe tan fuerte que la
Doncella Tímida
se balanceó, y rugió una palabra en un idioma que Tyrion no conocía. Tras él cayó otro hombre de piedra, este junto a la caña del timón. Los desgastados tablones de la cubierta se astillaron con el impacto, e Ysilla dejó escapar un grito.
Pato, que era quien estaba más cerca de ella, no perdió el tiempo echando mano a la espada: blandió la pértiga y golpeó al hombre de piedra en el pecho para tirarlo al agua, en la que se hundió sin emitir un sonido.
Grif atacó al segundo en cuanto saltó a cubierta, y lo hizo retroceder con la espada en la mano derecha y la antorcha en la izquierda. Cuando la corriente arrastró a la
Doncella Tímida
bajo el puente, sus sombras se proyectaron contra las musgosas murallas. El hombre de piedra intentó ir hacia popa, pero Pato le cortó el camino con la pértiga. Cuando trató de dirigirse a proa, Haldon Mediomaestre agitó la antorcha ante él para obligarlo a retroceder, de modo que no le quedó más remedio que caminar hacia Grif. El capitán lo esquivó y su espada relampagueó, y saltaron chispas cuando el acero mordió la carne gris calcificada del hombre de piedra, pero un brazo cayó a cubierta. Grif apartó de una patada el miembro amputado. Yandry y Pato se habían acercado con las pértigas, y entre los dos obligaron a la criatura a saltar a las aguas negras del Rhoyne.
La
Doncella Tímida
ya había salido de debajo del puente roto.
—¿Los hemos echado a todos? —jadeó Pato—. ¿Cuántos nos han atacado?
—Dos —respondió Tyrion, tembloroso.
—Tres —corrigió Haldon—. Detrás de vos.
El enano dio media vuelta y lo vio. Se había destrozado una pierna al saltar, y bajo la tela podrida de los calzones y la carne gris que cubrían asomaba el hueso blanco astillado salpicado de sangre parduzca, pero aun así avanzó hacia Grif el Joven. Aunque tenía la mano gris y rígida, la sangre le rezumó entre los nudillos cuando trató de cerrar los dedos para agarrarlo. El chico lo miraba inmóvil, como si él también fuera de piedra. Tenía la mano en el puño de la espada, pero no parecía recordar para qué.
Tyrion le dio una patada en la pierna para derribarlo y saltó sobre él al tiempo que agitaba la antorcha contra la cara del hombre de piedra para hacerlo retroceder, tambaleándose sobre la pierna destrozada al tiempo que se defendía de las llamas con las rígidas manos grises. El enano anadeó hacia él, amenazándolo con la antorcha, apuntándole a los ojos con ella.
«Un poco más, venga, solo un paso más, otro. —Estaban en la borda cuando la criatura contraatacó, cogió la antorcha y se la arrebató de las manos—. Mierda puta», pensó Tyrion.
El hombre de piedra tiró la antorcha al río, y se oyó un siseo cuando las aguas negras apagaron las llamas. Entonces aulló. Era de las Islas del Verano: la mandíbula y buena parte de la mejilla ya estaban petrificadas, pero la carne que aún no se había tomado gris era negra como la medianoche. La piel se le había agrietado y roto cuando había agarrado la antorcha, y le sangraban los nudillos, pero no parecía darse cuenta. Tyrion pensó que al menos había un aspecto positivo: la psoriagrís era mortal, pero indolora.
—¡A un lado! —le gritó alguien, muy lejos.
—¡El príncipe! ¡Hay que proteger al chico! —gritó otra voz.
El hombre de piedra avanzó a trompicones, con las manos extendidas.
Tyrion se lanzó contra él con un hombro por delante.
Fue como estrellarse contra el muro de un castillo, solo que tenía por cimientos una pierna destrozada. El hombre de piedra cayó hacia atrás, arrastrando a Tyrion consigo. Se alzó una columna de agua cuando atravesaron la superficie, y la madre Rhoyne los engulló a los dos.
El frío repentino golpeó a Tyrion como un martillo. Sintió como una mano de piedra le buscaba el rostro mientras se hundían, y otra se le cerraba entorno al brazo para arrastrarlo hacia la oscuridad. Cegado, con la nariz llena de río, ahogándose y cada vez más hundido, pataleó, se retorció y luchó por liberarse de los dedos que le aferraban el brazo, pero no cedían. El aire se le escapó de la boca en burbujas. El mundo se fue tomando cada vez más negro. No podía respirar.
«Ahogarse no es la peor manera de morir. —Y lo cierto era que había muerto hacía mucho, en Desembarco del Rey. Lo único que quedaba de él era su espectro, un fantasma pequeño y vengativo que había estrangulado a Shae y le había clavado una saeta de ballesta en el bajo vientre al gran lord Tywin. Nadie lloraría al ser en que se había convertido—. Seré el fantasma de los Siete Reinos —pensó mientras se hundía—. No me quisieron vivo; que me teman muerto.»
Abrió la boca para maldecirlos a todos, y el agua negra le llenó los pulmones mientras caía la oscuridad en su derredor.
—Su señoría os recibirá ahora, contrabandista.
El caballero llevaba una armadura de plata con las grebas y los guanteletes nielados, con unas volutas que recordaban matas ondulantes de algas. El yelmo que llevaba bajo el brazo tenía forma de cabeza de pescadilla, con una corona de madreperla y una barbita de azabache y jade. La barba entrecana del caballero tenía el color gris del mar en invierno.
—¿Vuestro nombre? —preguntó Davos al tiempo que se levantaba.
