—Me habéis cogido por sorpresa, mi señor. No se me advirtió de vuestro acceso.
—Y yo he obstaculizado el vuestro. —Jaime sonrió a la mujer de la cama, que tenía una mano entre las piernas y la otra en el pecho izquierdo, con lo que el derecho quedaba expuesto. Tenía los pezones más oscuros que Cersei, y el triple de grandes. Al percibir la mirada de Jaime, se cubrió el seno derecho, dejando el pubis a la vista—. ¿Todas las vivanderas son así de recatadas? Para vender berzas hay que mostrar la mercancía.
—No habéis dejado de mirar mis berzas desde que habéis entrado. —La mujer se subió la manta hasta la cintura y se apartó el pelo de los ojos—. Además, no están en venta.
—Lo siento si os he tomado por lo que no sois. —Jaime se encogió de hombros—. Mi hermano pequeño ha conocido a cientos de putas, pero yo solo me he acostado con una.
—Es botín de guerra. —Bracken recogió los calzones del suelo y los sacudió—. Pertenecía a una espada juramentada de Blackwood, pero eso terminó cuando le partí la cabeza. Baja las manos, mujer; mi señor de Lannister quiere verte las tetas.
Jaime hizo como si no lo hubiera oído.
—Os estáis poniendo los calzones al revés, mi señor —dijo a Bracken, que dejó escapar una maldición, y la mujer aprovechó para salir de la cama y recoger su ropa dispersa, cubriéndose los pechos y el sexo con manos nerviosas cada vez que se agachaba o estiraba un brazo. Sus esfuerzos por taparse resultaban más provocativos que la asunción de la desnudez—. ¿Cómo te llamas, mujer? —preguntó.
—Mi madre me puso Hildy, mi señor. —Se puso una camisa manchada y sacudió la cabellera. Tenía la cara casi tan sucia como los pies, y tanto vello entre las piernas que habría podido pasar por hermana de Bracken, pero aun así tenía algo que resultaba realmente atractivo: la nariz respingona, la mata de pelo indómito… o la pequeña reverencia que hizo después de ponerse la falda—. ¿Habéis visto el otro zapato, mi señor?
Lord Bracken se ofendió ante la pregunta.
—¿Te parece que soy una puta criada, para andar buscándote los zapatos? Lárgate descalza si quieres, pero lárgate.
—¿Mi señor quiere decir que ya no va a llevarme a su casa a rezar con su esposa? —Hildy se echó a reír y lanzó una mirada insinuante a Jaime—. ¿Vos también tenéis esposa?
«No, yo tengo hermana.»
—¿De qué color es mi capa?
—Blanca —replicó—, pero vuestra mano es de oro. Me gustan los hombres con manos de oro. ¿Cómo os gustan a vos las mujeres, mi señor?
—Inocentes.
—He dicho las mujeres, no las hijas. —Pensó en Myrcella.
«A ella también tendré que decírselo. —Eso no les iba a hacer ninguna gracia a los dornienses. Doran Martell había comprometido a su hijo con ella creyendo que era de la sangre de Robert—. Nudos y enredos», pensó Jaime. ¡Ojalá pudiera deshacerlos con un tajo de la espada!
—He hecho votos —explicó a Hildy con cansancio.
—Entonces os quedáis sin berzas —replicó la joven con tono travieso.
—¡Fuera de aquí! —rugió lord Janos.
Se marchó, pero no sin antes darle un apretón a Jaime en la polla por encima de los calzones.
—Hildy —le recordó antes de salir medio desnuda de la tienda.
«Hildy», pensó Jaime.
—¿Cómo se encuentra vuestra señora esposa? —preguntó a lord Jonos tras la salida de la chica.
—¿Y yo qué sé? Preguntadle a su septón. Cuando vuestro padre nos quemó el castillo, mi esposa decidió que era un castigo de los dioses y ahora no hace más que rezar. —Jonos había conseguido por fin ponerse los calzones del derecho y se estaba anudando la lazada—. ¿Qué os trae por aquí, mi señor? ¿El Pez Negro? Ya estamos enterados de cómo consiguió escapar.
