Tyrion lo entendió al momento. Selhorys era la única localidad importante de la orilla este del Rhoyne, con lo que estaba mucho más a merced de los señores de los caballos que sus hermanos del otro lado del río.
«Pero no deja de ser un premio menor. Si yo fuera
khal,
fintaría hacia Selhorys, esperaría a que los volantinos se apresurasen a defenderla y me desviaría hacia el sur para entrar en la mismísima Volantis.»
—Sé manejar la espada —insistía Grif el Joven.
—Hasta vuestros antepasados más valientes se rodeaban de su Guardia Real en los momentos de peligro.
Lemore se había cambiado la ropa de septa por otra más adecuada para la esposa o la hija de un mercader próspero. Tyrion la observó con atención. No le había costado mucho descubrir qué ocultaba el pelo teñido de azul de Grif y de Grif el Joven; Yandry e Ysilla eran lo que parecían, mientras que Pato era menos de lo que aparentaba. En cambio, Lemore…
«¿Quién será en realidad? ¿Qué hará aquí? Juraría que no es por el oro. ¿Qué relación la unirá con el príncipe? ¿Habrá sido alguna vez una verdadera septa?»
Haldon también se había fijado en el cambio de atuendo.
—¿A qué viene esta repentina pérdida de fe? Os prefería con ropa de septa, Lemore.
—Yo la prefería desnuda —señaló Tyrion.
Lemore le lanzó una mirada cargada de reproches.
—Eso es porque tenéis un alma retorcida. La ropa de septa proclama a los cuatro vientos que venimos de Poniente, y podría atraer más atención de la que nos interesa. —Se volvió hacia el príncipe Aegon—. No sois el único que se esconde.
Aquello no apaciguó al joven.
«Es el príncipe perfecto, pero sigue siendo un muchacho sin experiencia que lo ignora todo sobre el mundo y sus peligros.»
—Príncipe Aegon —dijo Tyrion—, visto que estamos condenados a quedarnos en el barco, ¿me honraréis con una partidita de
sitrang
para pasar el rato?
El príncipe lo miró con desconfianza.
—Estoy harto del jugar al
sitrang.
—Harto de perder contra un enano, querréis decir.
Aquello acicateó el orgullo del muchacho, tal como Tyrion había previsto.
—Id a buscar el tablero y las piezas. Esta vez voy a haceros pedazos.
Jugaron en la cubierta, sentados tras la cabina con las piernas cruzadas. Grif el Joven organizó su ejército para un ataque, con el dragón, los elefantes y caballería pesada delante.
«Una formación juvenil, tan osada como estúpida. Se lo juega todo a una victoria rápida » Dejó que el príncipe hiciera la primera jugada. Haldon se puso tras ellos para observar la partida.
El príncipe fue a coger el dragón y Tyrion carraspeó.
—Yo en vuestro lugar no haría eso. Es un error sacar el dragón tan pronto. —Le dirigió una sonrisa cándida—. Vuestro padre sabía muy bien cuán peligroso es el exceso de osadía.
—¿Conocisteis a mi verdadero padre?
—Lo vi un par de veces, pero yo solo tenía diez años cuando lo mató Robert, y mi padre me tenía escondido debajo de una piedra. No, no se puede decir que conociera al príncipe Rhaegar. Quien lo conocía era vuestro falso padre. Lord Connington era el amigo más querido del príncipe, ¿verdad?
Grif el Joven se apartó un mechón de pelo azul de los ojos.
—Sirvieron juntos de escuderos en Desembarco del Rey.
—Sí, nuestro lord Connington es un buen amigo. Tuvo que serlo para guardar tanta lealtad al nieto del rey que le arrebató tierras y títulos y lo mandó al exilio. Eso sí que fue una pena. De no haber sido así, tal vez el príncipe Rhaegar habría tenido un amigo cerca cuando mi padre saqueó Desembarco del Rey para evitar que estamparan los regios sesos del adorado hijito del príncipe contra la pared.
