—Igual que en Bastión Kar. —Aquello no sorprendió a Jon.
—Mi señora, cuando empiece a faltar comida en tus almacenes, acuérdate de nosotros. Envía a los mayores al Muro, y que pronuncien los votos. Por lo menos, aquí no morirán solos en la nieve sin más consuelo que sus recuerdos. Si sobran jóvenes, envíalos también.
—Como bien decís —le tocó la mano—, Bastión Kar recuerda.
El alce que estaban trinchando olía mejor de lo que cabía esperar. Jon envió una ración a la Torre de Hardin, para Pieles, junto con tres bandejas enormes de verdura asada para Wun Wun, y luego se sirvió una porción generosa.
«Hobb Tresdedos se las ha arreglado muy bien.»
Aquello lo había tenido preocupado. Dos noches antes, Hobb había ido en su busca para quejarse y decirle que se había alistado en la Guardia de la Noche para matar salvajes, no para hacerles la comida.
—Además, nunca he preparado un banquete de boda, mi señor. Los hermanos negros no se casan. Está en los putos votos, maldita sea.
Jon estaba regando un bocado de carne con un trago de vino especiado cuando Clydas apareció a su lado.
—Un pájaro —anunció, y le puso un pergamino en la mano. Estaba sellado con un punto de lacre negro.
Jon supo que provenía de Guardiaoriente antes de abrir el sello. La carta estaba escrita por el maestre Harmune; Cotter Pyke no sabía leer ni escribir. Pero eran las palabras de Pyke, escritas tal como las había pronunciado, directas y precisas:
Hoy, el mar ha estado tranquilo. Han zarpado once barcos hacia Casa Austera con la marea de la mañana: tres braavosi, cuatro lysenos y cuatro nuestros. Hay dos naves lysenas que no aguantarán mucho. Puede que se ahoguen más salvajes de los que se salven. Son vuestras órdenes. A bordo van veinte cuervos y el maestre Harmune. Mandaré informes. Yo estoy al mando desde la
Garra;
Traposal es el segundo, a bordo del
Pájaro Negro
, y ser Glendon se queda al mando en Guardiaoriente.
—¿Alas negras, palabras negras? —preguntó Alys Karstark.
—No, mi señora. Llevábamos tiempo esperando esta noticia. «Aunque me preocupa la última parte. —Glendon Hewett era un hombre fuerte y curtido, y dejarlo al mando en ausencia de Cotter Pyke era una decisión muy sensata, pero también era tan amigo como se podía ser de Alliser Thorne, y una especie de compinche de Janos Slynt. Jon aún recordaba como Hewett lo había sacado a rastras de la cama y le había clavado la bota en las costillas—. No habría sido mi primera elección.» Volvió a enrollar el pergamino y se lo guardó bajo el cinturón.
A continuación llegaba el plato de pescado, pero mientras cortaban el lucio, lady Alys sacó al magnar a rastras a la zona de baile. Por su manera de moverse, era evidente que no había bailado jamás, pero había bebido suficiente vino especiado para que no le importase mucho.
—Una doncella norteña y un guerrero salvaje, unidos por el señor de Luz. —Ser Axell Florent ocupó el sitio que acababa de dejar libre lady Alys—. Su alteza lo aprueba. Lo sé porque la reina y yo estamos muy unidos, mi señor. El rey Stannis también lo aprobará.
«A no ser que Roose Bolton haya clavado su cabeza en una pica.»
—Pero no todos piensan lo mismo —prosiguió ser Axell. Su barba era un arbusto enmarañado bajo la barbilla hundida; un vello áspero le brotaba de las orejas y de las ventanas de la nariz—. Ser Patrek cree que él habría sido un marido mucho más adecuado para lady Alys. Perdió todas sus tierras cuando vino al norte.
—En esta sala hay muchos que han perdido bastante más que eso —dijo Jon—, y muchos más que han puesto su vida al servicio del reino. Ser Patrek debería considerarse afortunado.
