Danza de dragones (23 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—Un tío mío me los regaló cuando era pequeño —asintió Tyrion—. Los leí hasta que se cayeron a pedazos.

—«Los dioses crearon siete maravillas; los mortales, nueve» —citó el Mediomaestre—. Qué blasfemo, el hombre mortal; mira que superar por dos a los dioses… Pero bueno, así están las cosas. Los caminos de piedra de Valyria estaban entre las nueve maravillas de Pasolargo. En quinto lugar, si mal no recuerdo.

—Cuarto —corrigió Tyrion, que de niño se había aprendido de memoria las dieciséis maravillas. A su tío Gerion le hacía gracia subirlo a la mesa durante los banquetes para que las recitara.

«Y a mí también me gustaba, anda que no. Estar allí de pie, entre los mendrugos, observado por todos y demostrando qué gnomo más listo era.» Durante años había soñado con recorrer el mundo y contemplar en persona las maravillas de Pasolargo. Lord Tywin había aniquilado aquellas esperanzas diez días antes de su decimosexto día del nombre, cuando Tyrion le pidió visitar las Nueve Ciudades Libres, como habían hecho sus tíos a la misma edad.

—En mis hermanos se podía confiar; sabíamos que no avergonzarían a la casa Lannister —le replicó su padre—. Ninguno se casó jamás con una prostituta. —Tyrion le recordó que en diez días sería adulto, libre para viajar adonde quisiera—. Ningún hombre es libre —fue la respuesta de lord Tywin—. Eso solo se lo creen los niños y los idiotas. Vete, vete si quieres. Ponte un traje de bufón y da volteretas para divertir a los señores de las especias y a los reyes del queso. Pero asegúrate de que te paguen, y ni sueñes con volver. —La seguridad del niño se había derrumbado ante aquello—. Si lo que quieres es un cargo que te permita ser útil, lo tendrás. —De manera que, para conmemorar su llegada a la vida adulta, Tyrion fue nombrado encargado de las tuberías y cisternas de Roca Casterly.

«Supongo que tenía la esperanza de que me cayera en una. —Si había sido así, Tywin se llevó una decepción. Las tuberías nunca habían estado tan desatascadas como cuando Tyrion se hizo cargo de ellas—. Necesito una copa de vino para quitarme el sabor de Tywin de la boca. De hecho, necesito un pellejo de vino.»

Volvieron a montar cuando la luna resplandeció alta en el cielo, aunque Tyrion dormitó a ratos contra el pomo, con repentinos despertares. De tanto en tanto empezaba a resbalarse de la silla, pero ser Rolly lo agarraba y volvía a enderezarlo. Cuando llegó el amanecer, al enano le dolían las piernas y tenía las posaderas magulladas y laceradas.

Tardaron un día más en llegar a Ghoyan Drohe, junto al río.

—El legendario Rhoyne —comentó Tyrion cuando divisaron desde lo alto de un risco la lenta corriente verdosa.

—El pequeño Rhoyne —corrigió Pato.

—Y tanto.

«Bonito río, pero el afluente más pequeño del Tridente es el doble de ancho, y cualquiera de los tres Forcas es más caudaloso. —La ciudad no le resultó más impresionante. Según había leído, Ghoyan Drohe nunca fue grande, pero sí un lugar hermoso, verde y floreciente, una urbe llena de canales y fuentes—. Hasta que empezó la guerra. Hasta que llegaron los dragones.» Mil años habían transcurrido; los canales estaban atascados con juncos y lodo, y los estanques, llenos de agua podrida de la que nacían enjambres de moscas. Las piedras caídas de templos y palacios estaban medio hundidas en la tierra, y en las orillas del río crecían sauces viejos y retorcidos.

Entre tanta inmundicia vivían aún unas cuantas personas que cuidaban huertecillos rodeados de malas hierbas. El sonido de las herraduras contra el viejo camino valyrio hizo que la mayoría corriera a esconderse en sus agujeros, aunque los más osados se quedaron al sol para contemplar el paso de los jinetes con ojos desanimados, sin interés. Una niña desnuda, metida en el barro hasta las rodillas, parecía incapaz de apartar la mirada de Tyrion.