—¿De verdad? —Jaime se sentó en un taburete—. ¿Os lo ha contado él mismo?
—Ser Brynden no habría cometido la estupidez de acudir a mí. No negaré que le tengo afecto, pero eso no me impedirá cargarlo de cadenas si se acerca a mí o a los míos. Sabe que he hincado la rodilla y él debería haber hecho lo mismo, pero siempre ha sido un cabezota. Mi hermano os habría dado fe de ello.
—Tytos Blackwood no ha hincado la rodilla —señaló Jaime—. ¿Es posible que el Pez Negro intente refugiarse en el Árbol de los Cuervos?
—Podría intentarlo, pero para eso tendría que atravesar mis líneas de asedio, y no me ha llegado noticia de que le hayan salido alas. El propio Tytos va a tener que buscar refugio pronto. Ahí dentro ya solo quedan ratas y raíces; se rendirá antes de la próxima luna llena.
—Se rendirá antes de la puesta de sol. Vengo a ofrecerle condiciones y aceptar su regreso a la paz del rey.
—Ya. —Lord Jonos se puso una túnica de lana marrón con el corcel rojo de los Bracken bordado en la pechera—. ¿Mi señor quiere un cuerno de cerveza?
—No, pero vos no os privéis.
Bracken llenó un cuerno, se bebió la mitad de un trago y se limpió los labios.
—¿Qué condiciones vais a ofrecerle?
—Las de siempre. Lord Blackwood tendrá que confesar su traición y renegar de toda alianza con los Stark y los Tully; prestará solemne juramento ante los dioses y los hombres de que, de hoy en adelante, será leal vasallo de Harrenhal y el Trono de Hierro, y yo le otorgaré el indulto en nombre del rey. También nos llevaremos un par de cofres de oro; es el precio de la rebelión. Y exigiré un rehén, para asegurarnos de que el Árbol de los Cuervos no vuelve a levantarse en armas.
—Su hija —sugirió Bracken—. Blackwood tiene seis hijos, pero solo una hija, y es la niña de sus ojos. Una mocosa; debe de rondar los siete años.
—Es pequeña, pero nos vale.
Lord Jonos apuró la cerveza y dejó el cuerno a un lado.
—¿Qué hay de las tierras y castillos que nos prometieron?
—¿Qué tierras?
—La orilla este del Lavadero de la Viuda, desde Cerro Ballesta a Prado de la Monta, así como todas las islas. El molino Maízmolido, el molino del Señor, las ruinas de Castelbarro, el Rapto, Batalla del Valle, Forjavieja, las aldeas de La Hebilla, Hebillanegra, Hito y Lagobarro, y la ciudad mercado de Latumba. El bosque de la Avispa, el bosque de Lorgen, la colina Verde y las Tetas de Barba. O las Tetas de Missy, como las llaman los Blackwood, pero antes eran las Tetas de Barba. El Árbol de la Miel y todas las colmenas. Lo tengo todo aquí marcado, ¿queréis echarle un vistazo?
Apartó objetos de la mesa hasta dar con un mapa de pergamino. Jaime lo cogió con la mano sana, pero tuvo que utilizar la de oro para mantenerlo extendido.
—Son muchas tierras —observó—. Una cuarta parte de las que tenéis ahora.
—En otros tiempos, todas estas tierras pertenecían a Seto de Piedra. —Bracken apretó los labios con gesto obstinado—. Nos las robaron los Blackwood.
—¿Qué pasa con este pueblo? Aquí, entre las Tetas. —Jaime dio unos golpecitos en el mapa con un nudillo de oro.
—El Árbol de la Moneda. También fue nuestro, pero hace cien años que es un feudo del rey. No lo metamos en esto; nosotros solo pedimos que nos devuelvan las tierras usurpadas por los Blackwood. Vuestro señor padre nos las prometió si conseguíamos que lord Tytos se le rindiera.