—No era yo —replicó el chico, acalorado—. Ya os lo he dicho, era el hijo de un curtidor de Curva de Meados cuya madre había muerto en el parto. Su padre se lo vendió a lord Varys por una jarra de dorado del Rejo. Ya tenía otros hijos, pero el dorado del Rejo no lo había probado nunca. Varys entregó el bebé del Meados a mi madre y se me llevó.
—Cierto. —Tyrion movió los elefantes— Y cuando murió el príncipe del Meados, el eunuco os envió al otro lado del mar Angosto con su gordo amigo el mercachifle, que os escondió en una barcaza y buscó a un señor exiliado que os hiciera las veces de padre. Es una historia espléndida, y los bardos le sacarán mucho partido cuando os sentéis en el Trono de Hierro… siempre que nuestra hermosa Daenerys os acepte como consorte.
—Me aceptará. Tiene que aceptarme.
—¿«Tiene que»? —recalcó Tyrion—. Tch, tch. No es algo que a las reinas les guste mucho oír. Sin duda sois el príncipe perfecto: astuto, osado y tan atractivo como podría soñar cualquier doncella. Pero Daenerys Targaryen no es ninguna doncella. Es viuda de un
khal
dothraki, madre de dragones y saqueadora de ciudades. Aegon el Conquistador con tetas. A lo mejor no está tan dispuesta como creéis.
—Lo estará. —El príncipe Aegon parecía consternado. Era obvio que no se había parado a pensar en la posibilidad de que su futura esposa lo rechazara—. Vos no la conocéis. —Cogió el caballo y lo movió con un golpe brusco. El enano se encogió de hombros.
—Sé que se pasó la infancia en el exilio y la pobreza, alimentándose de sueños y planes, huyendo de una ciudad a otra, siempre con miedo, nunca a salvo, sin más aliados que un hermano que, según se dice, estaba medio loco. Y que vendió la virginidad de su hermana a los dothrakis por la promesa de un ejército. Sé que por allí, enmedio de la hierba, nacieron sus dragones y, en cierto modo, ella también. Sé que es orgullosa, ¿cómo no iba a serlo? ¿Qué le queda, si no el orgullo? Sé que es fuerte, ¿cómo no va a serlo? Los dothrakis desprecian la debilidad. Si Daenerys fuera débil, habría muerto, igual que Viserys. Y sé que es fiera. Astapor, Yunkai y Meereen lo demuestran. Ha cruzado el mar de hierba y el erial rojo; ha sobrevivido a intentos de asesinato, conspiraciones y hechizos, y ha llorado a un hermano, a un esposo y a un hijo, para reducir a polvo las ciudades esclavistas bajo sus lindas sandalias. A ver, ¿cómo creéis que reaccionará esta reina cuando aparezcáis con vuestro cuenco de mendigo en la mano y le digáis: «Muy buenas, tita, soy tu sobrino Aegon, que ha vuelto de entre los muertos. Llevo toda la vida escondido en una barcaza, pero ahora me he lavado el tinte azul del pelo y quiero un dragón, si no es mucha molestia. Ah, por cierto, ¿he comentado que mi derecho al Trono de Hierro es más sólido que el tuyo?»
—No me presentaré ante mi tía como un mendigo. Aegon apretó los labios, furioso. Llegaré como su igual, con un ejército.
—Con un ejército pequeñito. —«Bien, esto lo ha puesto furioso. Tengo un don especial para enfurecer a los príncipes», pensó el enano acordándose de Joffrey—. La reina Daenerys tiene un ejército considerable, y no gracias a vos. —Tyrion movió los ballesteros.
—Decid lo que gustéis. Será mi esposa; lord Connington se encargará de eso. Confío en él como si fuera sangre de mi sangre.