—El rey diría lo mismo si estuviese aquí —dijo Axell Florent con una sonrisa—. Aun así, deberíamos reservar algo para los leales caballeros de su alteza, ¿no creéis? Lo han seguido desde muy lejos, y a un alto precio. También tenemos que conseguir que los salvajes se sientan comprometidos con el rey y el reino. Este matrimonio es un primer paso, pero sé que a la reina la complacería casar también a la princesa salvaje.
Jon suspiró. Estaba harto de explicar que Val no era ninguna princesa, pero por mucho que lo dijera, nadie le hacía caso.
—Sois persistente, ser Axell, eso lo reconozco.
—¿Acaso me culpáis, mi señor? Es un trofeo difícil de conseguir. Tengo entendido que es una muchacha núbil, nada desagradable a la vista. Buenas caderas y buenos pechos; bien dotada para tener hijos.
—¿Y quién sugerís que sea el padre? ¿Ser Patrek? ¿Vos?
—¿Quién si no? Por las venas de los Florent corre la sangre de los viejos reyes de la casa Jardinero. Lady Melisandre podría oficiar la ceremonia, como ha hecho con lady Alys y el magnar.
—Solo os falta la novia.
—Eso tiene fácil remedio. —La sonrisa de Florent era tan falsa que dolía mirarla—. ¿Dónde está, lord Nieve? ¿La habéis llevado a otro de vuestros castillos? ¿A Guardiagrís o a Torre Sombría? ¿Al Túmulo de las Putas, con el resto de las zorras? —Se inclinó más hacia él—. Hay quien dice que os la habéis guardado para vuestro propio disfrute. A mí no me importa, siempre que no se quede embarazada; quiero hacerle mis propios hijos. Si ya la habéis adiestrado… Bueno, los dos somos hombres de mundo, ¿verdad?
Jon había oído suficiente.
—Ser Axell, si es cierto que sois la mano de la reina, compadezco a su alteza.
—Así que es verdad. —El rostro de Florent enrojeció de ira—. Ya veo que pensabais quedárosla para vos. El bastardo quiere el trono de su padre.
«El bastardo ha renunciado al trono de su padre. Si el bastardo hubiera querido a Val, le habría bastado con pedirla.»
—Os ruego que me disculpéis; necesito tomar el aire. —«Aquí apesta.» Giró la cabeza—. Eso ha sido un cuerno.
Los demás también lo habían oído. La música y las risas se apagaron al instante. Los bailarines se quedaron petrificados, a la escucha. Incluso Fantasma levantó las orejas.
—¿Habéis oído eso? —preguntó la reina Selyse a sus caballeros.
—Un cuerno de guerra, alteza —dijo ser Narbert.
—¿Estamos bajo asedio? —preguntó la reina, llevándose la mano al cuello.
No, alteza —dijo Ulmer del Bosque Real—. Solo son los vigilantes del Muro.
«Un toque —pensó Jon—. Exploradores que regresan.»
El cuerno volvió a sonar por todo el sótano.
—Dos toques —dijo Mully.
Los hermanos negros, los norteños, el pueblo libre, los thenitas y los hombres de la reina se quedaron en silencio, escuchando. El corazón les latió cinco veces; diez; veinte. Entonces, Owen el Bestia soltó una risa nerviosa y Jon Nieve respiró de nuevo.
—Dos toques —anunció—. Salvajes. «Val.»
Por fin había llegado Tormund Matagigantes.
En el salón resonaban risas yunkias, canciones yunkias, plegarias yunkias. Los bailarines bailaban; los músicos tocaban melodías extrañas con campanillas, chirimías y gaitas; los cantantes entonaban canciones de amor ancestrales en la lengua ininteligible del Antiguo Ghis. Corría el vino; no el vino clarucho y aguado de la bahía de los Esclavos, sino excelentes caldos del Rejo, dulces y añejos, y vino del sueño de Qarth, aderezado con especias exóticas. Los yunkios habían acudido por invitación del rey Hizdahr para firmar la paz y asistir al renacimiento de las famosas arenas de combate de Meereen, y su noble esposo había abierto la Gran Pirámide para agasajarlos.
