En cuanto a las manos… Ramsay le había dado unos guantes para ocultar que le faltaban dedos, y eran unos guantes buenos, finos, de cuero negro flexible, pero cualquiera que se fijara vería que no doblaba tres de los dedos.
—¡Alto ahí! —clamó una voz—. ¿Qué queréis?
—Hablar. —Espoleó al caballo al tiempo que agitaba la bandera de paz de modo que no pudieran dejar de verla—. Vengo desarmado.
No obtuvo respuesta. Sabía que, tras los muros, los hombres del hierro debatían si debían dejarlo entrar o acribillarlo a flechazos.
«No importa.» Una muerte rápida sería mil veces mejor que volver con un fracaso a lord Ramsay.
En aquel momento, las puertas de guardia se abrieron de par en par.
—¡Deprisa!
Hediondo estaba girando hacia el lugar desde donde lo llamaban cuando llegó la flecha. Venía de su derecha, del lugar donde grandes trozos de muralla derrumbada yacían medio hundidos en el pantano. La flecha se clavó entre los pliegues de su bandera y quedó colgando, con la punta a un palmo de su rostro. Se llevó un sobresalto tal que soltó la bandera de paz y se cayó de la silla.
—¡Adentro! —gritó la voz—. ¡Deprisa, idiota, deprisa!
Hediondo subió a gatas por los peldaños mientras otra flecha silbaba sobre su cabeza. Unas manos lo agarraron y lo arrastraron adentro, y oyó cerrarse la puerta a sus espaldas con un fuerte golpe. Lo pusieron en pie, lo empujaron contra una pared y le apretaron un cuchillo contra el cuello. Era un hombre barbudo, y tenía la cara tan cerca de la suya que habría podido contarle los pelos de la nariz.
—¿Quién eres? ¿A qué vienes? Responde, venga, o te hago lo mismo que a él.
El guardia movió la cabeza para señalar el cadáver que se pudría en el suelo junto a la puerta, con la carne verde infestada de gusanos.
—Soy hijo del hierro —mintió. El joven que había sido sí que era hijo del hierro, pero Hediondo había nacido en las mazmorras de Fuerte Terror—. Mírame bien. Soy el hijo de lord Balon. Soy tu príncipe. —Tendría que haber pronunciado su nombre, pero se le atascaba en la garganta.
«Hediondo, soy Hediondo, rima con hondo.» No, debía olvidarlo de momento. Nadie, por desesperada que fuera su situación, se rendiría a un ser como Hediondo. Tenía que fingir que era un príncipe de nuevo.
El hombre que lo había capturado le examinó la cara con expresión de desconfianza. Tenía los dientes marrones, y el aliento le apestaba a cerveza y cebolla.
—Los hijos de lord Balon murieron.
—Mis hermanos, no yo. Lord Ramsay me tomó prisionero después de lo de Invernalia. Me envía a pactar con vos. ¿Estáis al mando?
—¿Yo? —Bajó el cuchillo y dio un paso atrás, con lo que estuvo a punto de tropezar con el cadáver—. No, no, mi señor. —Tenía la cota de malla oxidada y las prendas de cuero medio podridas. En el dorso de su mano, una llaga abierta rezumaba sangre—. Al mando está Ralf Kenning; lo ha dicho el capitán. Yo vigilo la puerta y nada más.
—¿Quién era este? —Hediondo dio una patada al cadáver.
El guardia se quedó mirando al muerto como si no lo hubiera visto hasta entonces.
—¿Ese? Bebió el agua. Tuve que cortarle el cuello para que dejara de gritar. Estaba mal de la tripa; es que no se puede beber el agua, para eso tenemos la cerveza. —El guardia se frotó la cara. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos—. Antes arrastrábamos a los muertos a las bodegas, porque las criptas están inundadas. Ahora nadie se toma la molestia, así que los dejamos allí donde caen.
—Las bodegas son más adecuadas. Entregadlos al agua, al Dios Ahogado.