—Ser Marión Manderly. —Le sacaba una cabeza y un par de arrobas a Davos, y tenía los ojos gris pizarra y la voz altiva—. Tengo el honor de ser primo de lord Wyman, así como comandante de su guarnición. Seguidme.
Davos había llegado a Puerto Blanco como emisario, pero lo habían hecho prisionero. Sus estancias eran espaciosas, bien ventiladas y bien amuebladas, pero la puerta estaba custodiada por guardias. Por la ventana divisaba las calles de Puerto Blanco, al otro lado de la muralla del castillo, pero no le estaba permitido recorrerlas. También se veía el puerto, de manera que presenció la partida de la
Alegre Comadrona
. Casso Mogat había esperado cuatro días en vez de tres antes de zarpar, y desde entonces habían transcurrido dos semanas.
Los guardias personales de lord Manderly vestían una capa de lana azul verdoso y llevaban tridentes de plata en lugar de lanzas. Uno caminaba delante de él y otro detrás, y dos más lo flanqueaban. Pasaron junto a los estandartes descoloridos, las espadas oxidadas y los escudos rotos de cien victorias pasadas, y también junto a una veintena de figuras de madera agrietada y carcomida que sin duda habían adornado las proas de otros tantos barcos.
Dos tritones de mármol, primos pequeños de Pata de Pez, adornaban la sala de justicia de su señoría. Los guardias abrieron las puertas, y un heraldo golpeó el viejo suelo de madera con la vara.
—Ser Davos de la casa Seaworth —anunció con voz tonante.
Davos había visitado Puerto Blanco muchas veces, pero nunca había llegado a poner un pie en el Castillo Nuevo, y menos aún en la sala de justicia del Tritón. Las paredes, el suelo y el techo estaban formados con tablones ensamblados con gran habilidad y decorados con todo tipo de criaturas marinas. Davos caminó hacia el estrado por encima de cangrejos, almejas y estrellas de mar, todos semiocultos entre matas de algas negras y huesos de marineros ahogados. A los lados acechaban tiburones blancos desde las paredes pintadas del azul verdoso de las profundidades, mientras anguilas y pulpos se escurrían entre rocas y barcos hundidos. Entre las altas ventanas apuntadas se veían bancos de arenques y grandes bacalaos, y más arriba, cerca de las viejas redes de pesca que colgaban de las vigas, se veía la superficie del mar. A la derecha, una galera de combate se dirigía hacia el sol naciente, y a la izquierda, una vieja coca con las velas hechas jirones huía de la tormenta. Tras el estrado, entre las olas pintadas, había un kraken y un leviatán gris enzarzados en una pelea.
Davos había albergado la esperanza de hablar a solas con Wyman Manderly, pero se encontró con la sala abarrotada. Las mujeres eran cinco veces más numerosas que los hombres, y los pocos varones presentes tenían la barba canosa o eran demasiado jóvenes para afeitarse. También había septones y hermanas sagradas, con sus túnicas blancas y grises. Más al fondo había una docena de hombres que vestían el azul y el gris plateado de la casa Frey. Sus rostros tenían un aire familiar que hasta un ciego habría visto, y muchos de ellos llevaban la enseña de Los Gemelos, dos torreones unidos por un puente. Davos había aprendido a leer el rostro de los hombres mucho antes de que el maestre Pylos le enseñara a leer palabras sobre el papel.
«Estos Frey darían cualquier cosa por verme muerto», comprendió al instante.
Tampoco vio rastro alguno de afabilidad en los ojos azul claro de Wyman Manderly. El mullido trono de su señoría era de tamaño suficiente para acomodar a tres hombres de constitución normal, pero Manderly casi lo desbordaba. Estaba hundido en el asiento, con los hombros caídos, las piernas estiradas y las manos en los brazos del trono, como si le pesaran demasiado para sostenerlas.
«Los dioses nos amparen —pensó Davos al ver la cara de lord Wyman—, este hombre tiene un pie en la tumba.»
Tenía la piel muy pálida, algo cerúlea. Según un viejo refrán, los reyes y los cadáveres siempre atraían a gente dispuesta a cuidarlos, y Manderly lo confirmaba. A la izquierda del trono había un maestre casi tan gordo como el señor al que servía, con las mejillas sonrosadas, los labios gruesos y una mata de rizos dorados. Ser Marión ocupaba el lugar de honor, a la derecha de su señoría. A sus pies, una dama sonrosada y regordeta ocupaba un taburete acolchado, y detrás de lord Wyman, de pie, había dos mujeres más jóvenes que, a juzgar por su aspecto, debían de ser hermanas. La mayor llevaba la melena castaña recogida en una trenza larga, y la menor, que no tendría más de quince años, lucía una trenza aún más larga teñida de verde chillón. Ninguno de los presentes honró a Davos con una presentación.
—Os encontráis ante Wyman Manderly —empezó el maestre—, señor de Puerto Blanco y Guardián del Cuchillo Blanco, Escudo de la Fe, Defensor de los Desposeídos, lord Mariscal del Mander, Caballero de la Orden de Manoverde. En la sala de justicia del Tritón, los vasallos y los peticionarios deben arrodillarse.
El Caballero de la Cebolla habría obedecido, pero como mano del rey no podía hincar la rodilla sin dar a entender que el monarca al que servía estaba por debajo de aquel gordo señor.
—No he venido como peticionario —replicó Davos—. Yo también tengo una sarta de títulos: señor de La Selva, almirante del mar Angosto, mano del rey…
—Un almirante sin naves y una mano sin dedos al servicio de un rey sin trono. —La mujer del taburete puso los ojos en blanco—, ¿Quién se presenta ante nosotros, un caballero, o la respuesta de un acertijo infantil?