Tanto los que tiritaban como los que estaban demasiado entumecidos para tiritar oyeron la voz del rey que retumbaba en el Muro:
—Sois libres de iros —les dijo Stannis—. Contadle a vuestra gente lo que habéis presenciado. Anunciad a los vuestros que habéis visto al verdadero rey, y que serán bien recibidos en este reino mientras mantengan la paz. Si su intención es otra, más les vale huir o esconderse; no estoy dispuesto a tolerar más ataques contra mi Muro.
—¡Un reino, un dios, un rey! —gritó lady Melisandre.
Los hombres del rey repitieron el grito y se golpearon el escudo con el asta de la lanza:
—¡Un reino, un dios, un rey! ¡Stannis! ¡Stannis! ¡Un reino, un dios, un rey!
Jon se fijó en que ni Val ni los hermanos de la Guardia de la Noche coreaban las consignas. Durante el tumulto, los salvajes que quedaban desaparecieron entre los árboles. Los gigantes fueron los últimos en irse, dos a lomos del mamut y los otros dos a pie, y solo quedaron los muertos. Jon observó como Stannis descendía de la plataforma, junto con Melisandre.
«Su sombra roja. Nunca se aparta de su lado.» La guardia de honor del rey los rodeaba: ser Godry, ser Clayton y otra docena de caballeros, todos hombres de la reina, con la luz de la luna reflejada en las armaduras y las capas ondeando al viento.
—Lord mayordomo —le dijo Jon a Marsh—, haz leña de la empalizada y tira los cadáveres al fuego.
—Como ordene mi señor. —Marsh lanzó las órdenes, y un enjambre de sus mayordomos rompió filas para atacar las paredes de madera. Los observó con el ceño fruncido—. Estos salvajes… ¿Creéis que mantendrán su parte del acuerdo, mi señor?
—Unos sí, otros no… Nosotros tenemos nuestros cobardes y nuestros canallas; nuestros débiles y nuestros idiotas, y ellos también.
—Nuestro juramento… Prometimos proteger el reino…
—Cuando el pueblo libre se haya establecido en el Agasajo, se integrará en el reino —apuntó Jon—. Vivimos tiempos desesperados, y vienen tiempos peores. Hemos visto la cara de nuestro verdadero enemigo, un rostro blanco y muerto de ojos azules brillantes. El pueblo libre también lo ha visto. Stannis no se equivoca: debemos hacer causa común con los salvajes.
—Causa común contra un enemigo común, estoy de acuerdo —insistió Bowen Marsh—, pero eso no significa que debamos permitir que diez mil salvajes hambrientos crucen el Muro. Que vuelvan a sus aldeas y que luchen contra los Otros desde allí, mientras nosotros sellamos las puertas. Othell dice que no será difícil. Solo necesitamos rellenar los túneles con piedras y echar agua por los matacanes; el Muro se encargará del resto. El frío, el peso… En una sola luna, será como si nunca hubiera habido puerta. El enemigo tendría que excavar para abrirse paso.
—O trepar.
—Es improbable. No son asaltantes qué vengan a llevarse una esposa y un botín. Tormund vendrá con ancianas, niños, rebaños de ovejas, cabras y hasta mamuts. Necesita una puerta, y solo hay tres. Y si quiere enviar escaladores…, defenderse de ellos es más fácil que pescar con arpón en una olla.
«Los peces no trepan por las paredes de la olla y le clavan una lanza en el estómago al pescador.» Jon ya había escalado el Muro y sabía de qué hablaba.
—Los arqueros de Mance Rayder nos lanzaron unas diez mil flechas, a juzgar por las que encontramos arriba —continuó Marsh—. Fueron menos de cien las que alcanzaron a nuestros hombres en la cima del Muro, y casi todas llegaron por capricho del viento. El único que murió allí arriba fue Alyn el Rojo de Palisandro, y lo mató la caída, no la flecha que le dio en la pierna. Donal Noye murió por defender la puerta. Un acto muy noble, pero si la puerta hubiera estado sellada, nuestro valiente armero aún estaría con nosotros. Tanto si nos enfrentamos a cien enemigos como a cien mil, mientras nosotros estemos en lo alto del Muro y ellos abajo, no pueden hacernos daño.