—Por el camino he visto estandartes de los Tully y los Stark en la muralla del castillo. Eso parece un indicio claro de que no se ha rendido.
—Hemos conseguido que su ejército se encierre en el Árbol de los Cuervos. Si me proporcionáis hombres suficientes, lanzaré un ataque contra la muralla y se rendirán, pero desde la tumba.
—Si os proporciono hombres suficientes seré yo quien los derrote, no vos, así que tendré que recompensarme a mí mismo. —Volvió a enrollar el mapa—. Me lo quedo, si no os importa.
—Quedaos con el mapa; nosotros nos quedaremos con las tierras. Se dice que un Lannister siempre paga sus deudas, y hemos luchado a vuestro lado.
—Ni la mitad de tiempo que contra nosotros.
—El rey ya nos otorgó su perdón. Vuestras espadas acabaron con mi sobrino y con mi hijo bastardo. Vuestra Montaña me robó la cosecha y quemó todo lo que no se pudo llevar; prendió fuego a mi castillo y violó a una de mis hijas. Quiero mi recompensa.
—La Montaña ha muerto, igual que mi padre —replicó Jaime—, y en opinión de algunos, conservar la cabeza es recompensa suficiente. Jurasteis lealtad a Stark y estuvisteis en su bando hasta que lo mató lord Walder.
—A él y a una docena de hombres de mi familia. —Lord Jonos escupió hacia un lado—. Sí, fui leal al Joven Lobo, igual que os seré leal a vos mientras me tratéis bien. E hinqué la rodilla porque no entendí la necesidad de morir por los muertos, ni la de derramar sangre de los Bracken por una causa perdida.
—Hombre prudente. —«Aunque hay quien consideraría más honorable a lord Blackwood»—. Tendréis las tierras que pedís, o al menos parte de ellas, ya que habéis obligado a los Blackwood a rendirse parcialmente.
—Me conformaré con lo que mi señor considere justo, pero si me aceptáis un consejo, no sirve de nada tratar con guantes a esos Blackwood. La traición corre por sus venas. Antes de que los ándalos llegaran a Poniente, la casa Bracken dominaba este río; éramos reyes, y los Blackwood eran nuestros vasallos, pero nos traicionaron y usurparon la corona. No hay Blackwood que no sea un cambiacapas; no lo olvidéis cuando les presentéis vuestras condiciones.
—No lo olvidaré —prometió Jaime.
Se dirigió a caballo desde el campamento de asedio a las puertas del Árbol de los Cuervos, precedido por Peck, que portaba el estandarte de paz. Antes de que llegaran al castillo ya había veinte pares de ojos que los observaban desde las almenas. Tiró de las riendas de Honor cuando llegó al borde del foso, una zanja profunda con piedras en el fondo y el agua llena de inmundicias. Jaime estaba a punto de ordenar a ser Kennos que hiciera sonar el Cuerno de Herrock cuando el puente levadizo empezó a bajar.
Lord Tytos Blackwood lo recibió en la liza del castillo, a lomos de un corcel tan flaco como él. El señor del Árbol de los Cuervos era muy alto y delgado, y tenía la nariz ganchuda, el pelo largo y la descuidada barba entrecana, aunque con más canas que otra cosa. En la coraza de la armadura bruñida escarlata llevaba grabado en plata un árbol blanco seco, sin hojas, rodeado por una bandada de cuervos de ónice que levantaban el vuelo. Una capa de plumas de cuervo le ondeaba a la espalda.
—Lord Tytos… —saludó Jaime.
—Mi señor…
—Gracias por franquearme la entrada.
—No diré que sois bienvenido, pero tampoco negaré que esperaba vuestra visita. Venís a por mi espada.
—Vengo a poner fin a esta situación. Vuestros hombres han luchado con gran valentía, pero habéis perdido la guerra. ¿Estáis preparado para rendiros?
—Ante el rey, no ante Jonos Bracken.
—Lo entiendo.
Blackwood titubeó un instante.