—Aquí abajo no hay dioses, mi señor —replicó el hombre, riendo— Solo ratas y serpientes acuáticas, unos bichos blancos del grosor de vuestra pierna. A veces suben por las escaleras y nos muerden mientras dormimos.
Hediondo se acordó de las mazmorras de Fuerte Terror que había dejado, de la rata que se retorcía mientras la devoraba, del sabor de la sangre caliente en los labios.
«Si fracaso, Ramsay me meterá ahí otra vez, pero antes me desollará otro dedo.»
—¿Cuántos hombres quedan en la guarnición?
—Unos cuantos —replicó el hijo del hierro—. No estoy seguro. Menos que antes. También hay unos cuantos en la Torre del Borracho, creo. En la Torre de los Hijos, no; no queda nadie. Dagon Codd pasó por allí hace unos días y dijo que solo quedaban dos vivos, que se estaban comiendo a los muertos. Dice que los pasó por la espada.
«Foso Cailin ha caído —comprendió Hediondo—, lo que pasa es que nadie se lo ha dicho a estos.» Se frotó la boca para ocultar los dientes rotos.
—Tengo que hablar con vuestro comandante.
—¿Con Kenning? —El guardia lo miró desconcertado—. No os dirá gran cosa; se está muriendo. A lo mejor se ha muerto ya. No lo veo desde… Ni me acuerdo de cuánto hace que no lo veo.
—¿Dónde está? Llévame ante él.
—¿Y quién vigilará la puerta?
—Este. —Hediondo dio una patadita al cadáver, lo que hizo reír al otro hombre.
—Claro, ¿por qué no? Venid conmigo. —Cogió una antorcha de la pared y la sacudió hasta que la llama ardió con intensidad—. Por aquí.
El guardia lo precedió por una puerta que daba a una escalera de caracol; la luz de la antorcha brillaba contra los negros muros de piedra.
La estancia superior era oscura y calurosa, y estaba llena de humo. Habían colgado una piel harapienta ante la estrecha ventana para impedir el paso de la humedad, y una lasca de turba ardía en el brasero. La habitación apestaba a moho, heces y orina, el hedor de la enfermedad. El suelo estaba cubierto de juncos sucios, y en un rincón, una pila de paja hacía las veces de cama.
Ralf Kenning tiritaba bajo una montaña de pieles, con sus armas a un lado: hacha y espada, cota de malla, yelmo… En el escudo se veía la mano nebulosa del dios de la tormenta con un rayo entre los dedos, preparado para lanzarlo contra el mar embravecido, pero la pintura estaba descolorida y descascarillada, y la madera había empezado a pudrirse.
Ralf también se pudría. Estaba desnudo y febril bajo las pieles, con la carne blancuzca e hinchada llena de llagas y costras. Tenía la cabeza deformada, con una mejilla hinchada hasta niveles grotescos y el cuello tan embotado de sangre que parecía a punto de engullirle la cara. También tenía el brazo de ese lado hinchado como un tronco, y lleno de gusanos blancos. Por su aspecto, era obvio que no lo bañaban ni lo afeitaban desde hacía muchos días. De un ojo le manaban lagrimones de pus, y tenía la barba llena de costras de vómito seco.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Hediondo.
—Estaba en las almenas y un demonio de los pantanos le disparó una flecha. No le hizo más que un arañazo, pero… Por lo visto las envenenan; impregnan las puntas con mierda y cosas peores. Le echamos vino hirviendo en la herida, pero no sirvió de nada.
«No puedo tratar con él.»
—Mátalo —ordenó Hediondo al guardia—. Ya ha perdido la cabeza; la tiene llena de sangre y gusanos.
—Pero… —El hombre lo miró de hito en hito—. El capitán lo puso al mando.
—A un caballo lo rematarías.
—¿A qué caballo? Yo nunca he tenido caballo.
«Yo sí. —Lo invadió una oleada de recuerdos. Los relinchos de Sonrisas sonaban casi como gritos humanos cuando se alzó sobre las patas traseras, con las crines en llamas, cegado por dolor y lanzando coces—. No, no. No era mío, no era mío. Hediondo nunca ha tenido caballo.»
—Ya lo mato yo.