«Nunca ha visto a un enano —comprendió—, y menos aún a un enano desnarigado». Hizo una mueca y le sacó la lengua, y la niña se echó a llorar.

—¿Qué le habéis hecho? —preguntó Pato.

—Tirarle un beso. No hay chica que no llore cuando la beso.

Más allá de los sauces retorcidos, el camino se interrumpía bruscamente, de modo que se desviaron hacia el norte durante un trecho y cabalgaron junto al agua, hasta que la vegetación rala dio paso a un viejo embarcadero de piedra medio sumergido y rodeado de hierbas crecidas.

—¡Pato! —oyeron gritar—. ¡Haldon!

Tyrion ladeó la cabeza y vio a un chico en el tejado de una construcción baja de madera. El muchacho agitaba un sombrero de paja de ala ancha para llamarles la atención. Era esbelto y bien formado, algo larguirucho y con una espesa mata de pelo azul oscuro. El enano le calculó quince o dieciséis años.

El tejado sobre el que estaba el chico resultó ser la cabina de la
Doncella Tímida,
una desvencijada barcaza de un solo mástil, ancha y de poco calado, idónea para subir hasta por los afluentes menos importantes y superar los bancos de arena.

«Fea doncella —pensó Tyrion—, pero a veces las menos agraciadas son las más voraces una vez en la cama. —Las barcazas que surcaban los ríos de Dorne solían estar pintadas con colores vivos y contaban con tallas exquisitas, pero no era el caso de aquella doncella. La pintura era marrón grisácea, descascarillada en algunas zonas, y no había adorno alguno en la caña del timón—. Tiene una pinta espantosa. Sin duda, de eso se trata.»

Pato también agitaba los brazos a modo de saludo. La yegua trotó por los bajíos, aplastando juncos a su paso, mientras el chico saltaba a la cubierta de la barcaza y aparecía el resto de la tripulación de la
Doncella Tímida.
Una pareja de ancianos con rasgos rhoynar se situó junto a la caña del timón, mientras que una hermosa septa ataviada con una túnica blanca salió por la puerta de la cabina y se apartó un mechón castaño de los ojos. Pero Grif era inconfundible.

—Ya basta de gritos —ordenó, y se hizo el silencio en el río.

«Este causará problemas», supo Tyrion al instante.

Grif llevaba una capa hecha con el pellejo y la cabeza de un lobo rojo del Rhoyne. Por debajo iba vestido de cuero marrón reforzado con anillas de hierro. Su rostro afeitado también parecía de cuero, con marcadas líneas a los lados de los ojos. Tenía el pelo tan azul como su hijo, pero con las raíces rojizas y las cejas más rojas todavía. Llevaba espada y daga al cinto. Si se alegraba de volver a ver a Pato y Haldon, lo disimulaba bien, aunque no se molestó en disimular el disgusto ante la presencia de Tyrion.

—¿Un enano? ¿Qué pasa aquí?

—Ya, ya, me imagino que esperabais un queso. —Tyrion se volvió hacia Grif el Joven y le dedicó su sonrisa más arrebatadora—. El pelo azul te quedará bien en Tyrosh, pero en Poniente, los niños te tirarán piedras y las niñas se reirán de ti.

—Mi madre era una dama de Tyrosh —respondió el muchacho, algo sorprendido—, y me tiño el pelo en su recuerdo.

—¿Qué pinta aquí esta aberración? —exigió saber Grif.

—Illyrio lo explica en una carta —respondió Haldon.

—Dádmela, y llevad al enano a mi camarote.

«No me gustan sus ojos», reflexionó Tyrion cuando el mercenario se sentó frente a él en la penumbra del interior de la barcaza, separado de él por el basto tablón de una mesa y una alta vela de sebo. Eran unos ojos azules como el hielo, claros y fríos. El enano desconfiaba de los ojos claros. Los de lord Tywin eran verde claro con motas doradas.

