Danza de dragones (53 page)

Read Danza de dragones Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
7.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tenemos que averiguar qué hay de cierto en esos rumores. Id a la orilla y averiguad cuanto podáis. A ver si encontráis a Qavo, que estará informado. Andará por El Barquero, por La Tortuga Pintada o por los sitios de siempre.

—Vale. Me llevo al enano, que cuatro orejas oyen más que dos. Y ya sabéis cómo es Qavo con el
sitrang.

—Como queráis. Volved antes de que salga el sol. Si os demoráis por cualquier motivo, id con la Compañía Dorada.

«Así habla un verdadero señor», pensó Tyrion, aunque se guardó de decirlo en voz alta.

Haldon se puso una capa con capucha y Tyrion se cambió el atavío casero de bufón por ropa gris más discreta. Grif le dio a cada uno una bolsita de plata de los cofres de Illyrio.

—Para soltar lenguas —les dijo.

El ocaso dejaba paso a la oscuridad cuando recorrieron la orilla del río. Algunos barcos que vieron parecían desiertos, con las pasarelas levantadas. Otros estaban atestados de hombres armados que los miraron con desconfianza. Al pie de la muralla los tenderetes estaban iluminados con faroles de pergamino que proyectaban charcos de luz coloreada en los guijarros del camino. Tyrion vio como el rostro de Haldon pasaba del verde al rojo y luego al morado. Mezclada con la cacofonía de idiomas desconocidos distinguió una música extraña que procedía de un lugar cercano: una flauta aguda con acompañamiento de tambores. A sus espaldas ladraba un perro. Las putas habían salido: marítimo o fluvial, un puerto era un puerto, y donde hubiera marineros habría prostitutas.

«¿Mi padre se referiría a esto? ¿Ahí es adonde van las putas? ¿Al mar? —Las prostitutas de Lannisport y Desembarco del Rey eran mujeres libres. Sus hermanas de Selhorys eran esclavas, marcadas como tales por las lágrimas que llevaban tatuadas bajo el ojo derecho—. Más viejas que el pecado y el doble de feas, de la primera a la última. —Casi hacían que cualquiera renunciara al puterío. Tyrion sintió sus ojos clavados en ellos al pasar, y las oyó susurrar y ahogar risitas entre las manos—. Cualquiera diría que es la primera vez que ven a un enano.»

Una escuadra de lanceros volantinos montaba guardia en la puerta del río. La luz de las antorchas se reflejaba en las garras de acero que sobresalían de sus guanteletes. Los yelmos que llevaban eran máscaras de tigre, y los rostros que ocultaban con ellos tenían franjas verdes tatuadas en las mejillas. Tyrion sabía que los soldados esclavos de Volantis estaban muy orgullosos de sus rayas de tigre.

«¿Anhelarán la libertad? —se preguntó—. ¿Qué harían si esa niña reina se la concediera? Si dejan de ser tigres, ¿qué serán? Si yo dejo de ser un león, ¿qué seré?»

Un tigre vio al enano y dijo algo que hizo reír a los demás. Cuando llegaron junto a la puerta, se quitó el guantelete de garra y el guante sudado que llevaba debajo, le rodeó el cuello con el otro brazo y le frotó la cabeza enérgicamente. Tyrion se sobresaltó tanto que ni se le ocurrió oponer resistencia, y todo terminó en un instante.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó furioso al Mediomaestre.

—Dice que da buena suerte frotarle la cabeza a un enano —explicó Haldon tras un intercambio de palabras en el idioma del guardia.

—Decidles que chuparle la polla a un enano da más suerte todavía. —Tyrion se esforzó por dirigir una sonrisa al hombre.

—Mejor no, que los tigres tienen dientes afilados.

Otro guardia les hizo gestos con la antorcha para que cruzaran la puerta, y así, Haldon Mediomaestre entró en Selhorys seguido por Tyrion, que anadeaba tras él.

