—Si Harry Strickland quiere hacerle algo, no podremos protegerlo en la
Doncella Tímida.
Strickland tiene diez mil espadas a sus órdenes; nosotros tenemos a Pato. Aegon es todo lo que se puede esperar de un príncipe; seguro que Strickland y los demás se darán cuenta. Estos son sus hombres.
—Son sus hombres porque vos les habéis pagado; en realidad son diez mil desconocidos armados, sin contar a los parásitos ni a las vivanderas. Es suficiente que nos traicione uno para que acaben con nosotros. Si la cabeza de Hugor valía un señorío, ¿cuánto estará dispuesta a pagar Cersei Lannister por el heredero legítimo del Trono de Hierro? No conocéis a esos hombres, mi señor. Han pasado doce años desde que cabalgabais con la Compañía Dorada, y vuestro viejo amigo ha muerto.
«Corazón Negro. —Myles Toyne estaba tan lleno de vida cuando Grif lo vio por última vez que le costaba aceptar que hubiera muerto—. Una calavera dorada en la punta de una pica, y Harry Strickland, Harry Sintierra en su lugar.» Sabía que Lemore no andaba desencaminada. Los hombres de la Compañía Dorada eran mercenarios, por muy caballeros y señores que hubieran sido sus padres y abuelos en Poniente antes del exilio, y no se podía confiar en un mercenario. Aun así…
La noche anterior había vuelto a soñar con Septo de Piedra. Iba de casa en casa solo, con la espada en la mano; derribaba puertas; subía por escaleras; saltaba de tejado en tejado mientras en sus oídos no dejaban de resonar las campanas distantes. El tañido grave del bronce y los tonos musicales de la plata le reverberaban en el cráneo, en una cacofonía enloquecedora que se fue haciendo cada vez más insistente hasta que le pareció que le iba a estallar la cabeza.
Habían transcurrido diecisiete años desde la batalla de las Campanas, pero el sonido siempre le formaba un nudo en la garganta. Había quien decía que el reino cayó cuando Robert mató al príncipe Rhaegar en el Tridente, pero lo cierto era que la batalla del Tridente ni siquiera habría tenido lugar si el grifo hubiera matado al venado en Septo de Piedra.
«Aquel día, las campanas doblaron por todos nosotros. Por Aerys, por su reina, por Elia de Dorne, por su hijita, y por todo hombre leal y toda mujer decente de los Siete Reinos. Y por mi príncipe plateado.»
—El plan era no revelar la identidad del príncipe Aegon hasta que estuviéramos ante la reina Daenerys —dijo Lemore.
—Eso era cuando creíamos que venía hacia el oeste, pero nuestra reina dragón ha reducido a cenizas ese plan, y gracias al imbécil de Pentos hemos agarrado a la dragona por la cola y nos hemos quemado los dedos hasta el hueso.
—Illyrio no tenía manera de saber que iba a quedarse en la bahía de los Esclavos.
—Igual que no tenía manera de saber que el Rey Mendigo moriría joven, ni que Khal Drogo no tardaría en seguirlo. No son muchos los planes del gordo que se han hecho realidad. —Grif se palmeó la empuñadura de la espada con la mano enguantada—. Llevo demasiados años bailando al son que toca el gordo, y ¿de qué nos ha servido? El príncipe ya es un hombre, ha llegado la hora de…
—¡Grif! —llamó Yandry en voz alta para hacerse oír por encima de la campana de los titiriteros—. ¡Es Haldon!
Y era él. El Mediomaestre tenía aspecto acalorado y sucio, con marcas oscuras en las axilas de la túnica de lino claro y la misma expresión amarga que en Selhorys, cuando volvió a la
Doncella Tímida
para confesar que el enano había desaparecido. Pero tiraba de las riendas de tres caballos, y eso era lo único que importaba.
—Que suba el chico —le dijo Grif a Lemore—. Aseguraos de que está listo.
