Danza de dragones (26 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—¿El Cuerno de Joramun? —Continuó Melisandre—. No, es el cuerno de la oscuridad. Si cae el Muro, también caerá la noche, la larga noche que no termina jamás. ¡No será así! El Señor de Luz ha visto a sus hijos en peligro y les ha enviado un campeón, Azor Ahai redivivo. —Hizo un gesto hacia Stannis con la mano, y la luz centelleó en el gran rubí que llevaba al cuello.

«Él es piedra, y ella, fuego.» Los ojos del rey eran agujeros azules hundidos en un rostro enjuto. Llevaba una coraza gris, y de los anchos hombros le colgaba una capa de hilo de oro adornada con piel. Un corazón llameante se incrustaba en la coraza del pecho, justo encima de su propio corazón. Sobre la frente lucía una corona roja y dorada con las puntas rematadas en llamas. A su lado, alta y rubia, estaba Val. La habían coronado con un simple tocado de bronce oscuro, y aun así parecía más regia que Stannis con todo su oro. Sus ojos grises permanecían inmutables y no mostraban miedo. Bajo una capa de armiño vestía de blanco y oro; le habían peinado el pelo color miel con una gruesa trenza que le colgaba por el hombro derecho hasta la cintura, y el aire frío le había coloreado las mejillas.

Lady Melisandre no llevaba corona, pero todos los presentes sabían que la verdadera reina de Stannis Baratheon era ella, y no aquella mujer poco agraciada a la que había dejado temblando de frío en Guardiaoriente del Mar. Se decía que el rey no mandaría llamar a la reina Selyse y a su hija hasta que el Fuerte de la Noche fuera un lugar habitable. Jon sintió lástima por ellas. El Muro ofrecía muy pocas de las comodidades a las que estaban acostumbradas las damas sureñas y las niñas de alta cuna, y el Fuerte de la Noche no ofrecía ninguna en absoluto. Era un lugar lúgubre, hasta en sus mejores momentos.

—¡Pueblo libre! —Gritó Melisandre—. ¡Contemplad el destino de aquellos que escogen la oscuridad!

El Cuerno de Joramun estalló en llamas, que ascendieron con un sonido sibilante mientras las lenguas de fuego verde y amarillo saltaban y crepitaban. La montura de Jon se agitó, nerviosa, y a lo largo de las filas, todos lucharon por mantenerse en la silla. Un gemido generalizado se alzó tras la empalizada cuando el pueblo libre vio su esperanza en llamas. Unos cuantos comenzaron a gritar y maldecir, pero la mayoría guardó silencio. Durante un instante, las runas talladas en las cinchas de oro parecieron relucir en el aire. Los hombres de la reina empujaron el cuerno al pozo de fuego.

Dentro de la jaula, Mance Rayder tiraba de la soga que llevaba al cuello con las manos atadas, gritaba incoherencias sobre traición y brujería, y renegaba de su condición de rey, de su pueblo, de su nombre, de todo cuanto había sido. Pidió clemencia, maldijo a la mujer roja y después se echó a reír, histérico.

Jon observaba la escena sin pestañear; no quería aparentar debilidad ante sus hermanos. Había hecho salir a doscientos hombres, más de la mitad de la guarnición del Castillo Negro, que se habían alineado en filas solemnes con la lanza en la mano y la capucha subida para ocultar su rostro… y para no mostrar que, en realidad, casi todos eran novatos y ancianos. El pueblo libre temía a la Guardia. Jon quería que llevase ese miedo consigo a sus nuevos hogares del sur del Muro.

El cuerno cayó entre los troncos, las hojas y las astillas. En un abrir y cerrar de ojos, el pozo entero estuvo envuelto en llamas. Mance, agarrado a los barrotes de la jaula con las manos atadas, lloraba y suplicaba. Cuando el fuego lo alcanzó, empezó a saltar, y sus gritos se convirtieron en un chillido de miedo y dolor. Se agitó en la jaula como una hoja en llamas, como una polilla atrapada en una vela. Jon recordó una canción:

Hermanos, heme aquí en mi último día, pues el dorniense maldito me ha llevado a la muerte; y aunque dejar este mundo de todos sea la suerte, a la mujer del dorniense hice mía.