Ante ellos se abría una gran plaza llena de gente, ruido y luz pese a lo avanzado de la hora. Los faroles colgaban de cadenas de hierro sobre las puertas de tabernas y casas de placer, aunque dentro de la ciudad eran de cristal coloreado, no de pergamino. A su derecha ardía una hoguera ante un templo de piedra roja. Un sacerdote ataviado con una túnica escarlata estaba en el balcón del templo arengando a la pequeña multitud que se había congregado en torno a las llamas. Unos viajeros jugaban al
sitrang
enfrente de una posada; los soldados borrachos entraban y salían de lo que obviamente era un burdel; una mujer golpeaba a una mula ante la puerta de un establo… Un carro de dos ruedas pasó traqueteante junto a ellos, tirado por un elefante blanco enano.

«Esto es otro mundo —pensó Tyrion—, pero no muy diferente del que conozco.»

En el centro de la plaza se alzaba la estatua de mármol blanco de un hombre sin cabeza, con una armadura ornamentada hasta límites delirantes, a lomos de un caballo de similares características.

—¿Y este quién es? —preguntó Tyrion.

—El triarca Horonno. Un héroe volantino del Siglo de Sangre. Lo reeligieron triarca año tras año durante cuarenta años, hasta que se cansó de asambleas y se declaró triarca de por vida. A los volantinos no les hizo gracia y lo condenaron a muerte: lo ataron a dos elefantes, que lo partieron por la mitad.

—A la estatua le falta la cabeza.

—Era un tigre. Cuando los elefantes llegaron al poder, sus seguidores decapitaron las estatuas de todos aquellos a los que culpaban de tanta guerra y muerte. —Se encogió de hombros—. Eran otros tiempos. Venid, vamos a escuchar qué dice ese sacerdote. Me ha parecido oír el nombre de Daenerys.

Cruzaron la plaza para unirse a la creciente multitud congregada ante el templo rojo. Rodeado de gente, al hombrecito le costaba mucho ver algo que no fueran culos. Oía lo que decía el sacerdote, pero no entendía ni palabra.

—¿Comprendéis lo que está diciendo? —preguntó a Haldon en la lengua común.

—Lo comprendería si no tuviera a un enano chillándome al oído.

—Yo no chillo. —Tyrion se cruzó de brazos y miró hacia atrás para ver los rostros de los hombres y mujeres que se habían detenido para escuchar. Se volviera hacia donde se volviera, veía tatuajes.

«Esclavos. Cuatro de cada cinco son esclavos.»

—El sacerdote está llamando a los volantinos a la guerra —le dijo el Mediomaestre—, pero en el bando de la justicia, como soldados del Señor de Luz, R’hllor, que hizo el sol y las estrellas y lucha eternamente contra la oscuridad. Nyessos y Malaquo se han apartado de la luz, según él, y la arpía amarilla del este les ha oscurecido el corazón. Dice…

—Dragones. Eso lo he entendido, ha dicho dragones.

—Sí. Los dragones han venido para transportarla a la gloria.

—Transportarla. ¿A Daenerys?

—Benerro ha enviado noticias de Volantis —confirmó Haldon—. La llegada de esa mujer es el cumplimiento de una antigua profecía. Nació del humo y la sal para renovar el mundo. Ella es Azor Ahai reencarnado, y su triunfo sobre la oscuridad traerá un verano que no terminará jamás. La propia muerte doblará la rodilla ante ella, y todos los que mueran luchando por su causa volverán a nacer.

—¿Tengo que volver a nacer en el mismo cuerpo? —preguntó Tyrion. La multitud crecía por momentos, y notaba empujones por todas partes—. ¿Quién es Benerro?

—El Sumo Sacerdote del templo rojo de Volantis. —Haldon arqueó una ceja—. Llama de la Verdad, Luz de la Sabiduría, Primer Servidor del Señor de Luz, Esclavo de R’hllor.

El único sacerdote rojo que había conocido Tyrion era Thoros de Myr, el jaranero, corpulento y campechano Thoros, siempre con manchas de vino en la túnica, que haraganeaba por la corte de Robert trasegando las mejores cosechas de sus bodegas y mostraba las llamas de la espada cada vez que se metía en una liza.