—Tal vez deberíais ser vos el bufón, y no yo. ¡No confiéis en nadie, príncipe mío! Ni en vuestro maestre sin cadena, ni en vuestro falso padre, ni en el gallardo Pato, ni en la adorable Lemore, ni en ninguno de estos buenos amigos que os han criado. Por encima de todo, no confiéis en el mercader de quesos, ni en la Araña, ni en la reinecita dragón con la que pensáis casaros. Tanta desconfianza se os agriará en el estómago y no os dejará conciliar el sueño, sí, pero eso es mejor que sumirse en aquel que no se despierta. —Empujó el dragón negro al otro lado de una cadena montañosa—. En fin, ¿qué sabré yo? Vuestro falso padre es un gran señor, y yo solo soy un hombre que más bien parece un mono. Pero lo cierto es que haría las cosas de manera diferente.
—¿Cómo de diferente? —Aquellas palabras habían captado la atención del chico.
—¿Si estuviera en vuestro lugar? Iría hacia el oeste, no hacia el este. Desembarcaría en Dorne y alzaría mis estandartes. Los Siete Reinos no han estado nunca más maduros para la conquista. El Trono de Hierro lo ocupa un niño; el Norte es un caos, las tierras de los ríos están asoladas; un rebelde ha ocupado Bastión de Tormentas y Rocadragón. Cuando llegue el invierno, el reino pasará hambre y ¿quién queda para enfrentarse a todo esto? ¿Quién gobernará al pequeño rey que gobierna los Siete Reinos? Nada menos que mi querida hermana. No hay nadie más. Mi hermano Jaime está sediento de batalla, no de poder. Ha eludido toda posibilidad de gobernar. Mi tío Kevan sería un regente aceptable si lo obligaran a asumir el cargo, pero por iniciativa propia no lo va a buscar. Los dioses le dieron talante de seguidor, no de cabecilla. —«Bueno, los dioses y mi señor padre»—. Mace Tyrell se haría con el cetro de buena gana, pero mi familia no se apartará para cederle el paso así por las buenas. Y a Stannis lo odia todo el mundo. ¿Quién nos queda entonces? Cersei. Solo Cersei.
»Poniente está desgarrado y sangra, y no me cabe duda de que mi querida hermana estará tratando las heridas… con sal. Cersei es tan bondadosa como el rey Maegor, tan generosa como Aegon el Indigno y tan prudente como Aerys el Loco. Nunca olvida una ofensa, verdadera o imaginaria. Confunde la cautela con la cobardía y la disensión con el desafío. Y es codiciosa: ansia poder, honor, amor… El reinado de Tommen está apuntalado por todas las alianzas que forjó mi señor padre con tanto esmero, pero ella no tardará en destruirlas, de la primera a la última. Desembarcad; alzad vuestros estandartes, y los hombres correrán a unirse a vuestra causa. Todos: señores grandes y pequeños, y también el pueblo llano. Pero no os demoréis demasiado, mi príncipe. Estas circunstancias no durarán. La marea que os levanta no tardará en retroceder. Aseguraos de llegar a Poniente antes de que caiga mi hermana y ocupe su lugar alguien más competente.
—Pero… —El príncipe Aegon dudaba—. Sin Daenerys y sus dragones, ¿qué esperanza tenemos de vencer?
—No tenéis que vencer —replicó Tyrion—. Lo único que debéis hacer es alzar los estandartes, aglutinar a vuestros seguidores y esperar a que llegue Daenerys para unir sus fuerzas a las vuestras.
—Decís que no me aceptaría.
—Puede que me equivoque. A lo mejor le dais pena cuando os vea llegar mendigando su mano. —Se encogió de hombros—. ¿Queréis jugaros el Trono de Hierro al capricho de una mujer? En cambio, si vais a Poniente… Ah, entonces seréis un rebelde, no un mendigo. Osado, temerario, un verdadero vástago de la casa Targaryen que sigue las huellas de Aegon el Conquistador. Un dragón.