Se quedó mirando al mercenario mientras leía. El mero hecho de que supiera leer ya tenía de por sí un hondo significado. ¿Cuántos mercenarios podían presumir de conocer las letras?

«Y casi no mueve los labios.»

Por último, Grif alzó la vista del pergamino, con sus ojos claros entrecerrados.

—¿Tywin Lannister, muerto? ¿Por vuestra mano?

—Por mi dedo. Concretamente por este. —Tyrion lo alzó para que Grif tuviera ocasión de admirarlo—. Lord Tywin estaba sentado en el escusado, así que le clavé una saeta en las tripas para ver si de verdad cagaba oro. No era así. Una pena; me habría venido de maravilla un poco de oro. También maté a mi madre, pero eso fue antes. Ah, y a mi sobrino Joffrey. Lo envenené en su banquete de bodas y me quedé mirando mientras se asfixiaba. ¿No os lo ha contado el mercachifle? Por cierto, tengo intención de añadir a mis hermanos a la lista, si a vuestra reina le parece bien.

—¿Que si le parece bien? ¿Es que Illyrio se ha vuelto loco? ¿Cómo se le ha pasado por la cabeza que su alteza pueda incorporar a su servicio a un asesino de reyes, a un traidor confeso?

«Buena pregunta», pensó Tyrion.

—El rey al que maté estaba sentado en su trono, y todos aquellos a los que traicioné eran leones, así que en mi opinión ya le he prestado un excelente servicio a la reina. —Se rascó los restos de nariz—. No temáis, no pienso mataros, no sois pariente mío. ¿Os importa que mire qué os escribió el mercachifle? Me encanta leer lo que se dice de mí.

Grif hizo caso omiso de su petición, y arrimó la carta a la vela hasta que el pergamino se ennegreció, se combó y prendió.

—Hay mucha sangre entre los Targaryen y los Lannister. ¿Por qué ibais a uniros a la causa de la reina Daenerys?

—Por oro y gloria —replicó el enano en tono alegre—. Ah, y por odio. Si conocierais a mi hermana, lo entenderíais.

—Entiendo perfectamente qué es el odio. —Por la manera en que Grif pronunció la palabra, Tyrion supo que era verdad.

—Entonces ya tenemos algo en común. —«Este también ha tragado mucho odio. Hace años que se arropa en odio para dormir.»

—No soy caballero.

«Mentiroso, y además, malo. Eso ha sido muy torpe y muy estúpido, mi señor.»

—Pues dice ser Pato que vos lo armasteis.

—Pato habla demasiado.

—Hay quien consideraría notable que un pato hablara, mucho o poco. Da igual; el caso es que vos no sois caballero y yo soy Hugor Colina, un pequeño monstruo. Vuestro pequeño monstruo, si lo preferís. Tenéis mi palabra de que mi único deseo es servir a la reina dragón.

—¿Cómo pensáis serle de utilidad?

—Con mi lengua. —Se lamió los dedos uno por uno—. Puedo explicar a su alteza cómo piensa mi querida hermana, si es que a eso se le puede llamar pensar. Puedo explicar a sus capitanes cómo derrotar a mi hermano Jaime en batalla. Sé qué señores son valientes y cuáles cobardes, qué señores son leales y cuáles tornadizos. Puedo conseguirle alianzas. Y sé mucho de dragones, como podrá confirmaros vuestro mediomaestre. También soy divertido y como poco. Podéis considerarme vuestro duendecillo particular.

—Quiero que esto quede bien claro, enano —dictaminó Grif tras meditar un momento—. Aquí sois la última mierda. Vigilad vuestras palabras y haced lo que se os diga, o lo lamentaréis.

«Sí, padre», estuvo a punto de responder Tyrion.

—Como digáis, mi señor.

—No soy ningún señor.

—Disculpad, amigo, era simple cortesía. —«Mientes.»

—Tampoco soy vuestro amigo.