—Me gustan los sacerdotes gordos, corruptos y cínicos —dijo a Haldon—, los que gustan de sentarse en cojines de seda, comer golosinas y follarse a los niños. Los que creen en los dioses son los que dan problemas.

—Este problema en concreto podría sernos útil. Sé adonde podemos ir a buscar respuestas. —Haldon pasó junto al héroe decapitado para dirigirse hacia una gran posada de piedra que daba a la plaza. Sobre la puerta pintada de colores chillones colgaba el caparazón de una tortuga inmensa. Dentro, un centenar de velitas rojas ardían como estrellas lejanas. El aire estaba cargado del aroma de la carne asada con especias, y una joven esclava con una tortuga tatuada en la mejilla estaba sirviendo un vino verde claro.

—Ahí. Esos dos —dijo Haldon desde la puerta.

En un rincón, dos jugadores de
sitrang
estudiaban las piezas a la luz de una vela roja. Uno era flaco y enjuto, de escaso pelo negro y nariz afilada. El otro tenía los hombros anchos, una panza redonda y tirabuzones que le llegaban hasta el cuello. Ninguno de los dos se dignó apartar la vista de la partida hasta que Haldon colocó una silla entre ambos.

—Mi enano juega al
sitrang
mejor que vosotros dos juntos.

El corpulento alzó los ojos para mirar con enfado a los intrusos y dijo algo en la lengua de la Antigua Volantis, demasiado deprisa para que Tyrion entendiera nada. El delgado se acomodó en la silla.

—¿Está en venta? —preguntó en la lengua común de Poniente—. En la colección de monstruos del triarca no hay ningún enano que juegue al
sitrang.

—Yollo no es esclavo.

—Qué pena.

El flaco movió un elefante de ónice. Al otro lado del tablero, el jugador que llevaba el ejército de alabastro frunció los labios en un rictus de desaprobación y movió el caballo.

—Qué disparate —señaló Tyrion. Le tocaba a él representar su papel.

—Desde luego —dijo el flaco. Su respuesta fue mover el caballo, tras lo cual hubo una serie de movimientos rápidos, y al final el flaco sonrió—. Muerte, amigo mío. —El hombretón se quedó mirando el tablero, y al cabo de un rato se levantó y gruñó algo en su idioma. Su adversario se echó a reír—. Anda ya, el enano no huele tan mal. —Hizo un ademán a Tyrion para que ocupara la silla vacía—. Vamos, hombrecito. Pon plata en la mesa y a ver qué tal se te da este juego.

«¿Qué juego?», estuvo a punto de preguntar Tyrion mientras se encaramaba a la silla.

—Juego mejor con la tripa llena y una copa de vino en la mano. —El flaco se volvió y llamó a una esclava para pedirle comida y bebida.

—El noble Qavo Nogarys es el oficial de aduanas de Selhorys —dijo Haldon—. Nunca he conseguido derrotarlo.

—Puede que yo tenga más suerte —dijo Tyrion, que lo había entendido al instante.

Abrió la bolsa y fue poniendo monedas de plata junto al tablero, una encima de otra, hasta que Qavo sonrió. Ambos empezaron a colocar las piezas tras la pantalla del tablero de
sitrang.

—¿Qué noticias llegan de río abajo? —preguntó Haldon—. ¿Habrá guerra?

—Eso quieren los yunkios. —Qavo se encogió de hombros—. Se hacen llamar «sabios amos». Sabiduría, no sé, pero astucia no les falta. Su enviado nos trajo cofres de oro y piedras preciosas, y doscientos esclavos, chicas núbiles y muchachitos de piel suave, todos entrenados en el camino de los siete suspiros. Tengo entendido que sus banquetes son memorables, y sus sobornos, espléndidos.

—¿Los yunkios han comprado a vuestros triarcas?

—Solo a Nyessos. —Qavo retiró la pantalla y estudió la disposición del ejército de Tyrion—. Malaquo está viejo y desdentado, pero sigue siendo un tigre, y a Doniphos no lo reelegirán triarca. La ciudad tiene hambre de guerra.