En la plataforma, Val estaba tan inmóvil que parecía una estatua de sal.

«No va a llorar ni mirar hacia otra parte. —Jon se preguntó qué habría hecho Ygritte en su lugar—. Las mujeres son más fuertes. —Casi sin querer, pensó en Sam, en el maestre Aemon, en Eli y en el niño de teta—. Me maldecirá con su último aliento, pero no tuve alternativa. —Guardiaoriente había informado de fuertes tormentas en el mar Angosto—. Quería mantenerlos a salvo, pero ¿se los habré echado de comer a los cangrejos?» La noche anterior había soñado que Sam se ahogaba, que Ygritte moría por la flecha lanzada por él (no había sido él, pero siempre soñaba que sí), que Eli lloraba lágrimas de sangre. Jon había visto suficiente.

—Ya.

Ulmer del Bosque Real clavó la lanza en el suelo, descolgó el arco
y
lo armó con una flecha negra de su carcaj. Donnel Colina el Suave se quitó la capucha para hacer lo mismo. Garth Plumagrís y Ben Barbas cargaron flechas, tensaron los arcos y lanzaron.

Una flecha alcanzó a Mance Rayder en el pecho; otra, en el estómago, y otra, en el cuello. La cuarta fue a clavarse en una barra de la jaula, y se quedó vibrando durante un momento antes de arder. Los llantos de una mujer resonaron en el Muro cuando el cuerpo del rey de los salvajes cayó inerte, envuelto en fuego.

—Ahora, su guardia ha terminado —murmuró Jon. Mance Rayder había pertenecido a la Guardia de la Noche antes de cambiar la capa negra por otra con parches de seda rojo vivo.

Desde la plataforma, Stannis frunció el ceño. Jon no quería ni mirarlo. El suelo de la jaula se había desprendido, y los barrotes se desmoronaban. Cuanto más subía el fuego, más ramas caían, libres, negras y rojas.

—El Señor de Luz creó el Sol, la Luna y las estrellas para iluminar nuestro camino, y nos dio el fuego para mantener a raya la noche —dijo Melisandre a los salvajes—. Nadie puede resistir sus llamas.

—Nadie puede resistir sus llamas —repitieron los hombres de la reina.

La túnica de la mujer roja, teñida de un escarlata oscuro, revoloteó en torno a su cuerpo, y el pelo cobrizo le formó un halo alrededor de la cara. En las yemas de sus dedos bailaban llamas amarillas que parecían uñas largas.

—¡Pueblo libre! Vuestros falsos dioses no pueden ayudaros; vuestro cuerno falso no os ha salvado; vuestro rey falso solo os ha traído muerte, desesperación, derrota… Pero aquí tenéis al verdadero rey. ¡Contemplad su gloria!

Stannis Baratheon desenvainó a
Dueña de Luz.
La espada lanzó destellos rojos, amarillos y naranjas. Jon ya había visto aquel espectáculo…, pero no de aquella manera, nunca de aquella manera.
Dueña de Luz
era el sol convertido en acero. Cuando Stannis alzó la hoja por encima de la cabeza, los hombres tuvieron que apartar la vista o cubrirse los ojos. Los caballos se alborotaron, y uno llegó a desmontar a su jinete. Las llamas del pozo parecieron encoger ante aquella tormenta de luz, como un perro pequeño que se escondiera de otro más grande. El Muro mismo se tornó rojo, rosa y naranja cuando las oleadas de color bailaron en el hielo.

«¿Este es el poder de la sangre de un rey?»

—Poniente solo tiene un rey —dijo Stannis. Su voz sonó áspera, sin asomo de la música que desprendía la de Melisandre—. Con esta espada defenderé a mis súbditos y destruiré a quienes los amenacen. Arrodillaos, y os prometo comida, tierras y justicia. Arrodillaos y viviréis. O marchaos y moriréis. La elección es vuestra. —Envainó a
Dueña de Luz
y el mundo volvió a oscurecerse, como si el sol se hubiese escondido tras una nube—. Abrid las puertas.