—¿Queréis que desmonte y me arrodille ante vos aquí y ahora? —Un centenar de ojos los miraba.
—El viento es frío, y el patio, un lodazal —respondió Jaime—. Podemos dejar lo de arrodillarse para cuando estemos en vuestras estancias, con una alfombra, y después de tratar las condiciones.
—Es muy caballeroso por vuestra parte. Acompañadme, mi señor. En mi castillo andamos cortos de comida, pero nunca de cortesía.
Las habitaciones de Blackwood estaban en el segundo piso de un gigantesco edificio de madera. Cuando entraron ardía un fuego en la chimenea del rincón. La estancia era amplia, con grandes vigas de madera oscura de roble que sostenían el techo elevado. De las paredes colgaban tapices de lana, y una ancha puerta doble de celosía daba al bosque de dioses. Jaime vio, a través de los gruesos cristales amarillos en forma de rombo, las ramas retorcidas del árbol que daba nombre al castillo. Era un arciano viejo, colosal, diez veces más grande que el del Jardín de Piedra de Roca Casterly. Pero aquel árbol estaba seco y muerto.
—Lo envenenaron los Bracken —le explicó su anfitrión—. Hace mil años que no le brota una hoja. Según los maestres, dentro de otros mil años estará petrificado. Los arcianos no se pudren.
—¿Y los cuervos? —quiso saber Jaime.
—Vienen al atardecer para posarse en sus ramas, tal como llevan haciendo durante milenios. Nadie sabe cómo ni por qué, pero el árbol los atrae todas las noches. —Blackwood se sentó en una silla de respaldo alto—. El honor exige que pregunte por mi señor.
—Ser Edmure está de camino a Roca Casterly, en condición de prisionero. Su esposa se quedará en Los Gemelos hasta dar a luz, y luego se reunirá con su marido, acompañada por el bebé. Mientras no intente escapar ni rebelarse, Edmure tendrá una vida larga.
—Larga y amarga. Una vida sin honor. Hasta el día de su muerte, los hombres dirán que tuvo miedo de luchar.
«Injustamente —pensó Jaime—. Temía por su hijo. Sabía de quién soy hijo yo; lo sabía mejor que mi propia tía.»
—Tuvo que tomar una decisión. Su tío nos habría hecho mucho daño.
—En eso estamos de acuerdo. —La voz de Blackwood no dejaba traslucir nada—. ¿Os importuna que os pregunte qué habéis hecho con ser Brynden?
—Le ofrecí la oportunidad de vestir el negro, pero prefirió escapar. —Jaime sonrió—. ¿Por casualidad lo tenéis aquí?
—No.
—Si lo tuvierais, ¿me lo diríais?
En esa ocasión fue Tytos Blackwood quien sonrió. Jaime juntó las manos, cubriendo los dedos de oro con los de carne.
—Parece buen momento para negociar las condiciones.
—¿Ahora es cuando me pongo de rodillas?
—Adelante, si queréis. O también podemos decir que os arrodillasteis, y ya está.
Lord Blackwood se quedó sentado. No tardaron en llegar a un acuerdo sobre los aspectos más importantes: confesión, lealtad, perdón, cierta cantidad de oro y plata a modo de compensación…
—¿Qué tierras requerís? —preguntó lord Tytos. Jaime le tendió el mapa; le echó un vistazo y dejó escapar una risita—. Claro, claro. Hay que darle su recompensa al cambiacapas.
—Sí, pero menor de lo que imagina, pues prestó un servicio menor. De esas tierras, ¿cuáles accedéis a entregar?
—Sotobosque, Cerro Ballesta y la Hebilla —respondió lord Tytos tras meditar un instante.
—¿Unas ruinas, un cerro y unas cuantas chozas? Vamos, mi señor, tenéis que pagar por vuestra traición. Exigirá como mínimo uno de los molinos. —Los molinos eran una valiosa fuente de impuestos, ya que el señor recibía un diezmo del grano que en ellos se molía.
—Pues el molino del Señor. El Maízmolido es nuestro.