—¿Por qué? —quiso saber Tyrion—. Meereen está a muchas leguas, al otro lado del mar. ¿En qué ha ofendido esa dulce niña reina a la Antigua Volantis?

—¿Dulce? —Qavo se echó a reír—. Si es cierta la mitad de las anécdotas que nos llegan de la bahía de los Esclavos, esa niña es un monstruo. Dicen que tiene sed de sangre, que quienes osan contradecirla acaban empalados para sufrir una muerte lenta. Dicen que es una bruja que alimenta a sus dragones con carne de recién nacido, que rompe juramentos y treguas, que se burla de los dioses, amenaza a los enviados y se vuelve contra aquellos que la sirven con lealtad. Dicen que es insaciable, que se aparea con hombres, mujeres y eunucos; hasta con perros y niños, y pobre del amante que no logre satisfacerla. Entrega el cuerpo a los hombres para poseer su alma.

«Vaya, qué bien —pensó Tyrion—. Si me entrega el cuerpo, por mí puede quedarse con mi alma para siempre. Con lo pequeña y retorcida que es…»

—Dicen —repitió Haldon—. ¿Quién lo dice? Los esclavistas, los exiliados a los que ha expulsado de Astapor y Meereen. Simples calumnias.

—Las mejores calumnias están aderezadas con un toque de verdad —apuntó Qavo—, pero el verdadero pecado de la chica es innegable. Esa niña arrogante ha decidido acabar con el tráfico de esclavos, y el tráfico de esclavos nunca fue exclusivo de la bahía. Formaba parte del comercio mundial, y la reina dragón ha enturbiado las aguas. Tras la Muralla Negra, los señores de sangre antigua duermen inquietos mientras oyen a sus esclavos afilar los cuchillos en la cocina. Los esclavos cultivan nuestros alimentos, limpian nuestras calles, instruyen a nuestros jóvenes, vigilan las murallas, reman en las galeras, combaten en las batallas… Y cuando miran hacia el este ven el brillo lejano de esa joven reina, la rompedora de cadenas. La Antigua Sangre no lo tolerará, y los pobres también la detestan, porque hasta el mendigo más vil tiene más categoría que un esclavo y la reina dragón le arrebata ese consuelo.

Tyrion movió los lanceros hacia delante. Qavo respondió con el caballo ligero, y Tyrion avanzó una casilla con los ballesteros.

—El sacerdote rojo de fuera cree que Volantis debería apoyar a esa reina de plata, no luchar contra ella.

—Los sacerdotes rojos harían mejor en callarse —replicó Qavo Nogarys—. Ya ha habido enfrentamientos entre sus seguidores y los que adoran a otros dioses. Los discursos incendiarios de Benerro solo servirán para desencadenar una ira brutal contra él.

—¿Qué discursos? —preguntó el enano mientras jugueteaba con su plebe.

—En Volantis, miles de esclavos y libertos abarrotan noche tras noche la plaza del templo para oír los gritos de Benerro sobre estrellas sangrantes y una espada de fuego que limpiará el mundo. —El volantino sacudió una mano—. Ha estado predicando que Volantis arderá si los triarcas se levantan en armas contra la reina plateada.

—Esa profecía puedo hacerla hasta yo. Ah, la cena.

Les sirvieron una fuente de cabra asada sobre un lecho de rodajas de cebolla. La carne era aromática y estaba muy especiada, tostada por fuera y roja y jugosa en el interior. Tyrion cogió un trozo. Estaba tan caliente que le quemó los dedos, pero estaba tan buena que no pudo contenerse y agarró un pedazo más. Lo regó todo con un licor volantino verde claro que era lo más parecido al vino que había tomado desde hacía siglos.

Other books

Glorious Ones by Francine Prose
Midnight at Mallyncourt by Jennifer Wilde
Edge of Infinity by Jonathan Strahan
Dirty Little Secret by Sheridan, Ella
Unknown by Unknown