—¡Abrid las puertas! —bramó ser Clayton Suggs, con una voz tan profunda como un cuerno de guerra.

—¡Abrid las puertas! —repitió ser Corliss Penny, al mando de los guardias.

—¡Abrid las puertas! —gritaron los sargentos. Los hombres se dispersaron para obedecer. Arrancaron las estacas del suelo; tiraron los troncos a zanjas hondas, y las puertas de la empalizada se abrieron de par en par. Jon Nieve levantó la mano y la bajó, y las filas negras se rompieron a izquierda y derecha, despejando un camino hacia el Muro, donde Edd Tollett el Penas empujó la puerta de hierro.

—Venid —instó Melisandre, apremiante—. Venid hacia la luz… o volved a la oscuridad. —Bajo ella, el fuego crepitaba en el foso—. Si escogéis la vida, venid a mí.

Y fueron. Los cautivos empezaron a emerger de su redil, despacio al principio, algunos renqueando o apoyados en sus compañeros.

«Si queréis comer, acercaos —pensó Jon—. Si no queréis morir congelados o pasar hambre, rendíos. —El primer grupo de prisioneros rodeó los troncos y atravesó el círculo de estacas, hacia Melisandre y el Muro. Caminaban dubitativos, temerosos de que fuera una trampa. Luego se sumaron más, hasta que formaron una corriente constante. Los hombres de la reina, embutidos en yelmos y chalecos claveteados, iban entregando un pedazo de arciano blanco a cada hombre, mujer o niño: un palo, una rama astillada y blanca como un hueso roto, adornada con hojas rojas como la sangre—. Algo de los dioses antiguos para alimentar a los nuevos.» Jon flexionó los dedos de la mano de la espada.

El calor que ascendía del foso de fuego se sentía desde lejos, de modo que para los salvajes tenía que ser abrasador. Vio encogerse a los hombres que pasaban junto a las llamas, y oyó llorar a varios niños. Unos cuantos volvieron al bosque. Vio huir a una joven con un niño de cada mano. Se volvía a cada paso para asegurarse de que nadie los seguía, y cuando llegó a los árboles echó a correr. Un anciano cogió la rama que le tendían y la usó de arma, golpeando a izquierda y derecha hasta que los hombres de la reina lo atravesaron con sus lanzas. Los demás tuvieron que rodear su cadáver, hasta que ser Corliss lo arrojó al fuego. Después de ver aquello, más gente del pueblo libre escogió el bosque, quizá uno de cada diez.

Pero la mayoría respondió a la llamada. Tras ellos solo habían dejado frío y muerte; delante estaba la esperanza.

Avanzaron aferrados a sus ramas de madera, hasta que llegó el momento de alimentar las llamas con ellas. R'hllor era una deidad celosa, siempre hambrienta, y cuando el nuevo dios devoró el cadáver del antiguo, las sombras gigantescas de Stannis y Melisandre se proyectaron en el Muro, en negro contraste con los reflejos rojizos del hielo.

Sigorn fue el primero en arrodillarse ante el rey. El nuevo magnar de Thenn era como su padre, solo que más joven y bajo: enjuto, calvo, con canilleras de bronce y una camisa de cuero con escamas cosidas, también de bronce. Después llegó Casaca de Matraca, envuelto en una armadura tintineante de huesos y cuero endurecido, con una calavera de gigante por yelmo. Bajo los huesos se escondía un ser enclenque y ruin con los dientes negros rotos y un matiz amarillo en el blanco de los ojos.

«Un hombre menudo, malicioso y traidor, tan estúpido como cruel.» Jon no creyó ni un momento que fuera a mostrar ninguna lealtad, y se preguntó qué sentiría Val al verlo arrodillarse, perdonado.