»Ya os he dicho que conozco a nuestra pequeña reina. Esperad a que se entere de que el hijo asesinado de su hermano Rhaegar sigue vivo y es un valeroso muchacho que ha izado una vez más la enseña del dragón de sus antepasados en Poniente, y que lucha contra viento y marea para vengar a su padre y recuperar el Trono de Hierro para la casa Targaryen, acosado por todos los flancos…, y ella volará a vuestro lado tan deprisa como la puedan transportar el viento y el agua. Sois el último de su estirpe, y a esta Madre de Dragones, a esta rompedora de cadenas, le gustan los rescates por encima de todo. La chica que prefirió ahogar en sangre las ciudades esclavistas a permitir que unos desconocidos siguieran encadenados será incapaz de abandonar al hijo de su propio hermano cuando más la necesita. Y cuando llegue a Poniente y os reunáis será como iguales, como hombre y mujer, no como reina y mendigo. ¿Qué podrá impedir que os ame? —Sonrió, cogió el dragón y lo hizo volar sobre el tablero—. Vuestra alteza tendrá que disculparme, pero tenéis al rey atrapado. Muerte en cuatro jugadas.
El príncipe se quedó mirando el tablero.
—El dragón…
—Está demasiado lejos para salvaros. Deberíais haberlo movido al centro de la batalla.
—¡Pero si me dijisteis…!
—Mentí. No os fiéis de nadie. Y tened siempre cerca vuestro dragón.
Grif el Joven se puso en pie bruscamente y volcó el tablero; las piezas de
sitrang
salieron volando en todas direcciones, rebotaron y rodaron por la cubierta de la
Doncella Tímida.
—Recógelas —ordenó.
«Puede que sí sea un Targaryen.»
—Como desee vuestra alteza. —Tyrion se puso a cuatro patas y se arrastró por la cubierta para recoger las piezas.
Ya estaba poniéndose el sol cuando Ysilla y Yandry volvieron a la
Doncella Tímida,
seguidos por un porteador que empujaba una carretilla cargada de provisiones: harina, sal, mantequilla recién batida, panceta envuelta en lino, sacos de naranjas, manzanas y peras… Yandry llevaba una cuba de vino al hombro, mientras que Ysilla transportaba de igual manera un lucio del tamaño de Tyrion.
Cuando vio al enano al final de la pasarela, Ysilla se detuvo tan bruscamente que Yandry tropezó con ella y estuvo a punto de tirar el lucio al río. Pato la ayudó a sujetarlo, e Ysilla miró a Tyrion y le hizo un extraño gesto, apuntándolo con tres dedos.
«Para librarse del mal de ojo.»
—Ya os ayudo con ese pescado —le dijo a Pato.
—¡No! —espetó Ysilla—. Atrás. No toquéis más comida que la que vayáis a comeros.
—Como gustéis. —El enano levantó las dos manos.
—¿Dónde está Grif? —preguntó Yandry a Haldon al tiempo que dejaba la cuba en cubierta.
—Durmiendo.
—Pues despertadlo. Traemos una noticia importante. El nombre de la reina está en boca de todos en Selhorys. Se rumorea que aún están en Meereen, bajo asedio. Si es verdad lo que se dice en los mercados, la Antigua Volantis también va a declararle la guerra.
—Los chismes de los pescaderos no son de fiar. —Haldon frunció los labios—. Pero sí, será mejor que se lo digamos a Grif. Ya sabéis cómo es. —El Mediomaestre bajó a los camarotes.
«La chica no llegó a emprender viaje hacia el oeste. —Habría tenido buenos motivos. Entre Meereen y Volantis había quinientas leguas de desiertos, montañas, pantanos y ruinas, además de Mantarys, con su siniestra reputación—. Una ciudad de monstruos, dicen, pero si marcha por tierra, ¿dónde si no se aprovisionará de agua y comida? Por mar sería más rápido, pero si no tiene barcos…»
Cuando Grif apareció en cubierta, el lucio ya se asaba en las brasas mientras Ysilla lo vigilaba y lo rociaba de limón. El mercenario llevaba cota de malla, capa de piel de lobo, guantes de gamuza y calzones de lana oscura. Si se sorprendió de ver a Tyrion despierto, no lo dejó entrever más allá de su habitual gruñido a modo de saludo. Fue con Yandry junto al timón, donde conversaron en voz demasiado baja para que el enano no se enterase de nada. Al cabo de un rato llamó a Haldon.