Hediondo cogió la espada de Ralf Kenning, que estaba apoyada contra el escudo. Aún le quedaban suficientes dedos para empuñarla. Cuando rozó el hinchado cuello del ser que yacía en la paja con el filo de la hoja, la piel se abrió y la sangre negra empezó a manar, mezclada con el pus amarillento. Kenning se convulsionó y después quedó inmóvil. Una peste repugnante llenó la estancia. Hediondo corrió hacia las escaleras, donde el aire era húmedo y frío, pero mucho más limpio en comparación. El hijo del hierro salió tras él, muy pálido. Tenía que hacer un verdadero esfuerzo para no vomitar. Hediondo lo agarró por el brazo.
—¿Quién era el segundo al mando? ¿Dónde está el resto de los hombres?
—En las almenas, o abajo, en el salón principal, durmiendo, bebiendo… Si queréis os llevo.
—Vamos. —Ramsay le había dado un solo día.
El salón principal era de piedra oscura y techos altos, lleno de corrientes y jirones de humo, con los muros blancuzcos manchados de moho. Un fuego de turba ardía débilmente en la chimenea ennegrecida por las llamas del pasado. Una colosal mesa de piedra labrada ocupaba la mayor parte de la estancia desde hacía siglos.
«Ahí fue donde me senté la última vez que estuve aquí —recordó—. Robb presidía la mesa, con el Gran Jon a la derecha y Roose Bolton a la izquierda. Los Glover estaban sentados junto a Hermán Tallhart, y Karstark y sus hijos, enfrente.»
Alrededor de la mesa, un par de docenas de hijos del hierro se dedicaba a beber. Unos pocos lo miraron con ojos apagados, inexpresivos, pero casi todos hicieron caso omiso de su llegada. No conocía a ninguno. Varios lucían en la capa un broche con forma de bacalao plateado. Los Codd no estaban bien considerados en las Islas del Hierro: se decía que los hombres eran ladrones y cobardes, y las mujeres, unas rameras que yacían con sus propios padres y hermanos. No lo sorprendía que su tío hubiera preferido dejar atrás a aquellos hombres cuando la Flota de Hierro zarpó de vuelta a casa.
—Ralf Kenning ha muerto —anunció—. ¿Quién está al mando?
Los bebedores lo miraron sin entender. Uno se echó a reír; otro escupió al suelo.
—¿Quién quiere saberlo? —preguntó al cabo uno de ellos.
—El hijo de lord Balon. —«Hediondo, me llamo Hediondo, rima con sabihondo»—. Vengo por orden de Ramsay Bolton, señor de Hornwood y heredero de Fuerte Terror, que me tomó prisionero en Invernalia. Tenéis su ejército al norte, y el de su padre, al sur. Pero lord Ramsay está dispuesto a mostrarse magnánimo si le entregáis Foso Cailin antes de la puesta de sol.
Sacó la carta que le habían dado y la tiró a la mesa, ante los hombres que bebían. Uno de ellos la cogió, le dio unas vueltas entre las manos y toqueteó el sello de lacre rosa.
—Un pergamino —dijo al final—. ¿Para qué nos sirve? Lo que necesitamos aquí es queso y carne.
—Querrás decir acero —señaló el que estaba a su lado, un hombre de barba canosa con el brazo izquierdo rematado en un muñón—. Espadas, hachas. Eso y arcos, cien arcos más, y hombres que lancen las flechas.
—Los hijos del hierro no se rinden —dijo una tercera voz.
—Eso id a contárselo a mi padre. Lord Balon dobló la rodilla en cuanto Robert derribó su muralla; de lo contrario habría muerto, igual que moriréis vosotros si no os rendís. —Señaló el pergamino—. Romped el sello y leed lo que pone. Es un salvoconducto de puño y letra de lord Ramsay. Entregad las espadas y venid conmigo, y su señoría os dará de comer y os dejará ir a la costa Pedregosa para buscar un barco que os lleve a casa. De lo contrario, moriréis.