«No le falta razón.» Las hordas de Mance Rayder habían caído sobre el muro como una ola contra una orilla rocosa, aunque quienes lo defendían no eran más que un puñado de ancianos, novatos y tullidos. Aun así, la sugerencia de Bowen iba contra todos los instintos de Jon.
—Si cerramos las puertas, no podremos enviar exploradores —hizo notar—. Estaríamos ciegos.
—La última expedición de lord Mormont le costó a la Guardia una cuarta parte de sus hombres, mi señor. Necesitamos conservar tantas fuerzas como podamos. Cada muerte reduce nuestro número, y cada vez somos menos… Ocupa el lugar más alto y ganarás la batalla, como decía mi tío. Nada es más alto que el Muro, lord comandante.
—Stannis promete tierras, comida y justicia a todo salvaje que hinque la rodilla. No nos permitirá sellar las puertas.
—Lord Nieve… —Marsh titubeó antes de continuar—: No soy de los que cuentan chismes, pero se rumorea que os mostráis… demasiado amistoso con lord Stannis. Algunos incluso insinúan que sois… un…
«Un rebelde y un cambiacapas, sí, y un bastardo y un cambiapieles, eso también.» Puede que Janos Slynt ya no estuviera en la Guardia, pero sus mentiras no se habían esfumado con él.
—Ya sé qué se dice. —Jon había oído los rumores, y también se había fijado en que algunos hombres lo rehuían cuando cruzaba el patio—. ¿Qué quieren que haga? ¿Que luche contra Stannis y contra los salvajes a la vez? Los soldados de su alteza triplican a los nuestros, y además es nuestro invitado. Las leyes de la hospitalidad lo protegen. Y estamos en deuda con él y los suyos.
—Lord Stannis nos ayudó cuando lo necesitábamos —insistió Marsh—, pero sigue siendo un rebelde y su causa está condenada. Tan condenada como nosotros si el Trono de Hierro nos tacha de traidores. Debemos asegurarnos de no escoger el bando perdedor.
—No pretendo escoger ningún bando —dijo Jon—, pero no estoy tan seguro como tú del desenlace de esta guerra, y menos ahora que lord Tywin ha muerto. —Si las nuevas que llegaban del camino Real eran ciertas, la mano del rey había sido asesinado por su hijo enano mientras estaba sentado en el retrete. Jon había conocido brevemente a Tyrion Lannister. «Me cogió de la mano y me llamó amigo.» Era difícil creer que aquel hombrecillo tuviera lo que había que tener para asesinar a su propio padre, pero no cabía la menor duda sobre la muerte de lord Tywin—. El león de Desembarco del Rey es un cachorro, y el Trono de Hierro tiene fama de reducir a jirones incluso a hombres adultos.
—Puede que sea un niño, mi señor, pero… Todo el mundo quería al rey Robert, y la mayoría acepta a Tommen como su hijo. Cuanto más se sabe de lord Stannis, menos gusta, y lady Melisandre gusta todavía menos, con sus fuegos y su lúgubre dios rojo. Se quejan.
—También se quejaban del lord comandante Mormont. Una vez me dijo que a los hombres les encanta quejarse de su esposa y de su señor. Los que no tienen esposa se quejan el doble de su señor. —Jon miró la empalizada de reojo. Ya habían caído dos paredes, y la tercera estaba en camino—. Te dejo para que acabes con lo que tienes entre manos aquí. Asegúrate de que incineran todos los cadáveres. Gracias por tus consejos; te prometo que pensaré en todo lo que me has dicho.
Cuando Jon volvió a la puerta, aún salía humo del foso y flotaban cenizas en el aire. Una vez allí desmontó para guiar a su caballo hacia el sur por el hielo. Edd el Penas lo precedía con una antorcha. Sus llamas lamían el techo, con lo que a cada paso caían sobre ellos lágrimas frías.