—Lástima. —«Ni caballero, ni señor, ni amigo.»

—No me vengáis con ironías. Os llevaré a Volantis. Si en el trayecto demostráis ser útil y obediente, podéis quedaros con nosotros para servir a la reina de la mejor manera posible. Si resulta que dais más problemas de los que resolvéis, os tocará apañároslas por vuestra cuenta.

«Ya, y me las apañaré para llegar al fondo del Rhoyne, para que los peces me mordisqueen lo que me queda de nariz.»


Valar dohaeris.

—Podéis dormir en la cubierta o en la bodega, como gustéis. Ysilla os dará unas mantas.

—Qué amable. —Tyrion hizo una torpe reverencia, pero se detuvo ante la puerta del camarote y dio media vuelta—. ¿Y si cuando demos con la reina descubrimos que todo eso de los dragones no era más que una invención de marineros borrachos? Abundan las leyendas por el estilo: endriagos, tiburientes, gules, espectros, sirenas, goblins de piedra, caballos alados, cerdos alados…, leones alados…

—Os lo he advertido, Lannister. —Grif lo miró con el ceño fruncido—. Vigilad esa lengua, o la perderéis. Hay reinos enteros en peligro; estamos arriesgando nuestras vidas, nuestros nombres, nuestro honor. Eso no es ningún juego.

«Claro que sí —pensó Tyrion—. Es un juego de tronos.»

—Como digáis, capitán —murmuró al tiempo que hacía otra reverencia.

Davos

El relámpago hendió el cielo del norte y marcó la silueta de la torre de Lámpara de Noche contra el cielo azul blanquecino. El trueno llegó con seis latidos de retraso, como un tambor lejano.

Los guardias escoltaron a Davos Seaworth por el puente de basalto negro y bajo el rastrillo de hierro salpicado de herrumbre. Bajo ellos estaba el profundo foso de agua marina, atravesado por un puente levadizo que colgaba de dos cadenas inmensas. Las aguas verdosas estaban agitadas y las crestas de espuma batían contra los cimientos del castillo. Más allá había una segunda torre de entrada, aún más grande que la primera; las algas verdosas colgaban como flecos de sus piedras. Davos avanzó a trompicones por el lodazal del patio, con las muñecas atadas. La lluvia fría le aguijoneaba los ojos. Los guardias lo obligaron a subir los peldaños que llevaban al gigantesco edificio de piedra de Rompeolas.

En el interior, el capitán se quitó la capa y la colgó de un clavo para no dejar charcos en la raída alfombra myriense. Davos lo imitó, aunque le costó abrirse el broche con las manos atadas. Los modales que había aprendido en Rocadragón durante los años que prestó servicio allí no habían caído en saco roto.

El señor estaba a solas, en la penumbra de la sala, cenando guiso de la Hermana con pan y cerveza. A lo largo de los gruesos muros de piedra había veinte almenaras de hierro, pero solo había antorchas en cuatro de ellas, y ninguna estaba encendida. La escasa luz titubeante procedía de dos altos velones de sebo. A Davos le llegó el sonido de la lluvia que golpeaba las paredes y el tintineo rítmico de una gotera en el tejado.

—Hemos encontrado a este hombre en El Vientre de la Ballena —dijo el capitán—. Intentaba comprar pasaje para salir de la isla. Llevaba encima doce dragones, y también esto. —Puso en la mesa una ancha cinta de terciopelo negro ribeteada de oro en la que se veían tres sellos: un venado coronado de lacre dorado, un corazón llameante y una mano de plata.

Davos aguardó empapado, chorreando, con las muñecas doloridas donde la cuerda mojada le mordía la piel. Bastaría con una palabra de aquel señor para que lo colgaran de la puerta de la Horca de Villahermana, pero al menos había escapado de la lluvia, y lo que tenía bajo los pies era roca firme, no una cubierta que subía y bajaba. Estaba empapado, dolorido y demacrado; agotado por el sufrimiento y la traición, y sobre todo, harto de tormentas.

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