—Os estamos dando tanta comida como podemos, tanta como podemos permitimos. Manzanas, cebollas, nabos, zanahorias… A todos nos queda un largo invierno por delante, y nuestros almacenes no son inagotables.
—Pues bien que coméis los cuervos —dijo Halleck mientras se hacía sitio a empujones.
«De momento.»
—Defendemos el Muro. El Muro protege al reino…, y ahora, también a vosotros. Sabéis a qué enemigo nos enfrentamos. Sabéis qué se nos viene encima. Algunos ya os habéis enfrentado a ellos: espectros y caminantes blancos; muertos de ojos azules y manos negras. Yo también los he visto, he luchado contra ellos, he mandado a uno al infierno. Primero matan, y luego envían a vuestros muertos contra vosotros. Los gigantes no han podido con ellos, ni los thenitas, ni los clanes del río de hielo, ni los pies de cuerno, ni el pueblo libre… y a medida que los días se acortan y las noches se hacen más frías, ellos se vuelven más fuertes. Cientos de vosotros habéis abandonado vuestros hogares y venido al sur… ¿y para qué? Para escapar de ellos, para estar a salvo. Pues lo que os mantiene a salvo es el Muro. Quienes os protegen son esos cuervos negros a los que denostáis.
—Nos protegéis y nos matáis de hambre —dijo una mujer de las lanzas achaparrada de cara curtida por el viento.
—¿Queréis más comida? —preguntó Jon—. La comida es para los que luchan. Ayudadnos a defender el muro y podréis comer tanto como el resto de cuervos.
«O igual de poco cuando nos quedemos sin nada.»
Se hizo el silencio. Los salvajes cruzaron miradas recelosas.
—Comer —susurró el cuervo—. Maíz, maíz.
—¿Luchar por ti? —dijo una voz de acento marcado. Sigom, el joven magnar de Thenn, hablaba la lengua común a trompicones en el mejor de los casos—. No luchar por ti. Matar mejor. Matar todos vosotros.
—Matar, matar —repitió el grajo batiendo las alas.
El padre de Sigom, el antiguo magnar, había muerto aplastado por una escalera que le cayó encima en el asalto del Castillo Negro.
«Yo respondería lo mismo si me pidieran que hiciera causa común con los Lannister», se dijo Jon.
—Tu padre intentó matamos a todos —le recordó a Sigorn—. El magnar era un hombre valiente, pero aun así fracasó. Y si hubiera conocido la victoria, ¿quién estaría guardando el Muro? —Se alejó de los thenitas—. Las murallas de Invernalia también eran fuertes, pero hoy Invernalia está en ruinas, quemada y destrozada. Ningún muro es más fuerte que los hombres que lo defienden.
—Nos masacráis, después nos matáis de hambre y ahora queréis convertimos en vuestros esclavos —dijo un anciano que acunaba un nabo contra su pecho.
—Yo preferiría ir desnudo antes que llevar una de esas andrajosas capas negras a la espalda —gritó en aprobación un hombre fornido de cara rojiza. Una mujer de las lanzas soltó una risotada.
—Ni siquiera tu esposa quiere verte desnudo, Butts.
Una docena de voces sonó a la vez. Los thenitas lanzaban gritos en la antigua lengua. Un niño se puso a llorar. Jon Nieve esperó hasta que el tumulto se hubo acallado y se volvió hacia Hal el Peludo.
—¿Qué le acabas de decir a esa mujer?
—¿Lo de la comida? Una manzana o una cebolla, es lo único que he dicho. Que tenía que escoger —respondió, confuso.
—Tenéis que escoger —repitió Jon Nieve—. Todos. Nadie os pide que os sometáis a nuestro juramento, y me trae sin cuidado a qué dioses adoréis. Mis dioses son los antiguos, los dioses del norte, pero vosotros podéis quedaros con el dios rojo, con los Siete o con cualquier otro que escuche vuestras oraciones. Lo que necesitamos son lanzas, arcos, ojos que vigilen el Muro.