—Como queráis —respondió ella de mala gana.
«Así tendrá que ser.» Le había tomado cariño a Lemore, pero eso no quería decir que necesitara su aprobación. Su misión consistía en instruir al príncipe en la doctrina de la fe y la había llevado a cabo, pero ni todas las oraciones del mundo lo sentarían en el Trono de Hierro: eso era cosa suya. Grif le había fallado una vez al príncipe Rhaegar, pero no fallaría a su hijo mientras le quedara aliento.
Los caballos que llevaba Haldon no le gustaron.
—¿Esto es lo mejor que habéis encontrado? —se quejó.
—Pues sí —respondió el Mediomaestre, irritado—. Y más vale que no preguntéis cuánto nos han costado. Los dothrakis están al otro lado del río, así que de repente, la mitad de la población de Volon Therys ha decidido que prefiere estar en cualquier otro lugar, con lo que la carne de caballo se está poniendo por las nubes.
«Tendría que haber ido yo. —Después de lo de Selhorys, le costaba confiar en Haldon. Se había dejado engañar por el enano y por su labia, y le había permitido meterse a solas en un burdel mientras él lo esperaba como un idiota en la plaza. El dueño del burdel les había dicho y repetido que al hombrecito se lo habían llevado a punta de espada, pero Grif no acababa de creérselo. El Gnomo era suficientemente listo para tramar su propia captura, y el borracho del que hablaban las putas bien podía ser un esbirro contratado por él—. Yo también tengo la culpa. Después de que el enano se interpusiera entre Aegon y el hombre de piedra, bajé la guardia. Tendría que haberle cortado el cuello nada más ponerle la vista encima.»
—En fin, tendrán que valer —dijo a Haldon—. El campamento está a poco más de una legua hacia el sur.
La
Doncella Tímida
los habría llevado mucho más deprisa, pero prefería que Harry Strickland ignorase dónde habían estado el príncipe y él. Tampoco le gustaba la idea de llegar chapoteando por el lodo de los bajíos de la ribera: así podían presentarse un mercenario y su hijo, pero no un gran señor y su príncipe.
El príncipe salió de la cabina con Lemore, y Grif lo examinó de pies a cabeza. Llevaba espada y puñal, botas negras relucientes y una capa negra con ribete de seda rojo sangre. Se había lavado y cortado el pelo y lo llevaba recién teñido de azul oscuro, con lo que sus ojos también parecían azules. Lucía al cuello los tres grandes rubíes de talla cuadrada engarzados en una cadena de hierro negro que le había regalado el magíster Illyrion.
«Rojo y negro, los colores del dragón.» Era perfecto.
—Tienes aspecto de príncipe —le dijo—. Si te viera tu padre, estaría orgulloso de ti.
—Estoy harto de teñirme de azul. —Grif el Joven se pasó los dedos por el pelo—. Tendría que habérmelo lavado de una vez.
—Ya falta menos. —A Grif también le gustaría recuperar sus verdaderos colores, aunque el cabello que antes era rojo se había tornado blanco. Dio una palmada al muchacho en el hombro—. ¿Nos vamos? Tu ejército te espera.
—Me gusta cómo suena eso. Mi ejército. —La sonrisa que le iluminó el rostro duró solo un instante—. Pero ¿es mi ejército de verdad? Se trata de mercenarios, y Yollo me advirtió de que no confiara en nadie. »
—Es un consejo inteligente —reconoció Grif. Habría sido distinto si Corazón Negro siguiera al mando, pero Myles Toyne llevaba cuatro años muerto y Harry Sintierra era muy diferente. Pero no podía decírselo al muchacho; el enano ya había sembrado suficientes dudas en él—. No todo el mundo es lo que aparenta, y los príncipes tienen más motivo que nadie para desconfiar, pero si te extralimitas, la desconfianza te envenenará, te amargará y te hará tener miedo de todo. —«Eso le pasó al rey Aerys. Hacia el final fue obvio hasta para Rhaegar»—. Lo mejor es un término medio. Que los hombres se ganen tu confianza con servicios leales, sí, pero cuando lo hagan, sé generoso y abre tu corazón.