«No soporto esto —se dijo Daenerys Targaryen—. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Por qué estoy bebiendo y sonriendo a hombres a los que preferiría desollar?»
Les sirvieron una docena de carnes y pescados diferentes: camello, cocodrilo, calamares silbones, pato laqueado y larvas espinosas, además de cabra, jamón y caballo para los menos exquisitos. Y perro: el perro no podía faltar en ningún banquete ghiscario que se preciase. Los cocineros de Hizdahr conocían cuatro formas distintas de prepararlo.
—Los ghiscarios se comen cualquier cosa que nade, vuele o se arrastre, salvo dragones y personas —le había advertido Daario—, y seguro que también comerían dragones si surgiera la ocasión. —Pero la carne por sí sola no hacía una comida, por lo que también había fruta, verdura y cereales. El aire estaba cargado de aromas de azafrán, canela, clavo, pimienta y otras especias valiosas.
«Esto es la paz. —Dany apenas probó bocado—. Es lo que yo quería, el fruto de mi trabajo, el motivo por el que me casé con Hizdahr. Entonces, ¿por qué sabe tanto a derrota?»
—No durará mucho, mi amor —le había asegurado Hizdahr—. Los yunkios se marcharán pronto, y con ellos, sus mercenarios y aliados. Tendremos todo lo que deseamos: paz, comida y comercio. El puerto ha vuelto a abrirse, y los barcos pueden ir y venir.
—Les permiten ir y venir, sí, pero los barcos de guerra no se van —replicó—. Pueden volver a estrangularnos cuando les venga en gana. ¡Han abierto un mercado de esclavos delante de mi muralla!
—Fuera de nuestra muralla, mi dulce reina. La paz se firmó con la condición de que Yunkai pudiese reanudar el comercio de esclavos sin impedimentos.
—En su ciudad, no donde yo tenga que verlo. —Los sabios amos habían instalado los rediles de esclavos y la tarima de subastas justo al sur del Skahazadhan, donde el ancho río marrón desembocaba en la bahía de los Esclavos—. Están riéndose en mi cara, convirtiendo en espectáculo mi impotencia para detenerlos.
—Solo es una demostración —repuso su noble esposo—. Un espectáculo, como tú misma has dicho. Que sigan con la pantomima; cuando se vayan, convertiremos ese lugar en un mercado de fruta.
—Cuando se vayan —repitió Dany—. ¿Y cuándo se irán? Se han visto jinetes al otro lado del Skahazadhan; Rakharo afirma que son exploradores dothrakis, con un
khalasar
detrás. Traerán cautivos: hombres, mujeres y niños, regalos para los esclavistas. —Los dothrakis no vendían ni compraban; daban y recibían regalos—. Por eso han organizado este mercado los yunkios: se irán con miles de esclavos nuevos.
—Pero se irán, y eso es lo importante, mi amor. —Hizdahr zo Loraq se encogió de hombros—. Yunkai puede comerciar con esclavos; Meereen, no. Es lo acordado. Sopórtalo un poco más y se acabó.
De modo que Daenerys guardó silencio durante la comida, envuelta en un
tokar
bermellón y unos pensamientos negros, hablando solo cuando le dirigían la palabra, sin dejar de pensar en los hombres y mujeres que los esclavistas vendían y compraban al otro lado de la muralla mientras ellos celebraban un banquete en la ciudad. Que su noble esposo se encargara de conversar y de reír los chistes malos de los yunkios; tal era el derecho y el deber del rey.
Los combates del día siguiente acaparaban buena parte de las conversaciones: Barsena Pelonegro iba a enfrentarse a un jabalí, puñal contra colmillos; combatían Khrazz y el Gato Moteado, y en el enfrentamiento final, Goghor el Gigante lucharía contra Belaquo Rompehuesos. Uno de ellos moriría antes de la puesta de sol.