»Aceptaré a cualquier chico que tenga más de doce años y sepa empuñar una lanza o tensar un arco. Aceptaré a los ancianos, a los heridos y a los tullidos, incluso a aquellos que ya no puedan pelear. Pueden realizar otras labores: emplumar flechas, ordeñar cabras, recoger leña, limpiar los establos… Hay muchísimo trabajo. Y sí, también aceptaré a vuestras mujeres. No quiero para nada doncellas tímidas que busquen protección, pero cualquier mujer de las lanzas será bien recibida.
—¿Qué hay de las chicas? —preguntó una. Parecía tener la edad de Arya la última vez que la había visto.
—Aceptaré a las que tengan más de dieciséis años.
—Pero aceptáis chicos de solo doce.
En los Siete Reinos no era infrecuente ver chicos de doce años de pajes o escuderos, y muchos llevaban años entrenándose. Las chicas de esa edad no eran sino niñas.
«Pero estas son salvajes.»
—Como queráis. Aceptaré chicos y chicas de doce años para arriba. Pero solo a aquellos que sepan acatar órdenes, y esto va por todos vosotros. Nunca os pediré que os arrodilléis ante mí, pero tendréis capitanes y sargentos que os dirán a qué hora levantaros y acostaros, dónde comer, cuándo beber, qué ropa llevar, y cuándo desenvainar la espada y disparar las flechas. Los hombres de la Guardia de la Noche sirven durante toda su vida. No os pediré lo mismo, pero mientras estéis en el Muro obedeceréis mis órdenes; de lo contrario os cortaré la cabeza. Mis hermanos me han visto hacerlo. Preguntadles a ellos si no me consideráis capaz.
—Cabeza —gritó el cuervo del Viejo Oso—. Cabeza, cabeza, cabeza.
—La elección es vuestra —prosiguió Jon Nieve—. Aquellos que queráis ayudamos a defender el Muro, volved conmigo al Castillo Negro y me ocuparé de que os den armas y comida. Los demás, coged vuestros nabos y vuestras cebollas, y volved a arrastraros a vuestros agujeros.
La chica fue la primera en adelantarse.
—Yo sé luchar. Soy hija de una mujer de las lanzas.
«Quizá no tenga ni doce años», pensó Jon, aunque asintió, y la chica se abrió paso entre dos ancianos. No tenía intención de renunciar a su única recluta.
La siguió un par de muchachos que no pasarían de los catorce. Después se acercó un hombre tuerto lleno de cicatrices.
—Yo también he visto a los muertos —le dijo—. Hasta los cuervos son preferibles.
Una mujer de las lanzas alta, un anciano que se apoyaba en dos bastones, un muchacho de cara ancha con un brazo atrofiado, un joven pelirrojo que le recordó a Ygritte…
—No me gustas, cuervo —gruñó Halleck entonces—, pero ese Mance tampoco me gustó nunca, ni a mí ni a mi hermana, y aun así, luchamos por él. ¿Por qué no luchar por ti?
Aquello derrumbó el dique. Halleck tenía seguidores.
«Mance no se equivocaba.»
—El pueblo libre no sigue a nombres, ni a animalitos de tela cosidos a una túnica —le había dicho el Rey-más-allá-del-Muro—. No baila por unas monedas y poco le importa qué ropa lleves, qué cargo representa una cadena o de quién seas nieto. Solo respetan la fuerza. Respetan al hombre por sí mismo.
A Halleck lo siguieron sus primos, y tras ellos, uno que portaba el estandarte de Harma. Después, hombres que habían luchado con ella o habían oído hablar de sus proezas. Ancianos, novatos, luchadores en buena forma, heridos, tullidos, más de veinte mujeres de las lanzas y hasta tres pies de cuerno.
«Ningún thenita.» El magnar se volvió y desapareció en los túneles, seguido estrechamente por sus acólitos vestidos de bronce.
Cuando entregaron la última manzana rancia, los carros ya estaban llenos de salvajes, y eran sesenta y tres más que cuando la columna había partido del Castillo Negro por la mañana.