Los siguientes fueron los cabecillas menores: dos jefes de los pies de cuerno, cuyos pies eran negros y duros; una anciana sabia reverenciada por las gentes del Agualechosa; el hijo de Alfyn Matacuervos, un niño de doce años, esquelético y de ojos oscuros; Halleck, el hermano de Harma Cabeza de Perro, con sus cerdos. Todos se arrodillaron ante el rey.

«Hace demasiado frío para esta pantomima», pensó Jon. «El pueblo libre desprecia a los arrodillados —le había advertido a Stannis—. Dejadle conservar su orgullo y os ganaréis su afecto.» Pero su alteza no quería escuchar: «Necesito sus espadas, no sus besos», fue la respuesta.

Tras arrodillarse, los salvajes atravesaron las filas de hermanos negros hacia la puerta. Jon había pedido a Caballo, a Seda y a otra docena de hombres que los guiaran con antorchas al otro lado del Muro, donde los esperaban cuencos de sopa de cebolla caliente, pan negro y salchichas. Y ropa: capas, calzones, botas, túnicas, buenos guantes de piel… Dormirían en lechos de paja limpia, cerca de un fuego que mantendría a raya el frío de la noche; aquel rey era de lo más metódico. Sin embargo, más tarde o más temprano, Tormund Matagigantes volvería a atacar el Muro, y cuando llegase ese momento, Jon no sabía qué lado escogerían los nuevos acólitos del rey.

«Puedes darles tierras y piedad, pero el pueblo libre escoge sus propios reyes y escogió a Mance, no a ti.»

Bowen Marsh acercó su montura a Jon.

—Nunca pensé que llegaría a ver este día. —El lord mayordomo había adelgazado considerablemente desde que le hirieran en la cabeza en el Puente de los Cráneos. Le faltaba un trozo de oreja.

«Ya no parece una granada», pensó Jon.

—Derramamos sangre para detener a los salvajes en la Garganta —continuó Marsh—. Allí murieron buenos hombres, amigos y hermanos. ¿Para qué?

—El reino nos maldecirá a todos por esto —declaró ser Alliser Thorne con la voz cargada de veneno—. Todo hombre honrado de Poniente escupirá ante la sola mención de la Guardia de la Noche.

«Qué sabrás tú de hombres honrados.»

—Silencio en las filas. —Ser Allister Thorne era más cauteloso desde que lord Janos había perdido la cabeza, pero su malicia seguía igual. Jon había acariciado la idea de darle el mando que había rechazado Slynt, pero prefería tenerlo cerca.

«Siempre fue el más peligroso de los dos. —En su lugar había enviado a un mayordomo canoso de Torre Sombría para que se pusiera al frente de Guardiagrís. Tenía la esperanza de que las dos nuevas guarniciones cambiaran algo—. La Guardia puede herir al pueblo libre, pero no detenerlo. —Haber entregado a Mance Rayder al fuego no cambiaba aquello—. Seguimos siendo muy pocos y ellos siguen siendo demasiados, y sin exploradores es como si estuviéramos ciegos. Tengo que enviar hombres afuera. Pero ¿volverán?»

El túnel que atravesaba el Muro era tortuoso y estrecho, y muchos salvajes eran mayores, o estaban enfermos o heridos, con lo que el transcurso de la marcha fue lento. Ya era de noche cuando el último hincó la rodilla. El foso de fuego ardía con poca intensidad, y la sombra del rey en el Muro se había reducido a una cuarta parte de su altura inicial. Jon Nieve veía su aliento en el aire.

«Hace frío, y cada vez más. Esta pantomima ha durado demasiado.»

Unos cuarenta cautivos deambulaban todavía por la empalizada. Entre ellos había cuatro gigantes, unas criaturas peludas y enormes de hombros caídos, piernas largas como troncos y anchos pies desparramados. A pesar de su tamaño podrían haber cruzado el Muro, pero uno de ellos no quería abandonar a su mamut y los otros no querían abandonarlo a él. Los que quedaban eran de estatura humana; algunos estaban muertos y a otros les faltaba poco, y ni sus familiares ni sus amigos cercanos estaban dispuestos a abandonarlos, ni siquiera por un cuenco de sopa de cebolla.

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