«Ninguna reina tiene las manos limpias —reflexionó Dany. Pensó en Doreah, en Quaro, en Eroeh…, en una niña llamada Hazzea que no había llegado a conocer—. Mejor unos pocos muertos en la arena que miles ante las puertas. Si es el precio de la paz, estoy dispuesta a pagarlo. Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida.» A juzgar por su aspecto, Yurkhaz zo Yunzak, el comandante supremo yunkio, podría haber nacido antes de la Conquista de Aegon. Arrugado, desdentado y encorvado, llegó a la mesa sobre los hombros de dos musculosos esclavos. Los otros señores yunkios tampoco eran precisamente imponentes: uno era bajo y escuchimizado, aunque los soldados esclavos que lo atendían eran altos y delgados hasta rozar lo grotesco; el tercero era joven y gallardo y estaba en forma, pero tan borracho que Dany apenas le entendía una palabra.
«¿Cómo es posible que semejantes seres me hayan arrastrado a una situación así?»
Los mercenarios eran harina de otro costal. Las cuatro compañías libres que servían a Yunkai habían enviado a sus respectivos comandantes. A los Hijos del Viento los representaba el noble pentoshi al que llamaban el Príncipe Desharrapado, y a los Lanzas Largas, Gylo Rhegan, que tenía más aspecto de zapatero que de soldado y hablaba siempre en susurros. Barbasangre, de la Compañía del Gato, era más escandaloso que una docena de mercenarios: un hombre descomunal con una barba frondosa y un apetito desmesurado por el vino y las mujeres, que hablaba a gritos, eructaba, se tiraba pedos como truenos y pellizcaba a todas las sirvientas que se le ponían a tiro. De vez en cuando obligaba a una a sentarse en su regazo para estrujarle los senos y manosearla entre las piernas.
También había un representante de los Segundos Hijos.
«Si Daario estuviese aquí, esta comida acabaría en un baño de sangre.» Ninguna promesa de paz podría persuadir a su capitán de permitir a Ben Plumm el Moreno pasearse por Meereen y salir con vida. Dany había jurado que los siete enviados y comandantes no sufrirían daño alguno, pero los yunkios no se habían conformado con su palabra y habían exigido rehenes. A cambio de los tres nobles yunkios y los cuatro capitanes de mercenarios, Meereen había enviado a siete de los suyos al campamento de asedio: la hermana de Hizdahr y dos de sus primos; Jhogo, el jinete de sangre de Dany; el almirante Groleo; Héroe, capitán de los Inmaculados, y Daario Naharis.
—Te dejo a mis chicas —le había dicho su capitán al tiempo que le tendía el cinto de la espada con las mujeres lascivas de oro—. Mantenlas a salvo en mi nombre, amada. No queremos que hagan travesuras y corra la sangre entre los yunkios.
El Cabeza Afeitada también se encontraba ausente. Cuando Hizdahr se puso la corona, lo primero que hizo fue destituirlo como comandante de las Bestias de Bronce y colocar en su lugar a su primo Marghaz zo Loraq, un hombre pálido y rollizo.
«Es mejor así. La gracia verde afirma que había sangre entre los Loraq y los Kandaq, y el Cabeza Afeitada nunca ocultó su desdén por mi señor esposo. Y Daario…»
Desde la boda, Daario se había vuelto cada vez más indómito. No estaba satisfecho con la paz, y menos aún con el matrimonio de Dany, y lo enfurecía el engaño de los dornienses. Cuando el príncipe Quentyn les dijo que los otros ponientis se habían pasado a los Cuervos de Tormenta por orden del Príncipe Desharrapado, solo la intervención de Gusano Gris y sus Inmaculados pudo evitar que Daario acabara con todos ellos. Los falsos desertores estaban a salvo, prisioneros en las entrañas de la pirámide, pero la ira de Daario era cada vez más enconada.