—Lo recordaré. —El muchacho asintió.
Asígnaron al príncipe el mejor de los tres caballos, un gran capón de un gris muy claro, casi blanco. Grif y Haldon cabalgaban a su lado en monturas inferiores. El camino discurría hacia el sur bajo la alta muralla blanca de Volon Therys durante el primer tramo, pero luego dejaba atrás la ciudad para seguir el curso serpenteante del Rhoyne entre bosquecillos de sauces y campos de amapolas, junto a un alto molino de viento cuyas aspas crujían como huesos viejos.
Llegaron adonde estaba la Compañía Dorada, junto al río, cuando ya se ponía el sol por el oeste. El mismísimo Arthur Dayne habría aprobado aquel campamento: compacto, ordenado, fácil de defender… Habían cavado una zanja profunda alrededor, y el fondo estaba sembrado de estacas. Las tiendas estaban dispuestas en hileras, separadas por anchas avenidas. Las letrinas se encontraban junto al río, para que la corriente se llevara los desechos. Los caballos estaban al norte; tras ellos, dos docenas de elefantes pastaban junto al agua y arrancaban juncos con la trompa. Grif observó a las enormes bestias grises con aprobación.
«No hay corcel de guerra en todo Poniente que pueda resistir contra ellos.»
Los estandartes de combate de tela de oro ondeaban en lo alto de sus astas en el perímetro del campamento. Bajo ellos hacían la ronda los centinelas con armas y armaduras, lanzas y ballestas en ristre, alertas ante cualquiera que se aproximara. Grif había temido que la compañía se hubiera descuidado bajo el mando de Harry Strickland, que siempre le pareció más preocupado por hacer amigos que por imponer disciplina, pero saltaba a la vista que su miedo era infundado.
Al llegar a la entrada, Haldon dijo unas palabras al sargento de la guardia, que envió a un mensajero a buscar al capitán. El hombre que llegó seguía tan feo como la última vez que Grif lo había visto: un mercenario de barriga enorme y hombros cargados, con el rostro surcado de viejas cicatrices, que tenía la oreja derecha como si se la hubiera masticado un perro y carecía de oreja izquierda.
—¿Te han nombrado capitán, Flores? —dijo Grif—. Y yo que creía que la Compañía Dorada tenía nivel…
—Peor que eso, cabronazo —respondió Franklyn Flores—. También me han nombrado caballero. —Agarró a Grif por el hombro y le dio un abrazo de oso—. Tú tienes una pinta horrible, hasta para llevar doce años muerto. ¿Y ese pelo azul? Cuando dijo Harry que ibas a venir, casi me cago encima. Y tú, Haldon, hijo de puta, cuánto me alegro de verte. ¿Todavía vas por ahí con un palo en el culo? —Se volvió hacia Grif el Joven—. Y este debe de ser…
—Mi escudero. Chico, te presento a Franklyn Flores.
El príncipe lo saludó con un movimiento de cabeza.
—Flores es apellido de bastardo. Vienes del Dominio.
—Sí. Mi madre trabajaba de lavandera en La Sidra hasta que la violó un hijo del señor, así que soy una especie de Fossoway de la manzana marrón. —Flores les señaló que entraran con un ademán—. Acompañadme. Strickland ha convocado a los oficiales en su tienda; tenemos consejo de guerra. Los puñeteros volantinos están agitando las lanzas y exigen saber qué intenciones tenemos.
Los hombres de la Compañía Dorada, ante sus tiendas, mataban el tiempo jugando a los dados, bebiendo y papando moscas. Grif se preguntó cuántos de ellos sabrían quién era.