—¿Qué vais a hacer con ellos? —le preguntó Bowen Marsh a Jon durante el regreso por el camino Real.
—Entrenarlos, armarlos, y dividirlos. Enviarlos adonde se los necesite. Guardiaoriente, Torre Sombría, Marcahielo, Guardiagrís… Tengo intención de abrir tres fuertes más.
El lord mayordomo miró hacia atrás.
—¿También enviaréis a las mujeres? Nuestros hermanos no están acostumbrados a que haya mujeres entre ellos, mi señor. Su juramento… Habrá peleas, violaciones…
—Estas mujeres tienen cuchillos y saben usarlos.
—¿Y qué pasará cuando una le corte el cuello a uno de nuestros hermanos?
—Habremos perdido un hombre —contestó Jon—, pero habremos ganado sesenta y tres. Se te dan bien las cuentas, mi señor. Corrígeme si me equivoco, pero diría que eso nos deja con sesenta y dos luchadores más que antes.
—También habéis añadido sesenta y tres bocas más, mi señor… Pero ¿cuántas de ellas pueden luchar, y de qué lado? Si los Otros llegan a nuestras puertas, es probable que luchen de nuestro lado, os lo concedo… pero cuando llegue Tormund Matagigantes, o el Llorón con diez mil asesinos aullantes, ¿qué pasará ese día? —Marsh no estaba nada convencido.
—Ese día lo sabremos. Así que esperemos que no llegue.
Soñó con su padre y con el Señor de la Mortaja. Soñó que eran la misma persona, y cuando su padre lo rodeó con brazos de piedra y se inclinó para darle el beso gris, se despertó con la boca seca y polvorienta, con sabor a sangre en los labios y el corazón martilleándole el pecho.
—El enano muerto nos ha sido devuelto —proclamó Haldon.
Tyrion sacudió la cabeza para limpiársela de las telarañas del sueño.
«Los Pesares. Me perdí en los Pesares.»
—No estoy muerto.
—Eso está por ver. —El Mediomaestre lo miraba desde arriba—.
Pato, sed buen pájaro y hervid caldo para nuestro amiguito. Debe de estar famélico.
Tyrion se dio cuenta de que se encontraba en la
Doncella Tímida,
bajo una manta áspera que apestaba a vinagre.
«Hemos dejado atrás los Pesares. Solo ha sido un sueño que he tenido mientras me ahogaba.»
—¿Por qué huele tanto a vinagre?
—Lemore os ha lavado con vinagre. Hay quien dice que sirve para prevenir la psoriagrís. Personalmente, lo dudo, pero tampoco se pierde nada por intentarlo. También ha sido Lemore quien os ha obligado a vomitar el agua de los pulmones cuando Grif os ha izado. Estabais frío como el hielo y teníais los labios azules. Yandry decía que sería mejor devolveros al río, pero el chico lo prohibió.
«El príncipe. —El recuerdo volvió como una ola: el hombre de piedra que extendía las manos grises agrietadas, la sangre que le brotaba de los nudillos—. Pesaba como una roca y me arrastró al fondo.»
—¿Grif me sacó? —«Mucho debe de odiarme; de lo contrario, me habría dejado morir»—. ¿Cuánto tiempo he dormido? ¿Dónde estamos?
—En Selhorys. —Haldon se sacó un cuchillo pequeño de la manga—.
Tomad.
Se lo lanzó a Tyrion con el mango por delante. El enano pegó un respingo. El cuchillo le aterrizó entre los pies y se quedó vibrando, clavado en la cubierta.
—¿Para qué lo quiero?
—Quitaos las botas y pinchaos uno por uno los dedos de los pies, y luego los de las manos.
—Eso va a doler.
—Más os vale. Hacedlo.
Tyrion se quitó una bota; luego la otra; se bajó las calzas y se examinó los pies. No le pareció que los dedos estuvieran mejor ni peor que de costumbre. Se pinchó con cautela el dedo gordo.
—Más fuerte —apremió Haldon Mediomaestre.