—Ha sido un alivio ver arder el cuerno, mi señor —dijo Edd—. Anoche soñé que estaba meando en el Muro justo cuando a alguien le daba por hacerlo sonar. No es que me queje; es mejor que mi otro sueño, ese en el que Harma Cabeza de Perro me echaba de comer a los cerdos.
—Harma murió —dijo Jon.
—Pero los cerdos no. Me miran igual que Mortífero miraba el jamón. No digo que los salvajes quieran hacernos daño. Sí, destrozamos sus dioses y los obligamos a quemar lo que quedaba de ellos, pero les dimos sopa de cebolla. ¿Qué es un dios comparado con un delicioso cuenco de sopa de cebolla? A mí no me vendría mal uno.
Jon todavía tenía pegado a la ropa el olor del humo y la carne quemada. Sabía que debería comer algo, pero lo que anhelaba era compañía, no comida.
«Una copa de vino con el maestre Aemon; una conversación tranquila con Sam; unas risas con Pyp, Grenn y Sapo.» Pero Aemon y Sam se habían marchado, y el resto de sus amigos…
—Esta noche cenaré con mis hombres.
—Cordero estofado y remolacha. —Edd el Penas siempre sabía qué había para cenar—. Pero dice Hobb que se han acabado los rábanos picantes. ¿De qué vale un cordero estofado sin rábanos picantes?
Desde que los salvajes habían quemado la antigua sala común, los hombres de la Guardia de la Noche comían en el sótano de piedra situado bajo la armería, un espacio cavernoso y tétrico dividido por dos filas de pilares de piedra cuadrados, con techo abovedado y grandes barricas de vino y cerveza a lo largo de las paredes. Cuando entró Jon, cuatro constructores estaban jugando a los dados en la mesa cercana a las escaleras. Había un grupo de exploradores y varios hombres del rey sentados cerca del fuego, cuchicheando.
Los hombres más jóvenes se habían reunido en torno a otra mesa, donde Pyp había apuñalado un nabo con el cuchillo.
—La noche es oscura y alberga nabos —anunció con voz solemne—. Recemos por la carne, hijos míos, carne con algo de deliciosa salsa encebollada. —Todos sus amigos se rieron: Grenn, Sapo, Seda… Todos estaban allí.
Jon Nieve no se unió a la carcajada.
—Burlarse de las oraciones ajenas es de idiotas, Pyp. Y también es peligroso.
—Si el dios rojo se ofende, que me aniquile ahora mismo.
Ya no sonreía nadie.
—Nos reíamos de la sacerdotisa —dijo Seda, un joven ágil y guapo que había sido prostituto en Antigua—. Solo bromeábamos, mi señor.
—Vosotros tenéis vuestros dioses y ella tiene los suyos. Dejadla en paz.
—Ella no deja en paz a los nuestros —replicó Sapo—. Dice que los Siete son dioses falsos, mi señor. Y los antiguos, también. Ha hecho a los salvajes quemar ramas de arciano, ya lo habéis visto.
—Lady Melisandre no es responsabilidad mía; vosotros, sí. No permitiré que haya mala sangre entre los hombres del rey y los míos.
Pyp le puso una mano en el hombro a Sapo.
—No refunfuñes más, valiente Sapo; nuestro gran lord Nieve ha hablado. —Pyp se levantó de un salto y le hizo una reverencia burlona a Jon—. Os ruego perdón. No moveré ni una oreja a no ser que su señorial señoría me lo permita.
«Cree que esto es un juego.» Jon habría dado lo que fuera por inculcarle algo de sentido común.
—Puedes mover las orejas tanto como quieras. Los problemas vienen cuando mueves la lengua.
—Lo haré andarse con más cuidado —prometió Grenn—, y de lo contrario le daré una colleja. —Dudó antes de seguir—. Mi señor, ¿cenaréis con nosotros? Owen, apártate y haz sitio para Jon.