«Muy pocos. Doce años son mucho tiempo.» Ni los que habían cabalgado con él reconocerían al exiliado lord Jon Connington, el de la barba rojo fuego, en el rostro surcado de arrugas y afeitado del mercenario Grif, con su pelo teñido de azul. Por lo que a la mayoría de ellos respectaba, Connington se había matado a beber en Lys después de que lo expulsaran de la compañía, deshonrado por robar de las arcas de guerra. La vergüenza de aquella mentira aún le escocía, pero Varys se había empecinado en que era necesaria.
«Lo que menos falta nos hace es que canten loas del valeroso exiliado —le había dicho el eunuco con una risita, con aquella vocecita remilgada—. Aquellos que tienen una muerte heroica son recordados mucho tiempo, mientras que a los borrachos, los ladrones y los cobardes se los olvida pronto.»
«¿Qué sabrá un eunuco del honor de un hombre? —Grif se había plegado al plan por el bien del muchacho, pero no por eso le hacía la menor gracia—. Si vivo lo suficiente para sentar al chico en el Trono de Hierro, Varys pagará esa humillación y muchas otras, y entonces ya veremos a quién se olvida pronto.»
La tienda del capitán general era de tela de oro y estaba rodeada de picas rematadas por calaveras doradas. Una de ellas, más grande que el resto, mostraba deformaciones grotescas, y debajo había otra del tamaño de un puño de niño.
«Maelys el Monstruoso y su hermano sin nombre.» Las otras calaveras guardaban cierta semejanza, aunque algunas estaban rajadas o astilladas por los golpes que les habían causado la muerte y una tenía los dientes afilados.
—¿Cuál es la de Myles? —preguntó Grif casi sin querer.
—Aquella, la del final —señaló Flores—. Espera, voy a anunciarte.
Entró en la tienda y dejó a Grif ante la calavera dorada de su viejo amigo. En vida, ser Myles Toyne era más feo que un pecado. Su famoso antepasado, el moreno y atractivo Terrence Toyne sobre el que cantaban los bardos, era tan hermoso que ni la amante del rey pudo resistirse a sus encantos; Myles, en cambio, tenía orejas de soplillo, la mandíbula torcida y la nariz más grande que Jon Connington hubiera visto jamás. Pero, cuando sonreía, nada de eso importaba. Sus hombres lo apodaban Corazón Negro por el blasón que llevaba en el escudo, y a Myles le encantaban el nombre y lo que indicaba.
—Al capitán general deben temerlo tanto sus enemigos como sus amigos —le había confesado en cierta ocasión—. Si mis hombres me consideran cruel, mejor que mejor.
La verdad era muy diferente. Toyne, soldado hasta la médula, era fiero pero siempre justo, un padre para sus hombres y siempre generoso con el señor exiliado lord Jon Connington.
La muerte le había arrebatado las orejas, la nariz y la calidez. Conservaba la sonrisa, transformada en una deslumbrante mueca dorada. Todas las calaveras sonreían, incluso la de Aceroamargo, en la pica alta del centro.
«¿Por qué demonios sonríe? Murió solo y derrotado, destrozado en una tierra extranjera.»
En su lecho de muerte, ser Aegor Ríos había ordenado a sus hombres que hirvieran su cráneo para despojarlo de carne, lo bañaran en oro y lo llevaran al cruzar el mar para reconquistar Poniente. Sus sucesores habían seguido su ejemplo.
Jon Connington podría haber sido uno de esos sucesores si su exilio hubiera transcurrido de forma distinta. Había estado en la compañía cinco años y había ascendido hasta ocupar el honorable cargo de mano derecha de Toyne. Si hubiera seguido allí, habría sido probable que, tras la muerte de Myles, los hombres se hubieran vuelto hacia él y no hacia Harry Strickland. Pero Grif no lamentaba el camino elegido.
«Volveré a Poniente, y no como calavera en la punta de una pica.»