—¿Qué queréis?, ¿que me haga sangre?
—Si hace falta…
—Voy a acabar con una costra en cada dedo.
—No os pido que os contéis los dedos; quiero ver un rictus de dolor. Si los pinchazos duelen, no pasa nada. Si no notáis la punta del cuchillo, es hora de que empecéis a preocuparos.
«La psoriagrís.» Tyrion hizo un gesto de aprensión. Se pinchó otro dedo y soltó un taco cuando una perla de sangre manó en torno a la punta del cuchillo.
—Ha dolido. ¿Contento?
—Estoy que salto de alegría.
—Os huelen los pies más que a mí, Yollo. —Pato le dio un tazón de caldo—. Grif os advirtió que no tocarais a los hombres de piedra.
—Sí, pero se le olvidó advertir a los hombres de piedra que no me tocaran ellos a mí.
—A medida que os vayáis pinchando, revisad que no haya zonas de piel grisácea ni uñas ennegrecidas —dijo Haldon—. Si veis uno de esos indicios, no dudéis un momento: es mejor perder un dedo que todo el pie. Más os vale perder un brazo que pasaros el resto de vuestros días aullando en el puente del Sueño. Ahora los dedos del otro pie, por favor, y luego los de las manos.
El enano cruzó las piernas atrofiadas y empezó a pincharse el resto de los dedos.
—¿Me pincho también la polla?
—No estaría de más.
—¡No estaría de más para vos! Aunque, para lo que la uso, tanto me daría cortármela.
—Como queráis. La curtiremos, la rellenaremos y la venderemos por una fortuna. Las pollas de enano tienen poderes mágicos.
—Eso mismo les digo yo a las mujeres. —Tyrion se clavó el puñal en el pulgar, vio aflorar la perla de sangre y la lamió—. ¿Cuánto tiempo tendré que seguir castigándome? ¿Cuándo estaremos seguros de que estoy limpio?
—¿Seguros del todo? Nunca —replicó el Mediomaestre—. Os habéis tragado medio río. Puede que ya os estéis poniendo gris por dentro, empezando por el corazón y los pulmones. Si es así, no hay baño de vinagre que pueda salvaros y no sirve de nada que os pinchéis los dedos. Cuando acabéis, venid a tomar un caldo.
El caldo estaba bueno, aunque Tyrion advirtió que el Mediomaestre se cuidaba de que la mesa los separase en todo momento. La
Doncella Tímida
estaba atracada en un embarcadero destartalado de la orilla este del Rhoyne. Dos embarcaderos más allá, los soldados de una galera fluvial volantina bajaban a tierra. Las tiendas, tenderetes y almacenes se apretujaban contra un muro de arenisca. Más allá, la luz del sol poniente iluminaba las torres y cúpulas de la ciudad.
«No, no es una ciudad.» Selhorys se consideraba un simple pueblo, gobernado desde la Antigua Volantis. No estaban en Poniente.
Lemore subió a cubierta seguida por el príncipe. Al ver a Tyrion, corrió a abrazarlo.
—La Madre es misericordiosa. Hemos rezado por vos, Hugor.
«Habrás rezado tú, pero menos es nada.»
—No os lo tendré en cuenta.
El saludo de Grif el Joven fue menos efusivo. El príncipe estaba de mal humor por haberse visto obligado a permanecer en la
Doncella Tímida
en vez de bajar a la orilla con Ysilla y Yandry.
—Lo único que queremos es que estés a salvo —le había explicado Lemore—. Corren tiempos difíciles.
—Durante el trayecto de los Pesares a Selhorys hemos visto en tres ocasiones jinetes que iban hacia el sur por la orilla este. Eran dothrakis. Llegaron a acercarse tanto que les oíamos las campanillas de las trenzas, y a veces vemos las hogueras que encienden por la noche al otro lado de las colinas. También nos hemos cruzado con naves de combate y galeras fluviales volantinas abarrotadas de soldados esclavos; salta a la vista que los triarcas temen que haya un ataque contra Selhorys.