—¿Es una amenaza? —Un Codd se puso en pie. Era un hombretón corpulento, pero de ojos saltones, boca ancha y piel blanca, mortecina, como si su padre lo hubiera engendrado con un pez; en cualquier caso, llevaba una espada larga—. Dagon Codd no se rinde ante nadie.
«No, por favor, tenéis que hacer lo que os digo. —Solo con pensar lo que le haría Ramsay si volvía al campamento sin la rendición del fuerte estuvo a punto de mearse en los calzones—. Hediondo, Hediondo, rima con mondo.»
—¿Esa es vuestra respuesta? —Las palabras le resonaron débiles en los oídos—. ¿Este bacalao habla por todos vosotros?
El guardia que le había abierto la puerta no parecía tan seguro.
—Victarion nos ordenó defender el fuerte, que lo oí yo: «No os mováis de aquí hasta que vuelva». Se lo dijo a Kenning.
—Sí —intervino el manco—, eso dijo. Tuvo que irse a la asamblea de sucesión, pero nos juró que volvería con una corona de madera de deriva en la cabeza y seguido por un millar de hombres.
—Mi tío no volverá —dijo Hediondo—. En la asamblea de sucesión se coronó a su hermano Euron, y Ojo de Cuervo tiene otras guerras que librar. ¿Creéis que os tiene en alguna estima? Pues no es así. Os abandonó a vuestra suerte; se os quitó de encima como se quita el lodo de las botas cuando llega a la orilla.
Por los ojos de los hombres, por las miradas que cruzaron y por sus ceños fruncidos, supo que había dado en el clavo.
«Todos temían que los hubieran abandonado, pero he tenido que llegar yo para transformar ese temor en certidumbre.» No eran parientes de capitanes célebres; por sus venas no corría la sangre de las grandes casas de las Islas del Hierro. Los habían engendrado esclavos y esposas de sal.
—Si nos rendimos, ¿nos marchamos y ya está? —preguntó el manco—. ¿Eso pone ahí? —Señaló el pergamino, con el lacre todavía intacto.
—Léelo tú mismo —respondió, aunque estaba casi seguro de que ninguno de ellos sabía leer—. Lord Ramsay da un trato honorable a sus prisioneros mientras le sean leales. —«Solo me ha quitado dedos, y esa otra cosa, cuando podría haberme cortado la lengua o haberme pelado las piernas hasta el muslo»—. Rendidle las armas y viviréis.
—Mentiroso. —Dagon Codd desenvainó la espada larga—. Te llaman Cambiacapas, ¿por qué vamos a creer lo que nos prometas?
«Está borracho —comprendió Hediondo—; la cerveza habla por él.»
—Puedes pensar lo que te dé la gana. Yo he cumplido trayéndoos el mensaje de lord Ramsay, y ahora me vuelvo con él. Esta noche cenaremos jabalí con colinabos, regado con buen vino tinto. Los que me sigan participarán del banquete; los demás, morirán hoy mismo. El señor de Fuerte Terror vendrá con sus caballeros por el cenagal, y las huestes de su hijo caerán sobre vosotros desde el norte. No habrá cuartel. Los que mueran luchando serán los afortunados; los supervivientes irán a parar a manos de los demonios de los pantanos.
—¡Basta! —rugió Dagon Codd—. ¿Crees que vas a asustar a los hijos del hierro con palabras? Vete, corre con tu amo antes de que te raje y te haga comerte las tripas.
Tal vez habría añadido algo, pero de repente abrió desmesuradamente los ojos, y un hacha arrojadiza le brotó del centro de la frente. La espada resbaló de entre sus dedos, y Codd se agitó como un pez en el anzuelo antes de caer de bruces en la mesa.
El manco había lanzado el hacha. Se puso de pie y mostró que ya tenía otra en la mano.
—¿Quién más quiere morir? —preguntó al resto de bebedores—. Solo tenéis que decirlo para que se cumplan vuestros deseos. —Finos regueros de sangre corrían por la piedra desde el charco de sangre que se había formado bajo la cabeza de Dagon Codd—, Yo en cambio quiero vivir, y no pienso pudrirme aquí.