No había nada en el mundo que Jon desease más.
«No —tuvo que convencerse—, esos días ya pasaron.»
Cuando se dio cuenta sintió una puñalada en el estómago. Lo habían escogido para que los dirigiera. El Muro era suyo, y sus vidas estaban en sus manos. Casi pudo oír las palabras de su padre: «Un señor puede amar a sus hombres, pero no puede ser su amigo, porque tal vez un día tenga que juzgarlos o enviarlos a la muerte».
—Quizá otro día —mintió—. Será mejor que cenes por tu cuenta, Edd, tengo trabajo pendiente.
El aire exterior parecía incluso más frío que antes. Más allá del castillo divisó la luz de las velas en las ventanas de la Torre del Rey. Val estaba en el tejado de la torre, mirando el Muro. Stannis la mantenía encerrada en unas habitaciones situadas encima de las suyas, pero le permitía pasear por las almenas para hacer algo de ejercicio.
«Parece tan sola… —pensó Jon—. Tan sola y tan hermosa.» Ygritte había sido hermosa a su manera, con aquel pelo rojo besado por el fuego, pero era la sonrisa lo que daba vida a su rostro. Val no necesitaba sonreír; cualquier hombre de cualquier corte del mundo se volvería para mirarla.
Pero sus carceleros no la apreciaban tanto. Se burlaba de ellos llamándolos «arrodillados», y había intentado escaparse en tres ocasiones. En una de ellas, un carcelero se había distraído, y ella le había arrebatado el puñal y se lo había clavado en la nuca. Un poco más a la izquierda y lo habría matado.
«Sola, hermosa y letal —reflexionó Jon—, y podría haber sido mía. Ella, Invernalia, y el nombre de mi señor padre. —Pero había escogido una capa negra y un muro de hielo. Había escogido el honor—. El honor de un bastardo.»
El Muro se alzaba a su derecha mientras cruzaba el patio. En la parte superior, el hielo brillaba claro, pero en la de abajo solo había sombras. En la puerta se veía un brillo anaranjado entre las barras, allí donde los guardias se habían refugiado del viento. Jon alcanzaba a oír el entrechocar de las cadenas de la jaula cuando se balanceaba y pegaba contra el hielo. Más arriba, los centinelas estarían apiñados en la cálida caseta alrededor de un brasero, gritando para hacerse oír por encima del viento. O quizá habrían cejado en el empeño, y cada uno estaría inmerso en su propio pozo de silencio.
«Debería estar patrullando el hielo. El Muro es mío.»
Pasaba ante el caparazón hueco de la Torre del Lord Comandante, poco más allá de donde Ygritte había muerto en sus brazos, cuando Fantasma apareció tras él, con el cálido aliento condensándose en el frío. A la luz de la luna, sus ojos brillaban como pozos de fuego. El sabor de la sangre caliente llenó la boca de Jon, y supo que Fantasma había matado aquella noche.
«No —pensó—, soy un hombre, no un lobo.» Se pasó el dorso de una mano enguantada por la boca y escupió.
Clydas aún ocupaba las habitaciones situadas bajo la pajarera. Cuando Jon llamó a la puerta, se acercó arrastrando los pies, con una vela en la mano, y la entreabrió.
—¿Es mal momento? —preguntó Jon.
—En absoluto. —Clydas abrió más la puerta—. Estaba especiando vino. ¿Mi señor quiere tomar una copa?
—Será un placer.
Tenía las manos entumecidas por el frío. Se quitó los guantes y flexionó los dedos.
Clydas volvió a la chimenea para remover el vino.
«Tiene por lo menos sesenta años; es un anciano. Solo parecía joven comparado con Aemon.» Bajo y orondo, tenía los ojos rosados de una criatura nocturna y unas pocas canas le colgaban del cuero cabelludo. Cuando sirvió el vino, Jon cogió la copa con ambas manos, olfateó las especias y tragó. El calor se esparció por su pecho. Volvió a beber a sorbos largos y profundos para quitarse el sabor de sangre de la boca.